Cuaderna: Seinfield

Seinfeld

Jesús Ramón Ibarra

La primera vez que vi Seinfeld no me impresionó. Cuatro personajes -distintos entre sí- al filo de la neurosis que concita la gran manzana, en medio de situaciones absurdas, creadas por su incapacidad para la socialización, se veían lejos del ideario de una ciudad como Culiacán.

Como provincia norteña, Culiacán ofrece, al menos, dos realidades distinguibles: por una parte, la del edencito caluroso y arbolado, físicamente irregular, azotado en los tiempos de lluvia, medio cándido en la concepción de sus próceres o gestas y la relación que guardan en la historia mexicana; por otro lado, el de la ciudad en tensión, agazapada y alerta, más bien atenta a los peligros y crímenes que la conmocionan, un día sí y el otro también.

Sin embargo, a medida que me fui adentrando en la serie, entendí que trataba más sobre la necesidad (muy gringa) de proteger su patrimonio individual frente a las relaciones humanas, que sobre neoyorquinos a tono con el vértigo de una urbe ominosa y cruenta. Aunque el mérito principal de Seinfeld sea el de crear capítulos sobre nada (es decir, esas particularidades domésticas cimentadas en las filias, fobias, formas de relacionarse con los otros, ejercicios de inteligente crueldad o la súbita explosión de un puñado de patologías que desembocan en rasgos de un humor oscuro) sus personajes prosperan hacia apuntes agudos y críticos hacia el individualismo que permeó los años noventa. Es decir, finalmente –como dice Morris Berman- la serie habla sobre algo.

En la storyline de Seinfeld, es un capítulo el que catapultó la intención de la serie y, al mismo tiempo, reveló el talento de sus creadores: Jerry, Elaine y George se reúnen en la antesala de un restaurant de comida china, a la espera de que el maître les asigne una mesa. Durante 22 minutos observamos cómo los tres atienden asuntos pequeños, baladíes, molestos, al mismo tiempo que crece su desesperación por cenar: la procastinación involuntaria como detonante de una realidad sin controversia. Y es que esto mismo nos ha pasado de diversas formas (y de ahí el gran éxito de la serie). Es decir, todos hemos hecho un Seinfeld. O peor aún: un Constanza.

Son muchos los capítulos inolvidables de Seinfeld: Mensajes telefónicos, El amo de mis dominios, La serie, El Nazi de las sopas, en fin. Si es necesario verla con atención para entender la dimensión crítica de sus personajes. Si bien no tiene esa ligereza de Cheers, gestada en conductas que exaltaban ciertos machismos norteamericanos, sí tiene la inteligente acidia que replicaron, después, series como Louie o hasta Frasier. No es absurdo decir que hablamos de sendos clásicos en la historia de la televisión moderna.


Ficha de autor
Jesús Ramón Ibarra. Poeta. Obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes, en el 2015, con el libro Teoría de las Pérdidas y el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, en el género de poesía, en el 2007, con Crónicas del Minton’s Playhouse; el Premio Nacional de Poesía San Román (hoy Premio Hispanoamericano) en el 2005 y el Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura en dos ocasiones: 1994 y 1997. Es autor de seis libros de poesía y uno de crónicas. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores Artísticos del FONCA.

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