Sobre poetas y tumbas: El hundimiento del Titanic, el crujir de lo inexorable.

El hundimiento del Titanic, el crujir de lo inexorable

Francisco Fernando Meza Sánchez

La zozobra del concepto de progreso, que se instauró como un faro iluminador para el siglo XX, sirve de punto de arranque para que Hans Magnus Enzensberger escriba una de las más hondas épicas de fin de milenio. El hundimiento del Titanic, libro capitular para entender el crujir de las ideologías que se debatían en el mundo después de la Segunda Guerra Mundial y, a la vez, eran el sustento de la Guerra Fría, nos traslada a un viaje perturbador que da cuenta del fracaso histórico del hombre en su búsqueda del paraíso terrenal y del fracaso personal de un hombre en la escritura de la obra que retrata la tragicomedia de dicha búsqueda. Más comedia que tragedia —entendido esto en términos dantescos— puede leerse en las páginas de este libro, que nunca dejará de radiografiar mediante la paradoja y el humor negro, las pasiones ideológicas, bajo el común denominador de la contradicción, que construyeron el gran mausoleo del siglo pasado. 

El Titanic de Hans Magnus es el buque que zarpó una gélida mañana de 1912 de Southampton para hundirse frente a las costas de Terranova después de colisionar contra un iceberg, ocasionando la muerte de 1,513 personas e inaugurando uno de los más sólidos y longevos mitos de la modernidad en Occidente. Pero también este trasatlántico encarna en el pensamiento del poeta, el símbolo del naufragio de la promesa de la modernidad fraguada en el siglo XIX, cuya ejecución y decadencia habrían de manifestarse en las dos grandes guerras que bañarían de sangre al siglo XX.

Con una dosis de dramatismo, ceñido por un tono de natural desencanto, el Titanic comienza su viaje del viejo al nuevo mundo con la apocalíptica prefiguración de su perecimiento en la primera travesía, dato contextual que Hans Magnus potencia durante el poema: «Este buque no puede ser hundido ni por Dios», se dice que dijo uno de los ingenieros del Titanic. El final de la anécdota todos lo conocemos.

Atrincherado en los argumentos clásicos que la historia del buque ofrece, Hans Magnus logra proyectar épicamente los elementos que anclan a este desastre como uno de los mitos más reconocibles de su tiempo. Sin duda, el autor supo que esta historia cumplía con todas las características de la tragedia griega, lo cual se evidencia durante la lectura del texto; sin embargo, en este Titanic no hay un héroe o heroína que protagonicen el naufragio del ser como condición del destino: son muchos los hombres y mujeres que tendrán voz en esta composición coral, donde lo que naufraga y perece es la idea de una colectividad más que de un drama personal.

Asimismo, estas voces habrán de inscribir, con elementos muy teatrales que nos recuerdan al Hans Magnus dramaturgo, la farsa de una retórica que sirve de plataforma para que un orden político justifique la desigualdad y explotación transgeneracional como una vía progresista. El negro fogonero, el chino polizonte, intentarán ser exhortados a morir para que el capitán o el empresario sobrevivan; el tirano, aun con el agua al cuello, utilizará su último respiro tratando de someter al desvalido. Lo destacable es cómo Enzensberger, a través de sus personas épicas, pone en relieve que esta idea de perecer por el poderoso no solo debe ser asumida como un mandato, sino como una acción validada en una ética universal de la mansedumbre; el pobre, el «jodido», debe aceptar plácidamente su lugar en la historia, sin miramientos ni reproches, ya que ese rol es necesario para el avance de la sociedad, para la culminación de la «promesa». Finalmente, lo que el poderoso ostenta y administra es la idea del porvenir como derrotero que justifica cualquier sacrificio: «la idea del futuro es un negocio muy rentable en la Historia de la civilización», parecería que nos advierte el poeta alemán desde el astillero del lenguaje.           

Si por un lado se ubican estas discusiones que pertenecen propiamente a la historia de las ideologías; por otro, en el plano literario, queda patente el genio con el que se construyen las personas épicas que hablan en la composición así como la ingeniería estructural donde se sustenta el poema y permite, sin bache de por medio, el juego de los anacronismos y cambios de enunciación, mismos que generan una dinámica de vértigo y de seducción durante la lectura. Hay, pues, una franqueza en los temores, expectativas, ilusiones de esas voces que nos relatan el acercamiento del iceberg; convencidas que la hipotermia es la temperatura de su tiempo y que la muerte, morada infranqueable, no respeta heráldica ninguna. En sí, estamos frente al drama de lo inexorable.    

No es fortuito que la isla de Cuba sea la latitud cultural donde inicie el poema en tanto evocación de su propio proceso de escritura; esto es, se nos cuenta en el libro que en la Habana surgió la idea de El hundimiento del Titanic como premonición de un libro que habría de perderse o naufragar, si nos gustan los lugares comunes, irremediablemente.

Como podemos imaginarnos, la Revolución Cubana también se convierte en un Titanic para Hans Magnus. De nuevo, el hundimiento de la promesa se materializa en un espacio concreto del mundo. Los hombres y mujeres que flotaban en la aguas congeladas de 1912 también son los poetas, filósofos, insurgentes que discutían la marcha histórica de la humanidad en cafés y arrabales de la isla caribeña de Fidel Castro. Los quejidos y gritos de auxilio subyacen en las celebraciones y en las meditaciones tremebundas de aquellos que tomaron la discreta tarea de transformar el mundo y, al pasar de los años, se encontraron solos y barajando las postales de la derrota, justamente, como un ejército de náufragos instalados en la isla de «Lo que nunca llegó».   

Es de suma importancia acentuar que el poeta tiende puentes entre épocas distantes en el universo de su épica; es decir, el poema funciona como una cubierta de buque para que las pasiones, decepciones, derrumbes y esperanzas de diversos tiempos coincidan en un diálogo anacrónico pero fidedigno sobre las mismas incertidumbres y errores de aquellos que alguna vez creyeron en «un futuro», como se dice en el Canto IV: «Siento frío/un anacronismo/ dentro de un anacronismo».

 El hundimiento del Titanic es la bitácora de un libro malogrado; de un manuscrito, con ese mismo nombre, que desapareció cuando fue enviado de la Habana a París por correo postal (Canto IV). En sí, Hans Magnus establece el poema como consecuencia de un manuscrito perdido, lo cual obliga al yo poético (a la voz que habla, al narrador), a través de la remembranza, a un proceso de reescritura. Como se deja ver, no es gratuito que el manuscrito se haya perdido en un viaje de América a Europa en paralelismo-opuesto a la historia base del legendario trasatlántico de la White Star Line; las relaciones entre el tiempo de la Habana, el naufragio real en 1912, otra temporada en Berlín, así como una serie de poemas sobre cuadros medievales cuyo motivo son el fin del mundo y poemas que, sin ser cantos propiamente, funcionan como embragues para modular e indagar en ciertos tópicos, vienen a construir, me atrevo a decir, una super-estructura discursiva donde diversos tiempos, tanto míticos como registrados en la historia (tanto del poema como del mundo), confluyen en una propagación de hundimientos: el ideológico-político, el de 1912 frente a Terranova, el del manuscrito desaparecido, el del hombre moderno, etc.      

El hundimiento del Titanic, el libro de Hans Magnus, cuyos salones están adornados con cuadros de la escuela de umbría, veneciana, holandesa como ventanas apocalípticas ilustrando la idea sobre el inminente final, constituye en sí, como se ha dicho, un naufragio dentro de un naufragio; mejor dicho, la imagen de un naufragio propagándose en confrontación de espejos. Esta disposición estructural y mental del poema eleva al cubo su impacto en tanto tema y forma, haciendo que la composición rebase un nivel lineal y se afinque en los territorios del meta-|   relato (un relato dentro de un relato), lo cual brinda de una extraordinaria modernidad y vigencia a este poema que tanto en su forma y fondo obedeció a las pulsiones de una época en crisis moral; esto es, el edificio lingüístico se erigió desde los discursos que ponían en jaque un momento cultural: la caída de la ideologías del siglo XX.

El hundimiento del Titanic, en cuyos 33 cantos el lector puede sentir la sensación de entrar a uno de los círculos del Infierno de Dante, cuestiona ─sin ser un texto político─ los discursos hegemónicos y económicos que construyen un orden social, donde es necesaria la explotación y abyección del «otro» para la acumulación de riquezas de unos cuantos, poniendo en relieve la paradoja de que los procedimientos que permiten ese sistema serán los mismos que generen su hundimiento.        De tal modo, estamos frente a un libro mayor, un libro-buque de gran altura que ha sobrevivido al gélido paso de las décadas, volviendo a encontrar puerto en lectores de distintas generaciones. Un libro donde Enzensberger desnuda la gran analogía y dilema de nuestro tiempo: el progreso como naufragio; dejándonos la sensación en la boca de preguntarnos: ¿en qué sección del trasatlántico estamos? Y ¿en esta ocasión, después de la enseñanza de la historia, sí habrá botes salvavidas suficientes para todos?

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