El ruido del silencio. Crónica de Julio Zataráin

El ruido del silencio

Julio Zataráin

La vida consiste en esperar a la muerte. Dicen que nadie decide dónde nacer. Otros dicen que, desde el más allá, antes de ser concebidos, elegimos a quienes serán nuestros padres. Muchos dicen que la muerte llega cuando te toca y si no te toca, no te morirás, aunque te pongas. La verdad es que nadie sabe con certeza de dónde venimos ni hacia dónde vamos. Por este enigma esta crónica es dedicada en memoria de Miguel Bojórquez, un vato que vino a Sinaloa a dejar letras y se tuvo que ir al viaje.

Según el cronista Joaquín Blanco, Salvador Novo tenía veintiocho años y no conocía el mar y Carlos Monsiváis a esa edad tampoco conocía Europa. Yo no pretendo compararme con tales personajes, pero, a mis casi veintiocho años no conocía Cosalá ni San Ignacio. Qué vergüenza.

En Cosalá fue donde conocí a Miguel Bojórquez, en el maravilloso festival Poesía en Ruta. Era una caravana de artistas: músicos, poetas, pintores, documentalista y cronista, dedicados a recorrer el estado llevando sus obras a los municipios sinaloenses, organizado por el ISIC.

Fui en calidad de cronista. Salí de Mazatlán junto con la banda que se presentaría en las siguientes tres noches, en los tres municipios correspondientes de esa edición del festival. Después de casi dos horas de recorrido con la amena compañía de don Alejandro, el chofer, y el resto de los músicos, llegué queriendo conocer todo de un sopetón. El camino fue como me lo esperaba, serpenteante y verde y oloroso a yerba. Llegamos al hotel y arrojé mis cosas a la cama y salí al pueblo. Era invierno, pero hacía calor de verano.

Frente a mí la cúpula de la iglesia, la campana, un cerro al fondo, otro cerro al otro lado. Locales de ropa, ceviches y artesanías eran los protagonistas del centro de Cosalá. Pueblo mágico. Turistas comiendo y comprando. A mi izquierda descubrí una tienda Coppel y un perro inmóvil, negro, en el portal. Pensé que pudiera ser uno de esos perros de porcelana que venden en los cruceros, pero luego caminó a buscar una sombra. A mí también me movió el calor y un montón de cláxones que un policía de tránsito no lograba apaciguar.

Un grupo de jóvenes con uniforme de la preparatoria Heraclio Bernal hablaba del evento: va a haber rock. Va a haber poesía. El pintor va a hacer un mural.

El templete esperaba solitario frente al reloj antiguo que indicaba dos fechas por debajo: 1610, 1810. A un costado del escenario, los artesanos llegaron lentamente: prendas bordadas de la mano de Josefina Rodríguez. También estaban las señoras Sabina y Olga, alfareras de Cosalá. El artesano en textiles Santiago García, mostrando sus bolsas y demás objetos de colores. El maestro de artesanías prehispánicas Gregorio Corrales, quien pintaba la cabeza de un jaguar amarillo con rayas negras y don Manuel García, artesano en dulces y postres cosaltecos.

Entre risas, los músicos instalaron sus instrumentos. Probaron el equipo sonido: pégale al bombo, pégale a la tarola, ahora el bajo, el bajo con la batería, la guitarra, el cantante, sigue la trompeta y el saxofón, a ver, ahora sí, todos juntos. Siempre la misma cosa.

Después subió al escenario Miguel Bojórquez y probó el sonido de su guitarra. Era tan ruidosa y desafiante como su cabello chino peinado de librito. Flaco y de mirada insondable como un tragafuegos. Un radical que lleva su mundo a donde va. Vestía de pantalón negro, pegado a las piernas, y las patillas diluidas en la barba rasurada. Un punketo de Culiacán, pensé, como cualquier otro, pero luego se acomodó al cuello una armónica y cuando lo anunciaron, dijo simplemente con el cielo crepuscular detrás de él:

—Yo soy Miguel Bojórquez, voy a tocar un poco de mis canciones —rasgueó su guitarra y parecía nervioso, respiró profundo como diciendo aquí voy–. Esta canción se llama Melancólico —después, en internet, supe que se escribía Melancohólico.

En el escenario estaba también el pintor Dante Aguilera haciendo su obra. Miguel Bojórquez zarandeaba su cabello y cantaba ya dejé atrás mi ciudad con los ojos cerrados y su mano derecha como las patas de aquel toro bravío enamorado de la luna. Pues la vida allá trata mal. Luego los abría, los ojos, y miraba frente a él a la niña viéndolo, atenta, y prefería regresar a la vida detrás de su música. Cada anochecer pienso en volver. La letra siguió y mi mente divagó hasta que sopló su armónica y aquellos rasgueos peculiares de folk punk culichi retumbaron en Cosalá.

Al final, con su Vuelve a casa amigo que me acompañaría en todo ese viaje, nos mostró sus dedos sangrantes.

La sangre en los dedos de Miguel lo habrán de acompañar en el resto de su viaje.

Los niños subían y bajaban las escaleras, en busca de frituras o paletas. La noche culminó su negritud en el cielo cuando Paúl Castro subió al escenario con su mochila, vestido de negro y un celular en mano donde leería Conversación oída en un camión sin aire acondicionado, una obra que nació después de haber escuchado la charla de una pareja de novios en un camión urbano en Culiacán, en pleno verano, en la coyuntura del alza de precios en las tarifas y la indignación de la ciudadanía contra la respuesta de los camioneros quienes decidieron apagar el aire acondicionado en protesta. Dante ya había puesto color a su pintura, un amarillo que envolvía la parte superior. Si yo perdiera el brazo, leía Paúl, justo cuando los músicos llegaron a disfrutar del evento, atentos desde su burbuja de risa eterna. Si tuviera la mitad del rostro destrozado. Si no tuviera nariz. La alcaldesa escuchaba a Paúl con los brazos cruzados. Aunque mi nariz es fea. Leonardo González, el documentalista, no soltaba la cámara por nada. Nariz tengo. Las personas estaban listas para aplaudir. ¿Me amarías? Sí.

Aplausos.

La pintura de Dante ya cobraba forma. Era un niño con gorro. Además, otro poeta entraba en escena: Fernando Trejo. Chiapaneco. Subió al escenario con las huellas de La Bestia marcadas en su piel y con los ojos inundados de migrantes centroamericanos. Estaba en barrio ajeno, ajenísimo a él. Pero sin la cola metida en el rabo. En algún momento me preguntó lo mismo que todos los que nunca han venido preguntan, algo sobre los narcos, y le respondí lo mismo que todos los sinaloenses respondemos, algo sobre el monopolio de la violencia y paz, fugaz y frágil.

Vestido también de negro, barbilla en la piocha y mechón blanco en el copete, con la mano en la bolsa izquierda del pantalón, nervioso, se dispuso a leer una prosa poética haciendo alusión a esa guerra innecesaria, baladí, mediática y simbólica, entre dos países —casi siempre jodidos— que se enfrentan para un espectador trivial hasta los huesos. Hablo de futbol. Desde el pueblo costero de Arriaga, trajo consigo un libro de su autoría que contiene el poema “México contra Honduras”:

En el panteón de Arriaga conocí la tumba de mi abuelo, frente a las vías del ferrocarril. La masa espesa del monte esconde lápidas, ojos, huesos, voces a ras de tierra desprendidas. Esa tarde la selección mexicana de futbol establecía un 4/4/2 ante un tatuado Honduras. La señal de televisión era un mosco zumbándonos sobre las vías y nos daba un rumor de Enrique Bermúdez de la Serna: tuya, mía, te la presto. Atravesamos el cementerio a mediodía. Un campesino desenvainó su machete y rebanó el aire horizontal como si empujara el mar. Hablamos con él y con su boca desdentada nos dijo: las cosas por aquí están muy jodidas, muertas ya, como si en él se edificara una estructura de huesos…

Las personas asombradas disfrutaron de su historia. México es uno de punta a punta, con treinta y dos estados que podrían ser un país mismo cada uno. Fernando terminó con múltiples aplausos. Al fin, algunos jóvenes no resistieron la intromisión de los artistas a sus vidas rutinarias y monótonas y terminaron por irse antes que Guerrilleros Band apareciese en escena. No obstante, el grupo apareció animado y la gente comenzó a mover los hombros al ritmo de la batería, el bajo, la guitarra y los metales.

Ya ganaron con nosotros, dijo al micrófono el hombrecito que se echó un clavado a la alberca helada creyéndoles, inocentemente a los demás integrantes que ya estaban adentro y simularon el frío, que el agua estaba tibia. Afuera esos músicos no hacían más que reírse y platicar entre ellos. En el escenario se miraban tan serios. Ya ganaron mucho con nuestra tristeza. Los niños veían los movimientos del baterista, del guitarrista, el baile de los chicos que tocaban trompeta y saxofón. Hicieron oro nuestra sangre. Finalmente, la noche se completó y alrededor del escenario circulaban motos y camionetas con música de banda como si dar vueltas fuese el entretenimiento oficial de Cosalá. Y llaman mala suerte a nuestra hambre.

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