Everardo Mendoza (1961-2019): un recuerdo

Acercamientos al español de Sinaloa*

Ronaldo González Valdés

El mes pasado falleció el doctor Everardo Mendoza, distinguido lingüista sinaloense quien fuera miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. Lamentamos profundamente su fallecimiento y le rendimos homenaje compartiendo este texto de Ronaldo González Valdés.

Everardo Mendoza Guerrero es un sinaloense, sanignacense para más señas, inquisitivo, curioso y preguntón. El interés por su tierra, por la dimensión simbólica de la vida de la gente de estos lares, le viene de su infancia en la provincia de la provincia de esta parte del Septentrión mexicano. Siendo coetáneos, lo conocí en aquellas lides juveniles en la facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la uas. No recuerdo si entonces participaba todavía, creo que sí, en el grupo de teatro «José Revueltas» que dirigía Rodolfo Arriaga, el Fito, antes de la creación del tatuas con Óscar Liera.

De ahí que sus preocupaciones académicas vayan más allá de la lingüística, que, como se sabe, es su evidentísima especialidad académica. Con Everardo, por fortuna, no aplica rasamente la expresión popular: zapatero a tus zapatos. Narrador, poeta, hombre de teatro en su momento, militante de alguna izquierda, promotor cultural de siempre, un poco historiador, sociólogo y antropólogo, nuestro autor ha cargado su mirada de una experiencia de vida y de un saber complejo, diverso y multiforme.

De ahí también, entonces, que en Como dicen en el pueblo: ¡ya dilo! Acercamientos al español sinaloense (México, Juan Pablos Editores/ Universidad Autónoma de Sinaloa, 2014) aborde temas que van desde la investigación lexicográfica, la fonética, la historia lingüística, el discurso de los medios desde la lingüística y la sociología, hasta la digresión informada e inteligente acerca de la práctica de la lectura, de lo que significa en verdad leer y fomentar el hábito de leer.

En todos los casos, hay que decirlo, se trata de mostrar los resultados de investigaciones en curso, apoyadas en trabajos realizados con anterioridad en un dilatado y organizado ejercicio académico (todavía recuerdo nuestros encuentros, no siempre tersos por cierto, en aquella ágora semitropical del caserón decimonónico que albergó a la bisoña facultad de Filosofía y Letras a principios de los 80). Y en todos los casos el campo espacial de estudio alude a Sinaloa.

Sin respetar el orden de exposición de sus ensayos, destaco, primero, el extenso escrito titulado «Conflicto lingüístico y expansión del español en el norte de México», el mejor estudio que un servidor conoce acerca del telón de fondo histórico que dio contexto a la adopción, diríase más bien adaptación y asimilación, de una lengua: el español de Castilla con todas sus variedades dialectales.

Y aquí está el quid del asunto, y la pregunta que debe intrigar no solo al lingüista sino también al historiador: ¿cómo se constituye una lengua con toda la densidad y variedad léxica, fonética, semántica que la distingue y la caracteriza como un individuo, como un espécimen cultural en el riguroso sentido del término? Partiendo de fuentes imprescindibles como las Cartas de relación de Cortés, los propios Diarios de Colón, la crónica de Bernal Díaz del Castillo, los testimonios inmediatos de las cruentas jornadas emprendidas por Nuño Beltrán de Guzmán, el Apologético defensorio del SJ Francisco Xavier de Faria, hasta las indagaciones ya clásicas de Carl Sauer, Tzvetan Todorov o las más próximas de académicos como el bien recordado maestro Sergio Ortega Noriega o Rafael Valdez Aguilar, para mencionar solo algunas de sus referencias básicas, Mendoza descubre el influjo ejercido por el primer momento, el antillano, de la Conquista, y el segundo, el continental, en la incorporación de voces taínas del caribe y las provenientes del náhuatl en las variedades dialectales de un español, el del noroeste, y más particularmente el de Sinaloa, que inhibió la mayor presencia de vocablos de las culturas aborígenes en nuestra lengua.

La tardía consolidación del español como lengua franca en estas tierras, se explica no solamente por las características de los pueblos indígenas acá asentados, sino muy particularmente por las consecuencias de la labor misionera de franciscanos, y enseguida, de manera relevante, de los jesuitas. El sistema misional, con su modelo cerrado, permitió, en efecto, la aculturación religiosa, pero contuvo la expansión de la lengua oficial. Entendemos, así, por qué la gente del noroeste fue cristiana sui géneris antes que hablante del español. Tuvimos religión occidental antes que lengua romance.

Una de las ventajas de este tipo de libros, es que el lector tiene la entera libertad de seleccionar el ensayo de su interés sin mengua alguna de la comprensión del asunto que se trata en cada caso. El hurgador del pasado descubrirá entresijos de nuestra historia cultural apenas explorados por la historiografía regional en el ensayo del que acabo de hablar, pero el comunicador (y lo digo de nuevo: no solo el lingüista) podrá igualmente hallarse frente a su diván freudiano en los textos de la primera sección, «El español de los medios regionales».

¿Cómo toman distancia de los usos lingüísticos del habla común los profesionales de la radio y la televisión en la región? ¿Por qué un buen número de los comentaristas, presentadores o animadores de los medios locales pintan raya con respecto a expresiones como «dio un palo de vuelta entera», marcando este tipo de expresiones a la manera de: «Como se dice vulgarmente, o como luego dicen, ‘dio un palo de vuelta entera?’». Se trata, como lo dije antes, de un hecho digno de la más legítima investigación antropológica y sociológica: es la «dimensión social» la que explica estas acotaciones. Siguiendo las propuestas de la teoría de la acomodación en la sociolingüística, Everardo Mendoza cita: «Según esta teoría, el hablante varía su habla en relación con la del oyente, bien en un sentido convergente (si se pretende ganar la aprobación de este) o en sentido divergente (si se pretende expresar distancia, desacuerdo o antipatía)». (P. 19.)

En esta misma sección nos topamos con una aguda observación concerniente al uso de las variedades dialectales del español, y que insiste en la crítica a la consagración de las variedades del español del centro del país (o, digámoslo de una vez, de la Ciudad de México), con exclusión de las variedades regionales y locales. Con ello se empobrece a nuestro Después de Babel, diría George Steiner: se oscurece la diversidad que da vida, color, riqueza y vitalidad al lenguaje y, por tanto, a las culturas. Esto no lo dice Everardo, pero yo lo hago decirlo: en última instancia hay aquí una reivindicación del multiculturalismo y una convocatoria al combate de los colonialismos culturales internos y los imperialismos lingüísticos de toda laya.

Vienen enseguida las críticas a los mal llamados manuales de estilo que son, por lo general, libros de normas de redacción, libros que no saben tratar con los usos lingüísticos regionales, que de hecho los inhiben, de plano los prohíben o los permiten solo vergonzantemente, tal y como ocurre en los grandes medios como Televisa. Nuestros comentaristas deportivos locales no pueden hablar de los «plebes bichis» emocionados en el estadio, pero son los primeros en decir «me paro de pie», en irrestricta y chafa mimesis con un despropósito de un narrador del terrible consorcio televisivo.

He aquí una legítima crítica más formulada por Mendoza Guerrero: «el periodista tiene la responsabilidad de usar bien el idioma por la influencia que ejerce sobre el público […] si se es consciente de esa capacidad de influencia […] tal conciencia e interés —escribe nuestro autor— deberían verse reflejados en el sumo cuidado con que se selecciona y actualiza al personal, de la misma forma que los medios demandan y exigen que se haga en el sistema docente».

¿Quién educa al educador?, preguntaba Marx en sus Tesis sobre Feuerbach. ¿Tienen corporaciones como Televisa, sí, esa misma que se ha dedicado a defrenestar, con justicia o sin ella, a los docentes mexicanos y su gremio, una responsabilidad en nuestra debacle educativa? Y, como consecuencia, vale la interrogante: ¿qué papel tiene el lenguaje televisivo, su uso, sus prohibiciones tácitas o explícitas de las variaciones dialectales regionales o locales y la permisividad con que aceptan y hasta consagran chabacanerías como el «tirititito» de un tal canino apellidado Bermúdez o las de un narrador que cada 15 minutos se «para de pie» frente al micrófono?

Hay en los textos de Everardo Mendoza rigor metodológico y técnico, hay subrayadamente congruencia teórica, al reivindicar en la sección «Lexicografía regional» la existencia de una zona dialectal del noroeste, y más específicamente de Sinaloa, en la cual no se hablan «sinaloensismos» ni «sinaloísmos», sino se hace uso del «español sinaloense» no como un habla marginal o no estándar: aquí se habla un español que tiene la misma dignidad lingüística y cultural que el resto de las variedades del español de México y de la capital del país.

El libro contiene dos apartados más, tan pertinentes como los anteriores, el relativo a la fonética sinaloense (interesantísimo para explicar nuestro Mazatlán pronunciado como Majatlán) y el concerniente a la lectura y la escritura para el conocimiento, que incluye no solo consideraciones acerca de la verdadera experiencia lectora, de la revolución que significó la práctica de la lectura en silencio, sino también propuestas programáticas para el fomento de la lectura como tarea pública y social de primera importancia.

Para finalizar, y Como dicen en el pueblo: ¡ya dilo!, y lo dije. He dicho, pues, plebes bichicuros y cuisuquis que se la pasan de chilebolitas en la plazuela corre y corre como chureas.

*Este texto pertenece al libro Dispersa andadura (ISIC, 2018).

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