La épica del momento, de Jaime Mesa

La épica del momento

Jaime Mesa

Prólogo

A nadie matan por decir lugares comunes. El evento estaba lleno de periodistas, editores, fotógrafos, todos aquellos que escarban alrededor de la violencia que en México ha pasado de ser algo terrible a una mala broma. Sin embargo, cinco éramos los que teníamos los micrófonos a tope de los reporteros que trataban de sacar la nota. Estaba la novelista para señoras que, un día investigando para su siguiente novela, se había encontrado en Passaic, New Jersey, con la historia de una pandilla de niños poblanos que murieron en un linchamiento. Dejó la literatura rosa y, nadie sabe si lo escribió ella o le pagó a un reportero muerto de hambre, publicó una larga novela sobre aquellos cinco, Los Payasitos de Passaic. Ganó la primera edición del Premio Nuevas Fronteras para literatura social que empezó a entregar la asociación de periodistas del país.

También, asediado infructuosamente por las grabadoras, rondaba aquel fotoperiodista que sabía absolutamente todo sobre el narco en Guerrero pero nada más. Ni siquiera había terminado la secundaria. De afanador en un periódico había escalado a fotógrafo, habían matado a uno esa semana, y su ojo fresco y su actitud campechana le valieron una serie de portadas que hasta la fecha se exhiben en una galería alternativa de la Ciudad de México. Le gustó aquel nicho medio familiar, medio de amigos, en donde se sentía cómodo y al que solo le bastaba parar la oreja y estar en donde tenía que estar, por suerte o por anticipación. Su ignorancia era tal cuando lo sacaban de su medio que la gente lo confundía, por la actitud y vestimenta, con el mismo afanador de cuando era joven. El recuento novelado de su experiencia le había valido la segunda edición de aquel premio.

Otro era un colombiano. Claro que sí, el premio era internacional. Era un junior que se había topado con una historia de amor entre dos miembros de las FARC. Y, además, se había “arriesgado”, desde París, a contarla. Estuvo nominado a varios premios en Europa y cuando lo conocí supe que su visión aniñada e ignorante sobre un conflicto tan profundo que para él era mero contexto, lo parecía incomodar.

El que me pareció inmamable fue el falso norteño. Había escrito una novela sobre Guanajuato en donde un adolescente, sí, desvencijado por la sociedad, sin educación, que odiaba al padre y amaba a la madre, se volvía líder de una banda de roba autos. El deslinde no era la violencia, sino la búsqueda de la identidad norteña en medio de la barbarie. Era novelista y solo hasta su octava novela le había pegado.

El último ganador era el peor a mi gusto. Un académico que había descubierto un nicho: los mecánicos de camionetas dentro del narco mexicano. Su corta estatura era inversamente proporcional a su ego: lo escuché decir que ahora que a las editoriales les interesaban las historias de violencia él sería el rey porque había trabajado durante años como burócrata en una oficina de la Policía Federal. Su novela era una lenta y mal armada novela (que en realidad era una crónica en tono de ficción pero que por el hecho de haber cambiado los nombres había escalado a novela) sobre el ascenso de un chafirete a mecánico general de un cártel.

El asunto con todos ellos, se lo había escuchado decir a un periodista en el baño mientras aspiraban coca en un privado, es que a ninguno lo iban a matar por sus novelas. “A nadie matan por decir lugares comunes”, dijo. Entonces, ese aire de invulnerabilidad, distanciados a años luz de los periodistas que a diario mataban en las calles, generaba una fuerza de atracción y odio constantes. ¿Quiénes eran esos sabelotodo que en sus momentos de ocio habían escrito una novela sobre los temas verdaderos en este país? ¿A cuántos de ellos les habían matado a alguien? El mejor librado era el fotorreportero que, al menos, vivía en donde transcurría su novela. ¿Pero los demás? Y ahí estaban, cada año surgía uno nuevo. Extraños soldados de un ejército que se atrevían a embonar y engarzar todas las historias que a los reporteros del día a día se les evaporaban entre la inmediatez del periódico. ¿Quién tenía tiempo de escribir una novela si nos estaban matando? ¿Quién podría ponerse a pensar en una historia si los malos habían amenazado a su familia?

La gran paradoja es que la asociación de periodistas había creído necesario instaurar aquel premio, como si México no fuera el país de los premios literarios, como una manera de agradecer ese género raro y vendible del “periodismo narrativo” por el cual más de uno de ellos había podido entrar a una editorial de grandes ligas. Corría el rumor de que el premio era, en realidad, de una editorial choncha, sobre todo porque en sus años, salvo el triste fotoperiodista, nadie más que escritores, con trayectoria o sin ella, lo habían ganado.

Los periodistas de a pie estaban entre indignados e hipnotizados. Veían a la señora novelista con recelo hasta que les empezaba a hablar, hasta que se subía al estrado y se aventaba un discurso que de tan cursi resultaba entrañable. ¿Por qué mis notas están escritas como a la carrera y a pesar de tanto dato duro y tanta dramatización de los hechos no le importan a nadie? ¿Por qué aquellos pergeñan un par de historias, a veces las más light pero también las más duras y se venden en Sanborns?

Como se verá, el ambiente en esos premios siempre resulta ambiguo, pero como hay alcohol y sirven un bife de chorizo de antología, me habían dicho, la gente va. Si dios hizo a los escritores y a los periodistas para estar separados, en esta fiesta anual se juntan.

Mi nombre es Jacobo Becerra y mi novela, el motivo de esta introducción, narraba las peripecias de Tanit (o Emma como la llamaba mi mujer) desde que su familia es desplazada de la sierra de Guerrero por el narco hasta Acapulco. Yo había vuelto de Berlín para recibir la nueva edición del premio. Tenía tres novelas publicadas y la cuarta había sido abandonada por mi editor, aunque ya estaba escrita y lista, porque no tenía el “factor social” ni comercial ni mediático de lo que ahora estaba escribiendo.

Recuerdo que cuando llegué al lugar nadie me reconoció. Durante una hora, quien me había invitado no aparecía por ninguna parte. Deambulé tratando de reconocer a las personas usuales en los cocteles literarios pero no había nadie. El paisaje estaba cambiado por completo. Incluso, supe después, a los reporteros de a pie les “cierran la puerta” simbólicamente porque es un asunto serio que los editores y gente de otras áreas cubrirán. No es un concierto ni una presentación de un libro ni alguna pendejada cultural, según me dijeron. Es el homenaje que los periodistas de todo el país les dan a los valientes que cuentan temas reales disfrazados de ficción.

Después de la primera charla con un periodista de Tamaulipas sentí terror. Había hablado tan mal de los ganadores anteriores que cuando llegaron los insultos velados para “el de este año” yo estaba un poco anestesiado. “Pinche aprovechado, te juro que ese cabrón nunca ha estado en una balacera en Acapulco y se atreve a escribir de eso”, dijo. Sin presentarme, seguí bebiendo mientras mi mano flotaba en el bolsillo de mi saco jugando con las llaves de mi casa. ¿Por qué vine solo?, me pregunté en algún momento. Claro, porque me da una pena inusitada que los escritores de verdad se burlen de mí, de que había escrito una novela, ellos lo sabían, de la que no sabía nada.

“Leí su novela y es una puta mierda. Sobre todo porque luego de aventarse un tema así salió disparado, huyendo, a Europa a vivir. Mírenme, yo hablo de los malos y sigo viviendo en mi estado”, dijo envalentonado un reportero que, luego identifiqué, llevaba la fuente de Veracruz para un importante diario.

¿Cómo lograr, entonces, una empatía con todos ellos? Yo se lo había dicho a mi agente, “no voy a ir a México de nuevo”, pero el premio era de 100 mil dólares y en eso los agentes son irreductibles: “has ganado mucho dinero pero puedes ganar más”.

Con miedo, aunque estábamos en la Ciudad de México y mi agente había contratado a dos escoltas israelitas discretos y eficaces, disfruté de alguna manera ese tiempo del fuerte escarnio que la literatura que yo hice propiciaba en ese gremio. “Sí, cabrón, a ti te leen 20 millones de personas por día pero te olvidan al anochecer”; “sí, huevos grandes, tú has estado en tiroteos del narco pero a mí me reconocen en la calle y, bueno, antes de lo que me pasó, que es anómalo, no me disparaban”.

De alguna forma me sintonicé con los otros escritores que habían ganado el premio antes que yo y por más que pude no logré empatía con los periodistas. De grupo en grupo mi presencia se hizo visible. Evité, por supuesto, a los iniciales, y me concentré en los directores de periódicos o medios audiovisuales que, al saber de mí, me saludaban. Eran más tibios por sus compromisos corporativos y de inmediato se interesaron en mi novela. Sufrí mucho más que con los otros. ¿Cómo decirles o confesar que de números, historias, o anécdotas al límite no sabía absolutamente nada?

“Vi en una entrevista que casi te matan por esta novela”, me dijo uno, a lo que el resto paró oreja de manera predecible pero teatral. Dije cualquier cosa y lo que más temía es que alguno de aquellos me preguntara por mi posición respecto a la temperatura del país. Los escritores de ficciones hablábamos de nosotros y de nuestras preocupaciones íntimas. ¿Éramos nosotros mejores por no insistir en ese campo inexplorado y temporal que tanto les preocupaba? ¿Éramos mejores porque podíamos extender e interesar, con nuestras herramientas literarias, al lector con algo más que el morbo que los otros usaban? ¿Mientras a estos periodistas los olvidaban nosotros quedaríamos para contar la historia? Mi silencio auguraba, entonces, un gran discurso. Poco a poco noté cómo todos a mi alrededor dejaban de insistir y se preparaban para lo siguiente. El clásico discurso del ganador recaería en mí. Y una vez olvidados los otros ganadores, y consecuentemente sus libros, el éxito del momento era yo. Por un momento pensé cambiar mi discurso y enfrentar todo ese resentimiento con el que mis ideas se habían modulado. Al diablo todos los que se preocupaban más por el tamaño real de la herida de un AR-15 que por la condición humana. ¡Apártense entonces para que nosotros empecemos a vender libros y, quizá, a la larga logremos conectar lo que enferma con lo que cura!

Con ese espíritu soberbio y desvencijado me subí al estrado. Durante veinte minutos un par de periodistas hablaron de mi historia personal mucho más que de mi novela. Resumieron mis memorias, Desplazados y escarbaron en las razones desesperadas de mi residencia en Berlín. Todos aplaudieron al final, a pesar de las miradas salvajes que muchos me dedicaban al darse cuenta de que habían hablado de más cuando yo era un don nadie. Vi a mis antecesores, un puñado, igual, de idiotas que se habían aprovechado, como los tristes periodistas, en la épica del momento, aplaudirme y no me contuve para, antes de levantarme, hacerles una seña del más dramático y espectacular chinguen a su madre.

Caminé eufórico hacia el pedestal de madera en donde se encontraba un micrófono. Miré hacia todos lados, obviando a los presentes, devolviéndolos a una colectividad sucia y atascada que estaba fuera de mí y empecé. Me contuve y guie mi discurso sobre los temas puntuales que había preparado. Era el prodigioso escritor de Desplazados, la novela que más había vendido de entre todos esos pobres perros y que, además, sería recordada durante mucho tiempo simple y sencillamente porque ni estaba publicada en papel revolución ni en los cientos de millones de bits olvidables del internet. Estaba ahí y había ganado. Había navegado hasta las zonas más oscuras de una familia de Guerrero y en muchos países, además del nuestro, pensaban que yo hablaba con verdad sobre el tema.

Mi discurso caminó durante veinte minutos sobre el lento y trágico proceso de aquel horror que todo el país sintió con la aparición del Mochaorejas, hasta los memes con que eran referidos quince personas colgadas de un puente en La Paz. Éramos el país de la burla. Nos habíamos alejado de aquella consigna de “en México nos burlamos de la muerte” de nuestros ancestros inmediatos para sumergirnos sin pena en el “en México somos unos putos cínicos”. ¿Por qué nos daban gracia los descabezados? ¿En qué momentos habíamos renunciado al horror elemental para pasar a una naturalización de la mierda? ¿Por qué seguíamos todos aquí contando cosas temporales, con nombres cambiados, con una letanía de sumisión o una altanería, mucho más pendeja, de “conozco el funcionamiento del narco” pero sigo siendo el mismo pendejo que no hará nada? ¿Por qué estábamos aletargados por esa mitología triunfal de la información? ¿Creo yo que escribir sobre desplazados cambie las cosas? La literatura y el periodismo y la ciudadanía están rebasadas, dije. La gente en sus asientos se movía, otros tosían, el silencio era un perro furioso a punto de atacar.

De pronto, alguien del público despertó. Sin mediaciones se levantó y gritó que yo era una mierda. “¡La mierda eres tú, cabrón!”, le grité en automático. Tomé el micrófono, salí de la seguridad del pedestal de madera y caminé hacia la voz que no contenía un cuerpo. “¿Crees que eres mejor porque tu versión es más barrio que la mía? ¿Porque tú sí sabes qué pasa con el narco, pendejo? Entonces más pena me das tú porque sabes y nada cambia. ¿El gobierno es más poderoso que tú? Chinga tu madre. Yo no sé ni madres de tu puto problema ni de los desplazados de este país y cada página mía vale el doble que la tuya. Escribí algo que te rompe los huevos si lo lees. Pero tú eres la voz de los malos porque cuentas su mierda. Y me voy a mear en eso. Ya no asustan a nadie tus muertos”.

Mientras cantaba mi letanía enfurecido, miraba a los otros ganadores que, encrespados o tímidos, se ponían de mi lado sentándose en el filo del asiento. Era eso o probablemente estaban a punto de correr para no ser linchados. Era solo que habían pasado ya muchos meses escuchando esa cantaleta aturdidora o recibiendo elogios por un libro que ni era mío ni me interesaba escribir. Pero había ganado un premio. Un premio que ellos mismos me habían dado y, yo creía, mi comparación entre el horror del Mochaorejas y los chistes de los descabezados eran nuestra verdadera temperatura. ¿En qué momento empezaron a darnos igual los muertos aquellos? Yo lo sabía. En el momento en que nos creímos que esa mierda que los malos hacían debía ser perpetuada como las acciones de un Aquiles. Nos volvimos unos pútridos escribas de los dioses, de los semidioses, de guerreros salvajes escribiendo su historia.          

Y como nunca, ni con la escritura de esa novela sin fin e irresponsable que había escrito, logré conectarme con ella. Cuando terminé, mientras los aplausos se retrasaban, y de reojo veía la angustia de los organizadores de ese premio, supe que a medio camino, desde la nostalgia y desesperación del inicio de esta historia hasta el final donde me refundí en el primer mundo para soportar el infierno mexicano que a ninguno de los más de cien millones de cabrones le importa, vi, de manera anticipada y sin poder nombrarlo, que esa novela en realidad hablaba de mí. Y que hablando de mí, lo había logrado, hablaba de toda esa puta piltrafa que a los pocos minutos me aplaudía y vitoreaba. “Estamos tan enfermos de lo mismo”, pensé, mientras volvía al estrado y estrechaba todas y cada una de las manos flacas y sudorosas que le habían dado a una novela ajena, que yo había escrito por mi mujer y de la cual mi agente seguía pidiéndome cosas. La épica del momento. Aquellos haciendo su épica del momento como todos. ¿Quién se resistiría a hacerla si le contaron una historia, si conoció a uno que estuvo en donde alguien le dijo algo? La clave del triunfo es esta: escribir sin dolor (porque el verdadero dolor es que degüellen a tus hijos frente a ti) una historia que le ha dolido a alguien, aunque sea ficción, y ponerte a cobrar las regalías. Sin miedo, frío, justo como un sicario mata a su primer cabrón y tiene culpa y placer al mismo tiempo. No se hagan pendejos. Contar la mierda y que te la aplaudan allá afuera, si fuéramos gentes, nos propondríamos el suicidio. Pero somos novelistas. Y a los novelistas nadie nos mata pero aparecemos en las listas de mejores libros del año.

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