Licencia poética: La poesía en Sinaloa durante la segunda mitad del siglo XX

La poesía en Sinaloa durante la segunda mitad del siglo XX

Víctor Luna

I

Después de la muerte de los poetas Gilberto Owen y Enrique González Martínez (ambas en 1952), la poesía sinaloense entró en una gran crisis que se extendería por varias décadas. Owen y González Martínez son considerados por la crítica literaria y los historiadores de la literatura como poetas sinaloenses, debido a que González Martínez empezó a escribir su obra poética en Sinaloa, ponderando su paisaje en sus versos, y a que Owen nació en un pueblo del mismo estado.

La crisis en la que se sumió la poesía sinaloense no fue un fenómeno que solo se haya dado en nuestro estado, sino que también se extendió a gran parte de México, puesto que después de la muerte de los grandes poetas de la generación de Contemporáneos (muerte física o silencio autoimpuesto, que casi es lo mismo), la poesía mexicana solo tenía en Octavio Paz a un poeta de verdadera grandeza y él mismo se iba a encargar de probar su valía como poeta con la publicación en los cincuentas de Piedra de Sol, su obra capital y sin duda el poema más importante escrito por un poeta mexicano. Pero si la poesía mexicana, como decían los ingenios que nunca llegaron a críticos literarios, “descansaba en paz”, la poesía sinaloense no participaba ni siquiera de lo benéfico que pudiera sugerir esa frase, porque en los cincuentas se estaba escribiendo una “poesía” tan mediocre en Sinaloa que resulta muy difícil encontrar buenos versos en todo lo que se publicó a partir de esa década en el estado. Si acaso podemos ser generosos como “críticos literarios”, siguiendo la sugerencia de Mairena, y debido a nuestra excesiva generosidad podríamos rescatar aquellos versos de Alba de Acosta que dicen:  

Luz de luna sobre el pecho
Flor de mar sobre mi frente
Y en la rambla de mis sueños
Tus palabras como ascuas

Aun así, nuestra generosidad nos permite decir «¡qué pobreza¡» Mientras que en Francia aún había grandes poetas escribiendo bellos poemas, como Paul Éluard, Jaques Prévert, Char y otros, y en Norteamérica estaban los beatniks creando un verdadero movimiento artístico e impulsando la contracultura que desembocaría en la monstruosidad del gran Charles Bukowsky, nosotros en Sinaloa teníamos a Alba de Acosta con su Puerta de Soledad, libro escrito en los cuarentas, perdido en un incendio, según la leyenda, y rescatado por las amistades de la señora de Acosta. Pero no solo teníamos a la poetisa que escribió:

Puerta de Soledad.
Infinita espera de mi puerta.
Siempre sola.

Hay más “poetas” en esa década y uno de ellos es Carlos MacGregor Giacinti que, aunque nacido en Tabasco, los historiadores de la literatura en Sinaloa y los redactores de diccionarios de artistas sinaloenses lo adoptaron como poeta del terruño.

Los versos de MacGregor Giacinti eran para juegos florales y para quedar bien con un pueblo enfiestado y con los políticos que los escuchaban. Es muy probable que el presidente municipal o el gobernador de Guanajuato hayan aplaudido entusiastamente los versos que dicen:

Romance revolución
Que dice: México. Y tiene
Para el rojo de los labios
Sabor de guayaba verde.

Estos le valieron a MacGregor ganar la Flor Natural en los juegos florales del 37 verificados en Guanajuato. Desde ese entonces ya andaba en esas lides don Carlos MacGregor, hilvanando versos demagógicos y con gran pericia rimando sobre las cosas que llevó a la poesía, con tanta eficacia, por vez primera, el gran López Velarde. 

Carlos MacGregor Giacinti fue un temible competidor de juegos florales, pero también un tremendo y prolífico escritor. Publicó numerosos libros de versos, entre los que destacaremos, solo por referirse a Sinaloa los títulos Señora Sinaloa, Las músicas del puerto, El romance del Quelite y la obra de teatro en verso titulada Huey Colhuacan.

A finales de los cuarentas, para ser más preciso en 1949, Macgregor Giacinti aun escribía con el estilo de Díaz Mirón:

Hoy gusto de tu ser en la agonía
De mis cinco sentidos:
Y el espíritu de ellos,
Es un celaje que encontró la muerte
Bajo un ascua de soles vengativos.

Como observamos, a los poetas de esa época les gustaba la palabra “ascua”.

Por ese entonces también hacía poemas Chayo Uriarte, quien escribía versos tan torpes y cacofónicos como: blancas cascadas sonoras, pero era capaz de componer un poema gracioso que conserva la simpatía de lo coloquial y se mueve perfectamente en el registro del tono menor tan difícil en poesía:

SOLA

Es la hora de la siesta, lánguida y tibia.
Corrí los visillos;
Mas un rayo tenaz, que se ha filtrado,
Dibuja en el piso rombos amarillos.
Estoy sola en la casa.
He dormido un poco.
Abro un libro…y otro.
Empiezo una historia de un enamorado
Que se volvió loco.
Mohína, cierro el libro.
La historia es ya vieja.
Yo preferiría algún cuento de hadas,
Alguna conseja…

Camino hasta el patio.
Curiosa, me acerco a la reja de hierro.
Se levanta el perro.
Le acaricio el cuello y le llamo hermano.
Así lo haría —digo— Francisco de Asís.
El perro me entiende
Y muy serio y muy grave, me tiende
La mano.

Son la cinco.
Pienso: “En algunas partes es esta la hora del té”.
Me miro al espejo
Y encuentro
Que tengo los ojos de color café.

Ando por los cuartos.
Abro los roperos.
Hallo cartas viejas. Álbumes enteros.
Listones y cintas. Revuelvo una cómoda.
Cuento mis sombreros.

Me pruebo unos viejos zapatos de raso.
Sin venir al caso
Recuerdo
Que hay un río azul bordeado de huertas
En el pueblo quieto donde yo nací.
Reviso las chapas de todas las puertas.
Prendo un cigarrillo.
Miro que el cerillo que he tirado al suelo,
Arde todavía. Es que alguien que quiero,
Se acuerda de mí.
Ya voy y ya vengo.
Llego a la cocina.
No hay nada.
Ni fuego. Si acaso, olor a jabón.
Un libro de misa que olvidó la criada.
Bajo la alambrera se asoma un ratón.
Chillo.
Grito. Corro.
Quizá me decida a pedir socorro.
El perro se asusta. Se vuelca una taza.
Me subo a una silla.
No es cosa sencilla.
El quedarse sola —tan sola—
En la casa.

No es cosa sencilla hacer poesía y Chayo Uriarte parece lograrlo en estos versos. El ritmo es pegajoso, la Silva de Uriarte es hija legítima de esa poesía que empezó a escribir Othón y que Díaz Mirón llevó a las alturas del mal gusto con su famoso “Paquito”, pero Chayo logra enternecernos y hacernos sus cómplices. El poema destila un extraño erotismo. Estamos espiando a una muchacha que está sola en su casa y ella finge no saberlo, o al menos eso parece. Sin embargo, la carga erótica se mantiene; nunca lo dice y eso es lo erótico, pero nos parece que se probó un vestido cuando abrió los roperos, mas no halló con que rimar el hipotético verso: “me pruebo un vestido, mientras me desnudo…”

Alejandro Avilés es quizá uno de los pocos poetas que tuvieron el talento y el tiempo para crear una obra interesante y de cierta belleza lírica cuyos inicios se dieron en los cincuentas. Pero Avilés es un poeta que tardó en madurar aunque en sus primeros versos haya mostrado un admirable talento poético. Situado en sus coordenadas espacio-temporales, podemos decir que Avilés es uno de los mejores poetas que empezaron a publicar su obra en los cincuentas. Su poesía es suave, melancólica, aunque por momentos tiende al preciosismo y cae en el lugar común. Sin embargo, era difícil en aquellos años, si no se era un genio poético, huir del lugar común y crear una poesía original. Los libros eran caros, las novedades literarias tardaban en llegar a la provincia, no había internet etc.

Sí, esas podrían ser las causas de la crisis en la que había caído la poesía sinaloense o también podría haber habido solo una causa: en Sinaloa durante los años cincuentas no había un solo poeta digno de ese título. Pero como somos generosos y la crítica literaria no es malaleche, como dijo el sabio Juan de Mairena (a pesar de que muchos en Sinaloa lo crean así y caigan en lo que Paz señalaba: la maledicencia o el ninguneo), seguiremos comentando la obra de escritores sinaloenses a los que llamaremos por mero convencionalismo y comodidad “poetas”.

El caso de Alejandro Avilés es interesante. Empezó muy bien publicando poemas que incluso merecieron ser antologados al lado de los de González Martínez, Owen y otros poetas de mayor talento que Avilés.

Las rosas de tu vida
Encienden la corona de mi muerte.

Estos versos ya tienen algo de poético, y la tímida audacia con la que el poeta escribe la siguiente cuarteta ya nos muestra a un poeta en ciernes:

Ven a iluminar mi playa,
Muchacha, muchacha,
Con tu luna de geranios
Abierta en azul.

El verso de Alejandro Avilés es ya verso libre y posee un ritmo que el poeta cuida con esmero para no caer en el prosaísmo de los que no tienen la habilidad de dominar el verso libre.

En la próxima entrega seguiremos hablando de la poesía en la segunda mitad del siglo XX en Sinaloa.

Ficha del autor
Víctor Luna. Poeta y ensayista. Próximamente se publicará su antología Palabras al viento.

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