Siempre en dirección al océano, de Sergio Ceyca

Siempre en dirección al océano

Sergio Ceyca

My baby ain’t coming home:
he’s lost at sea.
Anna von Hausswolf

La primera vez que llamó fue para anunciarme que no regresaría. Por más que buscaba, no había razón para hacerlo.

La segunda vez me pidió perdón por no saber cómo recuperarse. Había conseguido trabajo en una pescadería pero cada vez que agarraba un pescado pensaba que poco antes, unas horas quizá, aún fluía con vida por el agua salada, y eso le impedía abrirlos y sacarles las entrañas para transformarlo en filete.

—¿Acaso nosotros también tenemos que transformarlos en eso? —me preguntó con voz entrecortada—. En el océano se originó la vida. ¿Nunca has sabido que su agua ayuda a cicatrizar a las heridas? Cuando llegué a esta ciudad y lo vi por primera vez entendí que no podría regresar a esa oficina a seguir rodeado por torres de papeles. Lo curioso es que el trabajo que odiaba fue el que me envió aquí. Desde niño soñaba con los monstruos que viven en sus profundidades, abrazados por la oscuridad, los monstruos hermosos, o en los barcos, en el fondo, habitados por arrecifes.

Las siguientes llamadas (ya no recuerdo cuántas) se han perdido entre problemas. Mi jefe me dijo que en las últimas semanas he andado muy distraída: o me concentraba en mis responsabilidades o tendría que prescindir de mí. Como si el trabajo en el banco no fuera todo lo que tengo; como si hablar (y a veces salir) con mis compañeras no fuera lo único que me distrae. Como si las llamadas en las que me cuenta que está sentado en el rompeolas no fueran lo único que me brinda esperanza.

Todos me recomiendan buscarme otro novio: mi padre lo hace en la casa y mis compañeras de trabajo, en la oficina. «¿Cómo puede ser que un hombre se “pierda” al conocer el mar?», me reclaman. «¿Qué clase de pretexto es ese para abandonar a tu pareja? Tienes que pensar mejor las cosas», me reprochan. «Sí, vivimos en medio de las montañas de hierba muerta, solo unos ríos contaminados atraviesan la ciudad, pero nadie va al puerto y se enamora perdidamente del océano al grado de no regresar con su novia».

Mis compañeras me sugieren, mirándome con severidad, que le pregunte si hay otra mujer. Yo no deseo saberlo.

***

Hace unos días me dijo que dejó la pescadería y ayudaría a un pescador anciano que se lanza al océano en una lancha de madera mohosa:

—Me gusta trabajar metiendo las manos al agua. Despertar temprano, también. ¿Por qué alguien querría pasar su día en un lugar plástico, donde uno pueda sentir que la lluvia y el sol?

Hoy me ha dicho que ha decidido embarcarse. Necesita sentir la fuerza del mar. Le pregunté por qué no se tranquiliza. ¿No estaba disfrutando su nuevo trabajo?

Me reniega.

—No me entiendes. Recuerda que cuando aún trabajaba para el notario me la pasaba teniendo ataques de ansiedad, no podía tener una sola noche de sueño profundo; y ahora eso se ha ido. Mi cuerpo es uno con el mundo, ¿por qué no puedes entenderlo?

Tuve que alejar el teléfono de mí para respirar tan profundo y sentí que para tranquilizarme necesitaría todo el oxígeno del mundo. En lugar de gritarle, le pregunté si tenía planes de que yo me fuera a vivir con él. En ese momento rio: no tiene dónde caer muerto, ¿por qué iba a hacerlo?

—Necesitas disminuir tus ambiciones femeninas. No todo en la vida se trata de vivir bajo un mismo techo compartiendo los infortunios.

Ya iba a reclamarle cuando hizo una pausa (entendiendo el error de su arrogancia) y me dijo que tenía que vivirlo solo.

—Te extraño, por eso te marco todo el tiempo.

Le dije que yo necesitaba que estuviera a mi lado; que las cosas se iban complicando. Y, como siempre, en lugar de escuchar lo que le estaba diciendo, regresó a sus problemas.

***

Muchos días sin llamadas y sin que responda. Observaba el teléfono como si fuera a derretirse en mi mano y a quedarse pegado a mis dedos, como si en cualquier momento fuera a vibrar y, antes de que pueda responder, explotara en mi mano.

Decidí buscarlo. Mientras iba en el autobús encontré extraño cómo las montañas van quedando atrás hasta que todo se vuelve praderas y tierras de cultivo, en cuya orilla aparece el océano como un pensamiento inquietante, primero débil, pero que va cobrando fuerza al acercarse a la carretera. Al llegar al puerto no sabía a dónde ir. Intenté reconstruir sus llamadas telefónicas. Me dirigí hacia al mercado local. Con una fotografía pregunté en todos los puestos si lo conocían. El olor a pescado me mareaba.

Cuando finalmente un hombre me respondió que sí, que había trabajado ahí algunas semanas, no me gustó que me mirara con desconfianza antes de preguntarme quién era. Le dije la verdad.

—Este chico llegó un día y me pidió empleo. Sonaba muy determinado y se la pasaba diciendo que se sentía mejor que en su empleo anterior, pero una tarde no volvió —me tendió unos billetes—. La última paga. El muchacho me preocupa.

Pensé que ahí iba a pasar directo al segundo empleo pero tuve que caminar por la arena acercándome a aquella parte de la playa donde las lanchas estaban tiradas sobre la arena.  Me quité los zapatos para caminar descalza. Cómo hubiera deseado que él estuviera conmigo llevándome del brazo, mostrándome su nuevo mundo, protegiéndome de las gaviotas. Escuché el pegajoso golpetear del agua contra la tierra esperando que él estuviera ahí, que aquel lugar fuera del que me llamaba siempre. Pero solo encontré una lancha y un señor, ya anciano, fumando.

Le enseñé la fotografía. Lo conocía, trabajó con uno de sus amigos y me dio su dirección. Volví a caminar. Era una casa pequeña, sin muchas decoraciones, con bolsas en las ventanas en lugar de cristales.

—Trabajó conmigo hasta que los del barco llegaron prometiéndole las zonas más profundas. Ese muchacho está obsesionado con el mar, más de lo que debería, y eso no es sano. Ya debe de estar de vuelta.

—¿Y dónde podría encontrarlo?

—Durmió aquí varios días, en una esquina, usando de almohada su mochila y con una cobija para cubrirse del frío. Pero desde que zarpó el barco, ya no lo sé.

Otra vez respiré intentando aspirar el mundo, eliminarlo, y el pescador se me quedó viendo.

—¿Eres su hermana?

Le expliqué la situación en la menor cantidad de líneas posibles. Cada vez que la contaba me sentía más tonta. El hombre me ofreció una cerveza, la cual rechacé.

—Ese muchacho está perdido dentro de su cabeza. Quizá lo mejor para ti sea buscar a alguien más.

Con miedo le pregunté si tenía a otra mujer en el puerto. Me dijo que él no sabía.

—A veces no llegaba a dormir, pero también en más de una ocasión lo descubrí durmiendo en la playa, a la orilla de la balsa.

Por suerte pudo decirme dónde buscar al dueño del barco. Lo encontré en un restaurante de mariscos comiendo junto a más personas. Claro que lo conocía. Y claro que desconocía dónde estaba.

—Maldito chico ausente, bueno para realizar el trabajo pero siempre en Júpiter o en Saturno. A veces se quedaba mirando por la proa hacia el horizonte como si en cualquier momento fuera a tirarse al agua. Al desembarcar no sé para dónde habrá agarrado.

Volví a caminar por la playa con la esperanza de encontrarlo mirando el océano. En unas horas ya la había recorrido de ida y de vuelta. Estaba anocheciendo y no sabía dónde iba a dormir. Tenía la esperanza de que fuera con él para quitarme el antojo del sudor del carnicero que conocí en aquella fiesta con mis amigas: un chico de la tierra que siguió marcándome y a quien ignoré porque yo tenía una responsabilidad y no podía cumplirla.

No pude más. Me senté en un rompeolas a llorar como si quisiera petrificarme y volverme parte de él, con tal de no tener que regresar a la oficina, a las responsabilidades. Y en eso sonó el teléfono. Por primera vez en muchos días estaba sonando. Así que contesté. Antes de que pudiera hablar me dijo que la vida en el barco había sido muy buena, por primera vez en su vida se sentía conectado al planeta.

Le pregunté dónde estaba. Hizo como que no me escuchó y siguió hablando.

—Quiero ser un pescado. Necesito agua, no oxígeno. Quiero ser uno con el océano, ¿me entiendes?  

—¿Dónde estás?, ¿dónde estás? Necesito encontrarte antes de que anochezca. Necesito estar junto a ti. Necesito que dejen de temblarme las manos —le grité y como una vez más me ignoró, no supe qué más hacer. Necesitaba detener la marea de emociones, así que tiré el teléfono y lo vi a lo lejos sumergirse en el agua. Ojalá que el mar se lo regresara después, su adorada conexión con el mundo. Me olvidé del teléfono para seguir llorando y, tras limpiarme las lágrimas con la manga llena de arena, me dije que ya era hora de regresar a la tierra.

Ficha del autor
Sergio Ceyca (Culiacán, 1990). Ha publicado la novela No tendrás perdón (ISIC, 2018). Estudió leyes en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Fue beneficiario del Programa de Estímulos para la Creación y el Desarrollo Artístico de Sinaloa durante 2018. Se ha desempeñado como reportero en diversos medios electrónicos como Primera Plana Portal y Plumas Atómicas al tiempo que ha colaborado en algunos impresos como Milenio Cultura y La Jornada Semanal. También ha publicado relatos en las revistas Radiador y Tierra Adentro. Actualmente es editor de la sección cultural de La Pared Noticias.

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