Tres poemas de Ricardo Baldor

Ricardo Baldor

¡Salud! Señor Tlacuache

Olla de Luna

En ella vierte pulque
albo conejo
La llena y se retrata
Relieve en barro

Listo el tlacuache al hurto
bebe el aguamiel
Alivia la sed en días
De cuarto en cuarto
hasta vaciar la olla

Graciosa embriaguez
la del Señor Tlacuache
Festivo eructa
Sacan chispas al cielo
sus cuatrocientas voces

Y así el conejo
De cuarto en cuarto llena
de dulce aguamiel
la olla redonda
que fermenta en el cielo:
Coracha de luz

Ejidal

Si vendemos las tierras que nos heredaron los bisabuelos,
más tarde no nos reconoceremos con nuestro pueblo.

Habremos dado la espalda a nuestros abuelos.

Vagaremos sin hallarnos entre sus tumbas en ruinas.
En las calles miraremos rostros de gente extraña.

Nuestros hijos ya no gozarán la siembra;
los jilotes, los cuitlacoches.

Desaparecerán las milpas,
No habrá semilla.

Nuestros nietos vagarán sin azadón afuera de las fábricas rogando trabajo,
si acaso empuñarán la escoba por un salario que solo alcanzará para la sal.

Pasarán por las supertiendas
con los bolsillos hueros.

Obrero calificado o licenciado,
contra ellos el ladrón empuñará la daga.

Diálogos

—¿Cómo estás?

—Acá, de ánima sola.

—Vaya, prenderé tu veladora.

—¡Viva la luz!, ella me alimenta, cuando me atraviesa se trasluce y flota el polvo que soy.

—… y a tus pies pondré la rosa de los muertos con sus veinte lenguas de luz a los cuatro puntos fundamentales.

—¡Luz y aroma!, gracias por guiar mi camino.

—No hay por qué darlas… Y en el momento en que la luz cenital se torna llave del analco, ranura de resurrección donde los recuerdos dan vida, prenderé para ti el sahumerio con resina del árbol de la vida, y así se purificará tu estancia y olvidarás tu tragedia.

—¡Eres un anfitrión magnífico, gracias por iluminar mi transitar sombrío! … y aunque haya muerto porque se me atoró un ojo de agua y sea de risa, atravesar la espesura hacia la vida provocó mi sed.

—Prenderé para ti una veladora nueva. Bebe de mi agua, la saqué del pozo y en ella viene asentada la luz de luna que decantó al salitre, la puse a serenar bajo la flor del saúco para apaciguar lo que de ti queda.

—Seré fragancia y habitaré tu casa en lo que me diluyo en la manecilla del horario.

—Ya se oye el rumor de los ancestros, pondré a la mesa más agua, velas y frutas. El copal se trenza ya en el aire. Pon en tu lengua una pizca de sal y ahuyentarás la corrupción de lo que te queda de carne, purificarás el agua de tu sed.

—¿Qué eres, por qué estás vestido así?

—Traigo el traje raído de la vida, me encontraste en una mancha de oscuridad. Me acercaré a ti, que eres polvo de luciérnagas, aunque siento tu rostro fatigado.

—Es que jugué harto en el camino, crucé nubes y en algunas jugué patitos rebotando luceros y brujitas.

—Ah, sí, las chinampinas. Ven al altar, tengo dulces para ti, así avivarás tu pólvora de niño.

—Estos de envoltura de celofán me gustan menos; quiero dulce de calabaza: las calabazas son redondas y guardan en sus tripas pepitas deliciosas: los niños del fluir de hoy traen calabazas del progreso con cara plástica para pedir dulces… quiero dulce de camote.
Me iré por los pasillos de sombra con mi enjambre de luz… allá se oye la algarabía.

—Sí, ya llegan la abuela Ana, Isidro, la tía Ana, Lupe, Lino, Maximino, Ricardo; Amparo llega con guitarra, Petra deshoja una flor, María brinca los pétalos, don Pancho hace nubes con el humo de su cigarro… Aquí, a surco en ruina, Zapata se levanta y se sacude el polvo de la traición.

—Traemos aroma a tierra mojada, a inframundo, a hambre y vámonos recio a la ofrenda de la tradición, al engarce entre la vida y nuestra calavera triste.

—Sí, abuelo Pancho, sí, abuela Ana, sí, abuelo Zapata.

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