Una reseña de Raúl Durán sobre Pretzels, de Mario Bojórquez

Pretzels, una cartografía sensacionista

Raúl Durán

Mario Bojórquez (1968), nacido en Los Mochis, Sinaloa, es considerado uno de los poetas más talentosos de su generación dentro del panorama actual de la poesía en México. Su obra es amplia y cambiante y, sobre todo, muestra un profundo conocimiento de la tradición que lo precede —en esto van también las formas y procedimientos— y en la cual él se sitúa.

Ha quedado expreso a lo largo de sus libros un motor, el de dar cuenta de nuestro paso por el mundo, nuestra manera de vivirnos y atravesar los días, pero, sobre todo, hacer de eso una música. Esto de alguna manera se trasluce en Pretzels (2005), libro que aquí me ocupa, publicado dos años antes que El deseo postergado, el cual haría al autor merecedor del Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes en 2007.

Apenas se comienza la lectura de este poemario y lo primero que llama la atención son los títulos de cada uno de los poemas que lo conforman, los cuales ostentan nombres de calles, edificios o estructuras emblemáticas de Nueva York.

Sin embargo, pese a que los poemas ostentan esos títulos, no incurren en una predecible descripción del espacio concreto, sino que refieren alguna anécdota, o bien, una sensación —podría decirse que la que evoca el lugar—, configurando así lo que se llamaría una cartografía sensacionista de Nueva York.

Algunos de estos poemas presentan relaciones interesantes con la forma de los edificios a los que alude el título. Es el caso del poema “Guggenheim Museum”: así como el museo se caracteriza por su distintiva forma de espiral, el espacio del poema se configura como un “incesante espiral” donde el yo lírico se “desplaza” vuelto sobre sí mismo, inacabable:

“La espiral incesante por donde voy conmigo
                                          para ascender en mí
                                                      y regresarme”.

“Brooklyn Bridge”, uno de los poemas más emblemáticos del libro —y que lo inicia— lleva por nombre el del puente más icónico de Nueva York. En él regresa a la metáfora del acto de nombrar —y leer— como tender un puente, aunque le da un giro al referirse al revés del sentido: “Desde la otra orilla de lo que digo / se tiende un puente para llegar a mi palabra”.

Al acto de decir, en este justo espacio que es el poema, lo acompaña el extrañamiento, el contemplar enrarecido la imagen que el espejo devuelve: “Cada vez que pronuncio mi nombre / mi nombre vuelve a mí desfigurado”.

Una operación mágica —como en el rito antiguo— en eco con Rimbaud y su “Alquimia del verbo”: decir una cosa es convertirla en otra.

“Cada que digo agua, el agua vuelve viento
el viento fuego, el fuego mi nombre exacto
pero mucho más pleno, y más desconocido”.

Lanzar una cosa y recibir otra se extrapola hasta el silencio y su revés: el poema. Podría decirse que así se resuelve “Brooklyn Bridge”, en la posibilidad —tan solo como especulación— del poema tras callar:

“Habría de arrojar sobre este puente
aquello que no digo, mi silencio
para que alguna vez vuelva poema”.

Una obra que no es posible pasar por alto al hablar de Pretzels es Ciudad del hombre: New York (1990) del español José María Fonollosa, quien, tras un “silencio” de 40 años, irrumpe en el panorama poético de la España de los 90 inusitadamente.

Allí, al igual que con el libro de Bojórquez, los poemas llevan por títulos nombres de calles o lugares de Nueva York y, así como en Pretzels, la relación que guardan con los textos es de otro orden.

Buscando una respuesta a la pregunta de “¿quién habla en el poema?” en Ciudad del hombre, Pere Gimferrer habló de los “heterónimos epónimos”, los cuales son definidos únicamente por su ubicación. Es decir, se trata de un yo carente de nombre y rostro, sostenido tan solo por su relación con el lugar al cual alude en el título del texto. Algo de esto se trasluce en Pretzels.

Así, a medida que se avanza en la lectura se desfila por “Chinatown”, “Statue of Liberty”, “Lincoln Center”, “Times Square” o el “Museum of Natural History”. En este último se evidencia con mayor facilidad la impresión del yo lírico situado en ese sitio (el Museo de Historia Natural):

“He visto ordenados los huesos de un dinosaurio
y me he puesto a pensar
si algún día mis huesos (muchos años después)
se exhibirán en vidrieras de cuarzo
si algún día (mortaja, ay de mí)
seré pasto de arqueólogos
cenizas recuperadas al acaso…”

Como en gran parte de los otros poemas que conforman el libro, el uso de versos clásicos como el heptasílabo (y alejandrino) y el endecasílabo están presentes, llegando a alternarse en ocasiones, como en el texto citado.

Acaso el único poema de Pretzels cuyo título refiere la imagen específica de alguien en algún lugar haciendo algo sea el tercero: “A orillas del río Delaware frente a Camden y mirando las luces del Walt Whitman Bridge”.

El nombre del poema no es gratuito, se trata de un poema al Poeta de América, aunque también dirigido a esa otra cara de Whitman, la menos conocida, la del espíritu expansionista de Estados Unidos (el “destino manifiesto”):

“Por todo eso gritabas que México debía desaparecer
que el destino de tu nación era grande
tan grande que debía exterminar al mundo entero”.

Lejos de condenar la faceta política de Whitman, que en la prensa legitimó la invasión estadounidense al vecino del sur que culminaría en la pérdida de la mitad del territorio mexicano, Bojórquez se dirige al autor de “Hojas de hierba” en segunda persona, en tono franco y personal, recordando lo que impulsó su poderoso aliento y lo hizo albergar multitudes:

“Aún hoy, a ciento cincuenta años de tu cólera
el rayo de mi lengua te canta en libertad.
Viejo, oh viejo, viejo, viejo Walt Whitman”.

Pero Whitman no es el único gran autor norteamericano con el cual Bojórquez establece un diálogo en este libro. En “Chestnut Av.-EAP” sucede algo similar con Edgar Allan Poe, cuyo nombre nunca se menciona pero podemos intuirlo a través de ciertas referencias a sus obras (“Gato de las bodegas / Maesltröm tu copa / Escarabajo de Oro tu amalgama”), y a quien se le rinde homenaje al recordar que en ese espacio se encontró alguna vez el autor de “El cuervo” (“En esta calle se arrastraron tus pies”).

Algo que también aflora en este libro —con Nueva York como epicentro de sensaciones— es el contraste entre identidades: por una parte, la del autor mexicano; y por otra, la estadounidense, más específicamente, la esencia cosmopolita neoyorquina captada con mirada inquisidora. “Statue of Liberty”, por ejemplo. En medio de la precipitada multitud se sitúa y observa la prisa de los otros, “el botón del excuse me”, y pese al intento de imitar el gesto indiferente, la mirada se afana en encontrar los ojos:

“Cada vez que me topo con alguien
digo excuse me
pero busco la cara, trato de reconocer
el rostro, el cuerpo, con el que he tropezado
me falta indiferencia”.

En “Espresso at SoHo”, más en tono con la visión cosmopolita, Tijuana, París y Nueva York se vuelven un momento la misma ciudad, hermanadas por una sensación: el sabor de su café.

“Le digo a mi amigo Poncho que aquí
y en Saint-Germain-des-Prés
en Les Deux Magots
el café sabe igual
que en El Taquito de la Leyva”.

Pero acaso el poema donde el cosmopolitismo y el procedimiento se llevan al extremo sea “Nuova Iorque”, el único poema documental presente en el libro, a juzgar por los elementos que lo conforman, y el que más extrañamiento y fascinación me produjo. El ritmo precipitado de la vida moderna, la simultaneidad del mundo globalizado cuyas fronteras se vuelven cada vez más difusas quedan aquí plasmados a través de versos fragmentarios, cuya disposición textual es en prosa, sin comas, puntos ni mayúsculas; siendo el ritmo lo que dicta la separación entre un verso y otro:

“la salida a san diego es al amanecer ortíz nos pregunta por los vinos blancos mientras la línea se va llenando de carros y la angustia de perder el vuelo se respira en el aire tenso el migra observa los pasaportes con atención descuidada…”

La fluidez que le confiere a la lectura la ausencia de comas y puntos dota al poema de un ritmo vertiginoso. El viaje, que es el hilo del poema, se constituye como una experiencia fragmentaria. Sin determinar un punto geográfico fijo en el cual se situaría al yo lírico, solo alcanzamos la precipitada sucesión de imágenes, la confluencia de voces, rupturas, yuxtaposiciones:

“como una visión de sueño observo de nuevo el rostro del primer oficial de relaciones sus documentos están incompletos no es posible otorgarle el pasaporte las cruzadas telefónicas las gestiones las copias las fotos los originales está seguro que no se lo entregué me dice el tercer delicado y yo enciendo el televisor mínima de siete grados declara la muchacha de televisión española no usted lo tiene ortíz abre la puerta y la vuelve a cerrar cómo dice que nuestras maletas están documentadas hasta  lisboa elizabeth está mirando la isla y a golpe de ala el avión nos acerca más a la orilla del hudson las más grandes son las torres gemelas y aquel es el empire state…”

Pero, más allá de los procedimientos empleados, lo que destaco en “Nuova Iorque” es la configuración de múltiples realidades, cada una y en su conjunto una ventana a una fracción del siglo XXI: testimonio.

Extendería esta última consideración a Pretzels, en general, pero añado —y aquí también descansa su valor—: una ventana íntima a una ciudad icónica de nuestro tiempo.

Fichas de los autores
Mario Bojórquez. Poeta ensayista y traductor. Ha obtenido los Premios Bellas Artes de Literatura, Nacional de Poesía Aguascalientes (2007) y Nacional de Ensayo Literario José Revueltas (2010), el Premio Alhambra de Poesía Americana (2012), el Premiul Literature Fārā Frontiere de Transilvania, Rumania (2016), la Medalla Klísthenes del Demos Aigaleo de Atenas, Grecia (2017), entre otros reconocimientos. Su último libro es Memorial de Ayotzinapa.

Raúl Durán. Poeta y traductor. Mereció el PECDAS en 2017.

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