El origen de lo posible: el Centro como punto de partida
Julieta García González
Si algo caracteriza a las leyendas es su capacidad para dar pie a nuevas. A un mito sin comprobación le nacen otros tantos, versiones del primero o brazos con distintos alcances. El Centro Histórico de la Ciudad de México es, en ese sentido, padre y madre de la mitología nacional de la que se desprenden millares de mitologías familiares y personales. El lugar aporta lo mismo un asidero estable (algo nuestro sucedió ahí) que el origen de una huida (nos fuimos porque ya no se podía).
Mi familia no es de esta ciudad. Los abuelos son, a saber, de Guadalajara, El Oro, Barcelona y de algún lugar del que no queda memoria en Inglaterra. Cuando llegaron por estos rumbos, cada cual por su lado, se establecieron de inmediato —primero con sus padres, luego emparejados— en el corazón urbano que llevaba ya siglos alimentando las fantasías y las realidades del país y que entonces se conocía únicamente como “Centro”.
“Vamos al Centro” no necesitaba en México, ciudad, mayor explicación. Lo englobaba todo y a todos, y en sus dominios, que ahora parecen escasos dada la extensión del resto, sucedía lo que era posible en el país. Se probaban en él actores y pintores, políticos y mercachifles, cocineros y taberneros. Han circulado sus calles catrines y limosneros con la misma asiduidad desde tiempos muy remotos —desde la época en que los palacios levantados para los españoles se deshacían como polvorones porque no sobrevivían a las lluvias y los temblores— para encontrar ahí los objetos y servicios inencontrables en otros sitios. Así que la gente decía “Centro” en sentido figurado y real: el centro de las cosas y los sucesos. Con las actividades y las mercancías llegaba más gente que ofrecía nuevas actividades y mercancías, convirtiendo a las cuadras palaciegas, a veces hermosas y a veces inmundas, en un irresistible polo de atracción.
Tanta gente acumulada tenía que vivir los mitos comunes y consolidados, para luego crear los suyos propios.
Ellas
Mis abuelas no podían ser más diferentes. Una, la paterna, era altísima, rozaba el 1.80 m de altura. Sus huesos eran fuertes, sus pómulos saltones, sus ojos verdes y su pelo era abundante. Cuando murió, a los 94 años, más de la mitad de su melena era castaña. Tenía la belleza de los “cromos” que se pintaron desde el arranque del siglo XX y hasta bien entrado el medio siglo. Nació tal vez en Barcelona y tal vez en Cuba; pasó su primer año muy cerca del Port Barcelona, aunque tuvo dos actas de nacimiento (una la registra en La Habana), y llegó a México por la férrea voluntad de su madre, la bisabuela Lola.
La materna, en cambio, de muy baja estatura y estructura ancha, había nacido en El Oro, Estado de México, y vivido una temprana orfandad porque su madre murió de parto cuando ella no llegaba a los dos años. De esa muerte no le quedaría más que una imagen borrosa, enmarcada y venerada. Su padre se casó después “con la lavandera” (sólo Dios sabe a ciencia cierta cuál fue su papel). Se trataba de una mujer que hacía brujerías, tenía visiones, y que resultó ser una madrastra de cuento: cruel y despiadada de formas muy concretas en lugares como San Luis de La Paz, San Luis Potosí y un aserradero en un bosque tupido del que no queda ni una astilla.
Estas abuelas mías habitaron el Centro Histórico, cada cual por su cuenta, que fue una salvación para un destino que se antojaba malo.
Antes llegó Lola Jodar, la bisabuela catalana. Historias como la suya, de tan repetidas, se han convertido en lugar común. Va ahora:
Doloritas vivía de forma modesta cerca del puerto, con un marido que a veces trabajaba y a veces no, y hacía lo que podía para mantener a sus dos hijos pequeños hasta que un día su hombre, Jaime Fabregat, avisó que iba a por cerillos y no volvió más. Unas semanas más tarde, después de buscarlo por toda Barcelona, Lola supo que estaba embarazada. Y ahí cambió la cosa. Por fin preguntó donde debía preguntar: en las mesitas donde se bebían olorosos y se jugaba a las fichas. Le informaron que Jaime había cogido un barco hacia otro continente para cambiarse la vida. Los detalles de lo que sigue son difíciles de señalar de forma muy específica porque ni la época ni las circunstancias permitían un registro preciso. Se sabe que Lola viajó a América, llegó a Colombia primero y más tarde a Cuba, y preguntó en las cantinas por el padre de los niños que llevaba a cuestas. Es posible que en su periplo haya regresado a parir a su casa, con su familia, y luego se haya hecho a la mar con sus hijos, incluyendo a la más pequeña: mi abuela Pilar. También es posible que haya registrado en Cuba a los niños en un ataque de ansiedad y para garantizarles algo, porque el acta de mi abuela la señala con más de un año.
Jaime no estaba ni en Bogotá ni en La Habana, pero pudo haberlo estado porque algún compasivo de alguno de estos sitios le dijo a Lola que se fuera con su prole de tres a México, al Centro, que ahí lo encontraría. La bisabuela llegó a una ciudad que desde entonces —era tan pequeña aún— le pareció más grande que ninguna de las que había visto, según contaría más tarde. Supo que, en efecto, era en el Centro donde estaban las cantinas más visitadas y reputadas, y hacia ellas dirigió sus pasos.
En la avenida 16 de Septiembre, a la hora de la botana, Lola entró a una de las tantas cantinas cuyas puertas abría contraviniendo la costumbre, con sus hijos a rastras, para encontrarse con Jaime en una partida de dominó, fumando un puro, tomando brandy. Según la leyenda familiar, el bisabuelo vio a su mujer a los ojos y con mucha calma colocó la ficha que tenía en el aire, apagó su puro, se bebió de hidalgo su trago, se puso su saco después de sacudirlo, y salió tomándola del brazo. Nunca más se tocó el tema ni del abandono ni de la búsqueda y, en esas mismas calles, Jaime y Lola establecerían una tienda de abarrotes, llevarían su vida de pareja y tendrían más hijos. Mi abuela crecería primero en una habitación mohosa, en los altos de una vieja casona ubicada en Corregidora, y luego en Jesús María, a un lado del exconvento de La Merced, a unas cuantas cuadras de donde sus padres despachaban.
Para cuando los abarrotes estaban ya establecidos y los niños eran unos muchachos, llegó a la ciudad mi otra abuela, Carmen, hecha ya una mujer. El Centro era un lugar señalado por el pecado, la fascinación y la oportunidad. Para ser claros, nada de eso le interesaba. Sólo quería alejarse de la vida familiar, complicada, deprimente, con un costo altísimo para ella. Dejó los pueblos en los que se le aparecían muertos a su madrastra y se fue a vivir con unas primas suyas, a ganarse el pan. Había aprendido, junto con el silabario y los trazos inseguros de una letra rebuscada, a bordar, tejer, coser, cocinar, hacer encajes, dulces y jarabes. Era hábil y valerosa. Nació en 1906 y no pisó la Ciudad de México hasta que la Revolución había terminado y los barrios estaban ya más o menos recompuestos.
Debía pagar por un cuarto en la casa de sus primas y por su alimento. Si no lo lograba, iría de vuelta a casa de su padre donde le esperaba como futuro cuidarlo en su vejez, como solterona pegabotones. Organizó sus pocos pesos y compró algunos moisés de mimbre. Recortó telas, trabajó encajes, bordó flores y pájaros, tejió chales, cobijas, zapatitos, chambritas; puso lazos y listones, y salió a vender esos maravillosos paquetes para recién nacido.
Vendía bien, lo suficiente para seguir trabajando, pagar su cuota mensual, comida y enviar a la casa de su padre algún dinero que le garantizaría independencia (sin dinero, la reclamarían de vuelta). Al final, era una mujer sola en la zona más transgresora de una ciudad pecadora. La arroparon —a ella, a sus primas— distintas calles. Primero se establecieron en una vecindad en la calle de Tacuba y pronto en Motolinía. Más tarde, porque era más barato, se mudaron del otro lado, cruzando la plaza que tenía árboles protegidos por gruesas cadenas de fierro. Estaban en la calle de Corregidora, cerca de donde funcionaron las acequias. Todos los días salía a vender y regresaba por las tardes a bordar, tejer, hacer crochet y trenzar listones.
Así, llegó a una tienda especializada en ropa para niños llamada La Cigüeña, ubicada en la breve calle de Gante, en un edificio impresionante propiedad del Centro Mercantil. Conoció al dueño de la tienda —rentaba el local, despachaba, mantenía muchas bocas— y se dedicó a rechazar sus avances y venderle chambritas durante una larga temporada. Estaba segura de que los hombres se le aproximaban porque sabían que estaba sola. Tenía algo de razón: por esa época, en esas calles, no era costumbre que una mujer joven viviera por su cuenta, trabajara y ganara sus pesos también por su cuenta. Venía de pueblos en los que la sofisticación estaba en las iglesias y en la elaboración y nomenclatura de los panes. Durante las noches de los fines de semana, sus primas y ella se contaban las historias trágicas, falsas y verdaderas, que siempre han acompañado a las avenidas del Centro Histórico: hacían recuento de los mendigos y los sin casa, de las personas que exponían sus llagas al sol para tener a cambio unos centavos y de los autos lujosos que paraban frente a Catedral y de los que descendían lo que a su juicio eran príncipes o princesas.
Carmen cedió finalmente a la insistencia del tendero, aunque tuvo que pasar por algunas pruebas más antes de casarse y establecerse ahí mismo, en ese lugar donde los aparadores tenían cigüeñas diminutas, de cartón, en cuyo pico viajaban bebés envueltos en mantas.
Ellos
El abuelo paterno, David, llegó a México siendo un bebé de meses. O eso se supone. Fue hijo de unos ingleses que lo encargaron, junto a su hermana mayor, al cuidado de los vecinos porque necesitaban atender una emergencia. Y no volvieron por ellos jamás.
Los hermanos crecieron entonces como hijos de esos vecinos, que tenían de por sí varios propios, y que les darían a los adoptivos su apellido, su comida y algo de su afecto. Los hermanos de ojos azules y melena rubia vivieron muy cerca del exconvento de La Merced, primero en Jesús María y luego, ya de forma permanente, en lo que ahora es República de Uruguay.
David estudió poco y trabajó desde niño. Cuando era un muchacho empezó a cargar cosas: en la espalda, primero; más tarde, en un diablito que se compraría con su dinero. Caminaba desde su casa a La Merced o hasta la plaza del Zócalo, y ofrecía sus servicios. Cuando le iba bien, gastaba su dinero en cosas disímbolas y locas: en boletos para la ópera, por ejemplo. Se compró un traje que limpiaba con esmero, se peinaba su mechas lacias, rubísimas, y se afeitaba con precisión antes de dirigirse a Bellas Artes, tomando por Tacuba hasta llegar a Hidalgo. Se sentaba después en el asiento más barato que los escasos pesos que sus espaldas, primero, y sus manos, después, podían pagar. Le tocaba contribuir al gasto familiar, así que esas salidas eran vistas como despilfarro. Pero algo les habrán dado a esos niños ahí, en ese rincón cerca del mercado y las bodegas centrales de la ciudad —además de pozole los domingos—, porque no sólo él disfrutó como loco la música, sino que su hermana carnal aprendería a tocar el piano con maestría y viviría la vida bohemia de los años 30 y 40 del siglo pasado pagándosela con las piezas que arrancaba a los teclados. Mucho más tarde, David consiguió hacerse de un local y transó con granos el tiempo suficiente como para poner a sus siete hijos en la universidad.
Mayor que él, de 1902, fue Jesús Leandro, mi otro abuelo. Tuvo una vida casi opuesta a la de quien sería su consuegro. Venía de la alcurnia, de la nobleza mexicana. Nacido en el corazón de Guadalajara. Heredaba, entre otras cosas, el buen nombre de los González y los Camarena. Su abuelo había sido dos veces gobernador y su padre, mi bisabuelo, fotógrafo de la nación. Se mudó a la gran ciudad siendo apenas un niño porque el hombre que registraba con su cámara edificios y monumentos tuvo una, se acercó al epicentro mexicano con una comisión de trabajo y con la consigna de ver médicos especializados. Como no quería exponer a su familia a los desmanes cotidianos del Centro Histórico, se trasladó a las afueras, a la colonia Juárez: el número 74 de la calle del Havre sería su hogar. El fotógrafo murió poco después víctima de un cáncer que aseguraba contagioso (su perro, un spaniel color miel, moriría de la misma afección tres meses más tarde).
La muerte del padre convirtió al hijo, como ha sucedido tantísimas veces, en un padre prematuro y accidental. A los 18 años tenía a su cargo a una madre de 38, devastada, y a la que se le encaneció por completo el pelo, largo y sedoso, en menos de un año; también siete hermanos: la más pequeña tenía apenas tres cuando quedó bajo el cuidado del mayor.
Volverse el hombre de la casa implicaba, entre otras cosas, cruzar los peligros de la Avenida Chapultepec, caminar por Balderas y la avenida Juárez, y llegar al Centro.
La herencia que recibieron él y su madre duró una temporada no muy larga, en parte porque el adolescente que fue Jesús Leandro no tenía idea de cómo manejar los recursos recibidos y lo único en lo que pensó fue en hacer felices a sus hermanos, cumplir sus caprichos y deseos, y convertir su casa en una Jauja saludable.
Todos los varones fueron a la escuela, se recibieron con honores, hicieron a su madre y a su hermano mayor felices al principio —e incrédulos después.
Uno de estos hermanos, tíos abuelos míos, sería un muralista original que no sólo elaboraba sus propios colores como los tlacuilos, sino que quería transformar las ideas posrrevolucionarias en algo más íntimo: sí la tierra, sí Zapata, sí… Pero también sexo, amor, la extrañeza de la vida en este país múltiple, intimidad, desazón. Pintaría varios murales en el Centro Histórico y sus linderos: dentro de Bellas Artes, en el Castillo de Chapultepec, en el Museo de Antropología, en el Guardiola. Una de sus pinturas, El abrazo, se multiplicaría en billetes; otra más, sería la portada del libro de texto durante décadas.
Un hermano más joven que el pintor inventaría la televisión a colores: mi madre y un tío mío fueron las primeras figuras en aparecer con el color real de su piel en una pantalla; este hombre crearía un sistema de transmisiones universal que quería ser accesible y gratuito y su muerte prematura se recuerda como el único día sin transmisiones televisadas en la historia de México. La cadena televisiva que fundó aún lleva sus iniciales: XHGC.
Habría otro que tuvo un papel relevante en la Suprema Corte de Justicia: sentó precedentes y fue justo y peculiar. Se convertiría —porque la ciudad era más pequeña y el Centro era un punto de reunión irremediable, el imán que todo lo atraía— en amigo de la otra huérfana inglesa que llevó por apellido García, la rubita abandonada en La Merced. Juntos tocaron hasta las madrugadas púrpura de la ciudad en un rincón de Isabel la Católica y también en una casona vieja que conocí sólo por fuera, ubicada muy cerca de la Plaza de Santo Domingo. Más tarde fueron a dar con su música, sus tragos y sus huesos hasta a una casa que se erigió sobre aquella que, según la leyenda, perteneció a los hermanos que traicionaron a Cortés y que fueron ahorcados sobre un terreno que después se saló para hacerlo yermo, sobre el que ahora hay joyerías establecidas: estaba en Donceles.
Mientras los siete hermanos de Jesús iban a la escuela, él montó una tienda para bebés, de los que había estado rodeado toda su vida. Ahí, por la vía de las chambritas tejidas a mano, encontraría el amor. Después de casarse, modificó el rumbo de la tienda y la convirtió en una juguetería. La Cigüeña seguiría siendo el nombre, pero ahora tenía aspiraciones monumentales. El abuelo Jesús importaría a México juguetes desde Italia y Francia, Estados Unidos e Inglaterra. Osos de peluche para abrazar por las noches convivían en los aparadores con osos que bebían refresco de cola al tiempo que tocaban una pandereta. Los juguetes eran excepcionales y la suya sería la primera juguetería de importación y calidad del Centro; es decir, de la Ciudad de México; es decir: del país.
Cuando era joven, en el jardín de su casa se habían paseado, entre otros animales, una tortuga con el caparacho pintado al óleo y un caimán que se dejaba acariciar y dormía la siesta en una fuente; esculturas monumentales se daban cita en los sótanos porfirianos y una sucesión de inventos electrónicos e ingenieriles le ponían los pelos de punta a quien osara pisar la residencia familiar. La juguetería sería una extensión de ese mundo loco, caótico y de fantasía que habían creado el primogénito y su madre, ajenos a los compromisos de la vida real. La Cigüeña, juguetería, estaba en la calle de la Palma, entre 16 de Septiembre y Venustiano Carranza. De ahí, mis hermanos y yo heredaríamos, décadas después, objetos asombrosos.
Nosotros
Mis abuelas tuvieron el don de conjurar espíritus: ese don se desvaneció con las generaciones. Venían de familias clarividentes, capaces de encontrar tesoros con sólo soñarlos y de ver piratas, hombres con levita y personas destrozadas del cuerpo y la mente, muertos hacía tiempo. Heredaban por un lado las rarezas de la lavandera que percibía los males y por el otro el vigor de la Jodar para encontrar a su hombre allende los mares.
A mis abuelas, los espíritus les hablaban, les tocaban las mejillas con manos heladas, las aplastaban con la gravedad de su pasado. Caían sobre ellas como planchas cuando traban de descansar después de un día de trabajo arduo. Les cubrían el rostro con un velo frío y suave cuando habían bebido una copita de más del tequila en el mediodía de sábado. Tuvieron estas visiones sobre todo cuando vivieron en las calles que circundaban Palacio Nacional.
Pilar y David fueron varios años más jóvenes que Carmen y Jesús, pero llegaron al Centro Histórico mucho antes para sentir de inmediato su influencia. El hombre que cargaba bultos y vendía granos se enamoró de la mujer de apellidos catalanes y estatura de valkiria, cuyos padres vendían alcaparras y boquerones a granel; se casó con ella y le encontró hogar también ahí, a poco de la Catedral, por el lado “que no era bueno” pero sí barato.
Jesús y Carmen vivieron primero muy cerca de la tienda para bebés, antes de que surgiera el plan de traer triciclos de Bolonia. Desde los altos de su casona establecida en pleno 16 de Septiembre, donde todos mis antepasados confluirían, su primogénita lanzaría discos de pasta a los transeúntes para reírse a carcajadas al ver su cara de perplejidad. Se mudaron más tarde al Buen Tono, que para los estándares de la época estaba lejos del sitio de trabajo, y desde el departamento esquinado la niña Susana seguiría acosando a los viandantes.
Mientras vivieron en el Centro, mis abuelas tuvieron contacto con los espectros del pasado que fueron disolviéndose, a su juicio, conforme se alejaban de la Catedral. Conocían, porque era dicho, que había una pirámide bajo la plaza llamada Zócalo. Habían visto quitar y poner esculturas en ese lugar y se habían paseado, antes del matrimonio, tomadas del brazo de sus respectivos pretendientes con un seguro chaperón a un lado: un primo, una sobrina, una tía gorda y enfática, según fuera el caso. Las habían abrazado las sombras de los árboles y el aroma de las plantas al atardecer desde esa plaza hasta la Alameda. Las marchantas de la zona, las amigas de La Merced, las distribuidoras de listones e hilos para el crochet, contaban que debajo de todo eso había una pirámide inmensa en la que se habían practicado sacrificios humanos. No era ni obvia ni imaginable. Parecía imposible, a decir verdad. Pero por las noches, los sueños que las dominaban tenían que ver con eso. Cerca del Hospital de Jesús, Carmen vio a una mujer pequeña (debe haber sido muy bajita para parecerle pequeña a ella) que le hacía señas. La siguió durante cuadras, cruzaron la calle, fueron hasta un templo y ahí se hincaron. Era uno de los varios templos de la zona; Carmen los conocía todos porque su devoción la salvaba en épocas de soledad. La mujer le susurró algo incomprensible. Carmen se acercó para escucharla mejor: nada. Las palabras eran polvo. Se giró para mirar a la interlocutora a la que, a pesar de la pobreza que ella misma vivía, sintió pobre. Y la mujer también fue polvo, sombra, nada.
Pilar vio, décadas después, jugando a la ouija, a un hombre con sombrero de copa. Había dejado La Merced hacía poco y se sentía extraña en las cuadras más céntricas. Jugaba a la ouija porque su madre, Lola, le había hablado de lo oculto y echaba cartas que leía de vez en cuando. Cuando Pilar leyó el tablero y miró con el ojo de su mente al hombre tocado por ese sombrero y envuelto en una capa, entró corriendo la muchachita —que vivía con ella a cambio de comida, techo y unos pesos— y le aseguró que un hombre con un sombrero alto y raro, de habla extraordinaria, la esperaba junto a la estufa de carbón, envuelto en una capa.
Las dos me dijeron —con sus estilos tan distintos, sus tonos de voz tan disímbolos, sus figuras casi irreconciliables— que al vivir en el Centro era fácil escuchar llorar a mujeres inexistentes, oír lamentos en lenguas incomprensibles, surgidos de la boca de las coladeras y las acequias que les tocaron en funciones, ver luces que atravesaban la plaza y entraban disparadas a la Catedral o fuegos fatuos danzando a un lado de los arcos de Santo Domingo. Eran imágenes familiares que había que respetar pero no temer. Respetar implicaba no acercarse: no darles oportunidad si la visiones avanzaban: no recular si llegaban al contacto.
Según me contaron, cada cual por su lado, se sentía frío, un hueco en el vientre y el centro del cráneo contraerse, desde el cuero cabelludo. Pero también los ojos secos y la necesidad de sobrevivir.
Ellas me aseguraron más tarde que esta convivencia de espíritus ayudó a que las familias se encontraran. Se vieron y convivieron antes de que sus hijos —David y Carmen, mis padres— se conocieran lejos de ese polo fascinante, se casaran y se fueran a vivir al lugar más opuesto y lejano a los barrios centrales que podía imaginarse por entonces: Satélite.
El Centro fue la casa, la infancia y la juventud de los míos. Las leyendas familiares que se contaron durante décadas tenían que ver con ese sitio. Mis abuelos y sus parientes, mis tíos y sus amigos, todos tuvieron alguna historia notable enmarcada en ese cuadrante. Ahí estuvo la cantina en la que Jaime languideció finalmente y el hospital donde mi abuela Carmen fue visitada por los espíritus que le avisaron que los médicos le habían dejado dentro una bola de gasa tras una operación en el vientre (mensaje que le salvó la vida y que la hizo mirar con buenos ojos a los espectros). Ahí vivieron muchos de los días que su memoria mejoraría y puliría hasta mostrarnos a mis hermanos y a mí esas calles, esas fachadas, esas vecindades de salitre y duelas hinchadas, como si fueran el culmen universal. Y lo fueron en parte: sus casas, maltrechas y habitadas por fantasmas, pudieron ser también de esos palacios a los que se llevó el descuido y el olvido, que ahora son tiendas de conveniencia o de artículos electrónicos porque nadie rescató los ladrillos, los adobes, las ventanas de piso a techo con su enrejado de hierro forjado o las vigas tras el cielo raso que serían hoy valiosos tesoros.
El Centro es el punto de partida de mi leyenda familiar, uno de los brazos del mito de la ciudad, una ínfima parte del mito nacional: el origen de lo posible.
Julieta García González (1970). Narradora mexicana. Es autora de Vapor, Las malas costumbres, Cuando escuches el trueno, entre otros libros. Es editora de la revista Este país.