Algo en la noche
Iván Gaxiola
No podían dormir. De repente la cama era muy incómoda, el calor insoportable y las cobijas se pegaban como plástico en el cuerpo. Al otro día, con la salida del sol, la rutina caería implacable sobre ellos, sin espacio para concesiones de ningún tipo. Mariel, por instinto, buscó a tientas el teléfono bajo su almohada. La oscuridad se pintó azul y de rebote salpicó a Julio. ¿No puedes dormir?, preguntó mientras se cubría los ojos con la palma de la mano, haciendo un mohín a la luz. No, como que no tengo sueño, respondió ella sin voltear a verlo. Yo tampoco.
Mariel pasaba con el pulgar noticias sobre la guerra comercial de Estados Unidos con México, Canadá, China, pruebas de personalidad, la boda de una prima a la que no fue invitada, campañas electorales, noticias sobre estudiantes descuartizados, futbolistas suicidas, cantantes de banda que se casan por tercera vez. A Julio le enfermaba el uso del celular, su omnipresencia: en el baño, en la cama, en la comida, al volante, en el cine, y Mariel lo sabía, pero por qué iba a dejar de consultarlo si era parte de su trabajo. Además, el brillo de la pantalla era bastante tenue y siempre está la opción de darse la vuelta o cubrirse por completo con las cobijas para evitar que penetre la luz o entre lo que sea.
Él se revolvía en el colchón con el afán de mostrarse molesto, más que por encontrar una posición que le acomodara. Quería llamar la atención de su mujer, que lo viera enojado por no poder dormir, aunque la causa, sin saberlo aún, no fuera ella. ¿Estás bien? Sí. ¿Seguro?… Es que no puedo dormir, me molesta el brillo. ¿Te llegó un mensaje o tienes cosas que hacer? No, estoy revisando una publicación, y tampoco tengo sueño. Yo no dije que no tuviera sueño, lo que dije es que no puedo dormir. ¿Por qué no intentas cerrar los ojos, Mariel, y hacer como que estás dormida en lugar de estar en tu perfil? Ay, qué exagerado eres.
Devolvió con cuidado su teléfono y se recostó de lado para ver la expresión de Julio: estaba bocarriba y con los ojos abiertos, concentrado en la nada. Le acarició el pecho, el cuello, la barba, hasta que sus movimientos se hicieron lentos y se detuvieron. Ya se durmió, pensó él entonces, mientras descifraba batallas épicas, rostros extravagantes, animales fantásticos entre las vigas del techo, pero lo sorprendió cuando preguntó ¿qué piensas? Creí que estabas dormida. ¿Estás preocupado o algo así? No… o no sé. Estoy pensando en muchas cosas, pero la mayoría pendejadas, si no es que todas. ¿Y tú, por qué no puedes dormir? No sé, también estoy pensando.
Solo se escuchaba el zumbido del ventilador, los grillos reclamándole a la noche y las llantas de coches a lo lejos, ecos perdidos de claxon, ambulancias, hasta que algo parecido a un golpe contra la pared se escuchó en el piso de abajo. ¿Qué es eso?, preguntó ella. Son los vecinos, Mariel, todas las noches es lo mismo. Mueven cosas y luego como que las acomodan en la pared. Tú porque duermes como piedra, pero ya me había dado cuenta. Es en la estancia porque uno de esos muros da a su patio.
La explicación la hizo sentir más tranquila, al menos aquello estaba afuera de la casa, y el silencio empezó a imponerse nuevamente. Los pensamientos en sus cabezas, sin embargo, seguían dando golpes y tumbos sobre los tabiques de su memoria y su imaginación. A Mariel le preocupaba la reacción de su jefe ante la nueva campaña y qué ropa vestiría en la presentación del producto para no verse gorda. Julio, que para ese momento se había desecho ya de varias imágenes erráticas, se concentraba en el dinero, o en la falta de este, y en la literatura: lo malo que era para escribir, según corroboraba luego de cada resultado de becas y concursos, donde ni siquiera aparecía por error como finalista.
Me da miedo, soltó de la nada Mariel. No miedo, hueva, que Erick me devuelva el trabajo, que me diga «esta campaña no está bien dirigida, enfócala a nuestro público». Lo mismo de siempre. Luego, ya que la analiza, corrige y me llama para decir que la publicidad se queda, sin pedir disculpas o aceptar que se equivocó. Sí, está gacho, pinche gordo. Pero bueno, piensa que esa es tu chamba, o sea, más allá de diseñar campañas, tu trabajo es que ese güey vea tus proyectos, los mande al diablo y luego los apruebe. Tu trabajo no eres tú. Nada más vas a cumplir los caprichos de alguien para que te pague. Pues sí, ya qué. Lo que me gustaría es hacer algo que me convenza, algo mío. Cuando menos tú sabes que eres escritor. Ya elegiste, ya sabes a qué vienes a este mundo, yo sigo valiendo madre. Ay, Mariel, pues gracias. Qué padre que desde afuera se vea así mi vida, pero yo me siento de la chingada. O sea, ¿qué he escrito? Un librito de poemas que publicaron nomás para no declarar desierto el concurso, y no he ganado nada más porque escribo bien culero. Esa es la verdad. Y eso cuando lo hago, porque me la paso con las notas para el periódico, ya sabes, siempre estupideces: candidatos, robos, ejecuciones, programas de gobierno. Yo también estoy hasta la madre y me siento de-la-ver-ga, concluyó con la mano derecha de arriba abajo, como si sostuviera una batuta que señalara las sílabas.
Los grillos, las llantas de los coches, las sirenas de ambulancia. No sé qué me voy a poner, estoy bien gorda, nada me queda. Claro que no, objetó Julio, pero a Mariel eso, cada vez que lo escuchaba, no le parecía más que cortesía, así que, después de poner los ojos en blanco, continuó: lo peor de todo es que tengo antojo de hamburguesa para mañana en la comida. Pues hay que comer eso. No, Julio, ¿no te estoy diciendo que estoy bien gorda? Pues hay que hacer ejercicio, yo siempre te invito. Pues sí, pero a qué hora, ya sabes que yo cuando no estoy en algo de la marca estoy diseñando para el gringo. Quisiera ponerme a hacer mis manualidades y venderlas, vivir de eso, pero está difícil. Yo creo que sí se puede. No, no es tan fácil, Julio. Nada más con los impuestos te gastas un dineral. No es así como hay que hacerlo y ya. Yo no digo que sea fácil, pero creo que es cuestión de voluntad.
Las ambulancias no paraban allá afuera, era una noche agitada. A mí lo que más me preocupa es el dinero, dijo Julio tras una pausa. ¿El dinero? Sí. Debo un chingo de cosas: el carro, la tarjeta, Sears, Liverpool, Coppel, y luego ya casi llega lo de la renta. Pero yo te voy a ayudar. Entre los dos… Sí, chiquita, ya sé, pero no deja de preocuparme, no puedo evitar pensar en que trabajamos nada más para pagar deudas, que me embronqué con un carro para ser más eficiente en el periódico. ¿Te das cuenta? Tenemos un empleo que usamos para pagar las cosas que compramos para trabajar en ese mismo empleo. Es una condena vivir haciendo lo que no quieres para algún día jubilarte y esperar la muerte. Aparte está la inseguridad. Me da miedo salir, volver y encontrar la casa vacía porque algún drogadicto nos robó. El vecino, de hecho, el flaco ese, se me hace bien sospechoso, siempre está pegado a la ventana de su recámara, como mirando para acá, y cuando lo veo me saluda, pero complaciente, falso. Y los homicidios… Ya sé, yo no tengo nada que ver con el narco, pero me da terror que porque sale mi nombre en el periódico me ubiquen y me quieran levantar para darle un mensajito al gobierno, ¿me explico?
No hubo respuesta, aquella era una indagación retórica a la que no requería acercarse con palabras sino desde una reflexión interior, dejar que los ojos perdieran el enfoque en lo turbio de la lejanía y simplemente pensar. Un nuevo golpe se escuchó en uno de los muros del primer piso. Se vieron, callados, y Julio sonrió. No es nada, dijo, seguro es ese flaco moviendo de arriba abajo toda su casa, sin poder dormir de tanta droga. Cuando se dijeron buenas noches eran casi las tres de la madrugada. Las sirenas seguían alerta y los pensamientos fluían sin solución. Julio fue el primero en revolcarse como antes en su sitio. No podía ver ya nada en las vigas, le faltaba imaginación o, más bien, la tenía ocupada: ¿y si ya existía un plan del narco para levantarlo? O ¿qué tal si el vecino ya se había decidido a robarles? Debía arreglar la cerradura de la puerta principal, de vez en cuando tenía sus fallas. También la ventana del baño: no cerraba bien.
Mariel, en cambio, se preguntaba por qué no podía renunciar a su trabajo de una vez y escupirle a su jefe toda la frustración guardada, por qué debía seguir una dieta para sentirse bien con su cuerpo, por qué siempre rondaba en sus pensamientos qué hacer en caso de ser atacada por un maniático sexual. De hecho, Julio no lo sabía, pero la sombra detrás de las cortinas, el flaco, se apresuraba a salir al frente de su casa cuando ella iba al trabajo y, cada vez que la veía, le deseaba buenos días con las manos en la entrepierna. Solo lo hacía cuando estaba sola, y Mariel no quería que Julio lo supiera para evitar problemas, porque sabía que iba a enojarse y era capaz de entrar a su casa y sacarlo de ahí a patadas, pero se trataba, después de todo, de un drogadicto y quién sabe de qué sería capaz, podría incluso tener un arma. De nuevo, guiada por un impulso del que desconocía origen, su mano fue en busca del teléfono y, nada más al encenderse la luz de la pantalla, Julio se puso de pie y salió de la recámara.
Es un ridículo, pensó, si en realidad tiene tanto sueño, si está tan cansado, no le molestaría que yo esté en el teléfono, y siguió embebida en los videos de miss universo que contestan confundidas ante las preguntas más sencillas, accidentes que son aderezados con música graciosa; gatos y perros conviviendo con bebés, y más campañas políticas. Cuando empezó a sentirse aburrida, notó que su esposo llevaba demasiado tiempo quién sabe dónde, y entonces escuchó ruidos que venían del piso de abajo, pero esta vez eran más definidos que antes, como si provinieran de adentro. ¿Julio?, dijo en voz alta. ¡Estoy abajo, ven! ¿Para qué quería que fuera? En cualquier caso, la curiosidad pudo más que cualquier temor y bajó.
Cuando vio a Julio, estaba inclinado frente a la perilla de la puerta de entrada, como si con el desarmador revisara la garganta de un niño enfermo. No le preguntó nada, sabía que la chapa no servía bien y, aun cuando la hora no era tan adecuada para hacer arreglos, quizá ocuparse un rato les ayudaría a dormir, así que se dirigió a donde las herramientas, cogió pinzas, desarmador, tornillos, y fue al baño. Nunca había hecho ningún ajuste como el que necesitaba la ventana, pero qué tan difícil podía ser. Y en efecto, aquello fue sencillo. Antes de terminar, Julio la alcanzó y vio, orgulloso, cómo su mujer dejaba bien cerrada esa posibilidad a los ladrones.
Al terminar, sin hablar siquiera, caminaron al lugar donde podían espiar la recámara del flaco. La cortina estaba cerrada, pero la luz encendida. Es un drogadicto, pensaron, muchos no duermen, al contrario, a esta hora es cuando más consumen, y entonces una sombra atravesó el rectángulo de luz que salía de la casa vecina y se echaron para atrás, espantados, seguros de que los había visto. Shhh, susurró Mariel. Julio asintió. A gatas, fueron hasta el baño y se encerraron. Ahí, él intentó murmurar algo, pero ella estaba muy asustada y le tapó la boca: shhh, espetó entre los dientes, al tiempo que repetía que no con la cabeza. Al principio él vio eso como un juego. Espían al vecino, los descubre, se esconden, ríen y ya está. Pero los ojos de Mariel lo hicieron cambiar de parecer. ¿Qué tal si el flaco piensa que queremos delatarlo y viene armado y quiere entrar y hacernos daño para evitarlo? No, no va a pasar, contradecía después. Y si viene, pues que venga, ¿qué puede hacernos? Además, es un chuquero muerto de hambre, ¿qué tan fuerte puede ser?
La perorata de Julio fue interrumpida. Afuera, un ruido provocado por lo que parecían ser pasos los hizo sentirse seguros de que el acecho subía a nivel de atraco. Mariel, al borde del pánico, se abalanzó contra su esposo en busca de un abrazo. La hizo esperar donde estaban para salir y examinar lo que ocurría. Mientras estaba sola, se apretaba las manos, haciéndolas palidecer, se las llevaba a la cabeza y un ronroneo de muebles arrastrados por el suelo la estremecía más y más. Cuando él regresó estaba empapado en sudor. No hizo más que pararse frente a ella y, tras un par de segundos, decirle: ven conmigo, para después salir del baño. Mariel lo siguió. Al llegar a la estancia vio la obra de su marido y, si bien se sorprendió, consideró que aquel acto desesperado resultaba necesario.
El hombre había colocado, frente a la puerta principal, todo el mobiliario de la sala a manera de barricada con el objetivo de evitar cualquier ingreso. Alguien o algo estaba del otro lado, eso resultaba un hecho, pero ella quería saber con exactitud qué sucedía, a qué se enfrentaban. Por eso él no pudo persuadirla y evitar que asomara los ojos entre las persianas. Antes de enfocar la vista, una silueta emergió, algo en la noche, donde las luminarias de la calle no llegaban.
Mariel se separó de la ventana lo más rápido que pudo, jadeaba para tomar aire, alterada por el impacto de lo que apenas vio en la oscuridad. Aún no asimilaba de qué se trataba, cuando oyeron las ramas del almendro sacudiéndose extrañamente junto a la ventana del baño. Sin pensarlo demasiado, corrieron, cada quien por su cuenta, en busca de cualquier cosa hecha de madera, de metal o de algún plástico lo suficientemente fuerte. Taladraron y martillaron hasta que las posibles entradas estaban bloqueadas de manera que las sombras no pudieran entrar.
Una vez que todo parecía estar seguro, cuando el último tragaluz del segundo piso había sido cubierto, abajo algo se movió. Corrieron a su recámara. En la huida el teléfono de Mariel cayó al suelo y ella intentó volver para salvarlo. ¡No, déjalo!, gritó Julio arrastrándola detrás de la puerta del cuarto para cerrar de un empujón. Mariel temblaba en el suelo y lloraba sin parar de decir ¡no, por qué, sin el teléfono no podremos llamar a nadie!, y él tomó lo último que le quedaba a la mano y clavó como pudo una defensa. Golpeó y atornilló hasta armar un sólido parapeto. Cuando acabó, ella estaba resignada.
Tenían que verificar la situación. Así que se acercaron a la puerta por última vez y con las manos hicieron una especie de cono cerca de sus orejas. Parecía no haber nada detrás de la puerta, nada además del silencio. Estuvieron callados unos instantes y se fueron a la cama despacio, aún alertas. ¿Apago la luz?, preguntó Mariel. No, contestó Julio, mejor no, y apenas terminó de decirlo, algo así como balbuceos crepitaron afuera, detrás de la empalizada. Sin decir nada, él se abalanzó a los cajones para sacar todas las sábanas, cobijas y edredones que tuvieran, los aventó sobre la cama y entonces gritó: ¡cúbrete, cúbrete por completo!
Ficha del autor
Poeta, narrador y periodista. Ganó el Premio Estatal Ciudad de La Paz 2013.