Algo terrible
Y sabe por qué lo entregamos a la policía: no fue por sensatez ni por misericordia o conmiseración, ni porque nos dieran miedo las consecuencias de haberlo convertido en una piltrafa, que además en multitud ese temor es el primero en esfumarse; si no lo terminamos de linchar fue porque en algún momento, a saber cómo suceden esas cosas, tan de Dios, todos nos dimos cuenta de que cualquiera de nosotros podría haber sido él; podríamos haber hecho la misma cosa horrible que él hizo, porque repentinamente, ahí amarrado al poste, desguanzado de dolor, su estampa se hizo mirar no como la de un hombre malo sino como la de un hombre débil: un pecador semejante a cualquiera de los que un domingo se levanta y arrea a la familia para llevarla a misa y aprovechar para confesarse.
Y es que vivimos abotagados de prejuicios y suponemos que el mal anda por el mundo ostentado la cola y los cuernos; y nos pasa igual con la genialidad, la imaginamos excepcional, suponemos que el genio levita, pero el genio es sólo un hombre, como usted, como yo, y así el mal también se encarna en el ser más común y corriente. Y de eso es de lo que nos dimos cuenta cuando ya lo teníamos bañado en gasolina, ahí mero concebimos su debilidad que antes supusimos un mal que sólo había de erradicarse tras el sacrificio del cuerpo, no únicamente de convertir el cuerpo en cadáver, sino de mancillarlo, de anularlo poco a poco, para que con el dolor y la quemazón el alma se fuera liberando en volutas de humo y, ya redimida, ascendiera para dispersarse en la inmensidad del cielo: no le hace que se hiciera nube y lloviera, pero que se precipitara lejos donde ya no nos incumbiera esa agua sucia.
No hay hombre que no sea débil, se lo digo yo que para ese día andaba muy culpable porque una noche antes había roto mi juramento de dizque no beber un año entero. Es así de simple: uno promete a Dios y uno termina por hacer lo contrario. Y no es voluntad sino posesión, y el pretexto es lo de menos. Él pudo haber dicho que había cometido aquel acto deleznable porque de chico su padrastro se ensañó y lo dejó cuarteado, lleno de cicatrices. Pero, ¿a poco eso lo explica? Quién sabe, ya me dirá usted.
Porque en ese momento, antes de que nos cayera el veinte, todos estábamos posesos, metidos en nuestro papel de redentores salvajes. A mi lado había una señora y gritaba con mucha convicción ¡que lo maten, que lo maten…!; lo clamaba con una voz aguda, demoniaca de tan estridente, y en el acto mismo de la enunciación, sin meditarlo, juzgaba sin empacho ni titubeo que hecho por el otro merecía la muerte como sentencia única. Y las palabras condenatorias, no sólo de aquella mujer, sino de la turbamulta entera, se entremezclaban con el sonido de cuerazos y de golpes de mano abierta que aplaudían contra la carne del condenado, donde cayera, y manos cerradas que sonaban como si percutieran un tambor con el cuero guango.
Ruidero y escándalo hasta que voló una piedra grande, como del tamaño de la cabeza de un bebé, y que trajo con su desplazamiento el silencio absoluto. Parece efectismo esto que le voy a decir, pero de verdad yo la vi volar en cámara lenta, como un puño cerrado, el puño de un gigante que dio entero contra la cabeza del condenado. El golpe se oyó como cuando de lo alto de una palmera cae un coco a la tierra. Pronto, cuando se hizo evidente que a pesar del golpe aún respiraba, se reencaminaron el tiempo, el ruido, los gritos, los cintarazos, las sentencias. Y una rajada, echa por las aristas de la piedra en la cabeza del hombre, comenzó a sangrar profusamente rojeándole la cara.
El condenado ya no alzaba los ojos, ya los tenía vencidos, ya la mirada estaba mansamente echada en el suelo, como perro viejo. ¿Se imagina la antípoda de esos ojos? Yo me lo imaginé, me imaginé el chisperío y el hervor que debieron tener cuando cometía el acto despreciable. Y yo no sé usted, pero para mí eso es el tiempo: no las horas ni los minutos sucesivamente cuantificados, sino esos actos tan contundentes que nos ejemplifican con verdades opuestas la manera en que se ha trastocado brutalmente la esencia de las cosas. Él, por ejemplo, en ese tiempo del linchamiento ya no era un hombre común y corriente, sino el sacrificado a quien ofrecíamos en representación de la maldad inexorable que cada uno de nosotros llevaba consigo. Y para mí que ese reflejarnos con lo terrible fue lo que nos conmovió, no le hace que no lo pensáramos así tan claro como se lo digo ahora, porque la verdad es que esas cosas no se piensan, suceden.
“Ya, Dios mío, ya por favor, ya a’i muere”, rogaba el hombre aun sabiéndose olvidado por la divinidad, aunque seguro reconocía que se trataba del meritorio castigo por su bajeza, por la herida que nos había hecho a todos y por la que todos reclamábamos venganza. “Ahora sí a’i muere, putito” se inclinó un muchacho para hablarle, muy de cerca, incluso escupiéndole las palabras; luego se hizo un poco hacia atrás y, apretando los dientes, espetó con sarcasmo: “Pero, ¿qué tal te pasaste de verga?”, el tono buscaba sí, ser humillante, pero también era un anuncio que procuraba de una vez justificar el acto siguiente; porque apenas terminó de decir esto, el muchacho se impulsó flexionando un poco las rodillas para después saltar más o menos medio metro y luego, imprimiendo fuerza y dirección a la caída, azotar ambos pies, junto con todo su peso, sobre uno de los tobillos del amarrado. Tronó el hueso, el pie se dislocó, quedó suelto, inerte, incluso se zangoloteó cuando en el acto el sacrificado automáticamente jaló la pierna tratando de ocultarla.
Y el muchacho repitió el salto sobre el otro tobillo.
Así que qué se iba a estar levantando. Cuando lo entregamos tuvimos que subirlo en volandas a la panel de la policía. Yo ayudé y como eché uno de sus brazos alrededor de mi cuello me quedó su cara deformada aquí cerca del oído: ya no se quejaba, apenas se escuchaba una respiración dificultosa, como si le raspara el aire al salir y entrar del cuerpo anestesiado; yo creo también el subido hedor a gasolina ya le había constipado la nariz.
A nada estuvimos de encenderlo: ya estaba bañado de pies a cabeza, y al fuego, aunque aún no había aparecido, ya se le hacía el llamado con que “quién tiene lumbre, quién tiene lumbre”, corría la voz urgida en serie a través de la turba. Y todo estaba dispuesto cuando de repente dijo una señora: “¿Qué culpa tiene su madrecita? Ella no se merece sufrir la muerte de un hijo, así sea esta miseria de hombre”. Tras escuchar aquella voz, primero pensé se trataba de la madre, pero luego reconocí a la mujer que, para no entrar en detalles, sólo le diré que ciertamente sabía de lo que hablaba. Entonces yo dejé de pensar y de actuar. Imagino que los demás hicieron lo mismo y al igual que yo se sintieron conmovidos porque todo fue un silencio elevado, como aquel que se revela, no sé si a usted le ha pasado, cuando uno le habla a Dios y uno sabe clarito, y no hay manera de explicarlo, que está siendo escuchado: ese silencio era.
El fuego se quedó apagado, guardado quizá para el siguiente, el que sí lo mereciera, tal vez alguno de nosotros que no encontrara una madre redentora; mero pretexto, creo yo, eso de la salvación materna, que en realidad sucedió para que todo nos miráramos en aquel desgraciado y, más aún, nos reconociéramos como posibles víctimas, no del daño que había hecho, sino de ser poseídos y a hacer algo tan terrible como lo que él hizo.
Finalmente llegó la policía. Alguien a vuela palabra relató el crimen. Los policías sonreían desconcertados y negaban con la cabeza; incluso se les miró la satisfacción de ver que el acusado estaba hecho una piltrafa. Hicieron bien su trabajo y aun uno de ellos, para que finalmente se apaciguaran los pocos que todavía seguían enardecidos, gritó: “No sean pendejos, estos perros sufren más vivos, allá encerrados”. Y a saber si eso sea cierto. Lo que es verdad es que luego de ese día acá las cosas cambiaron. Le va a parecer cursi, pero así fue, no le miento si le digo que aquello lavó las calles y limpió las paredes de las casas, hasta más brillante se veía salir el sol y ya en las noches se escuchaban los grillos que tenían años que ni un chirrido nos echaban.
Y déjeme serle muy sincero, y disculpe la paradoja, pero yo no estoy satisfecho aunque sí estoy satisfecho; así me siento y así es, ni modo. Lo que sí es que no estoy tranquilo del todo, porque quién sabe qué tan bueno haya sido encerrarlo, porque finalmente cualquier día escapa y viene a cobrárnosla uno por uno. Y en una de esas hasta a usted, que cree que no tiene nada que ver, le toca venganza.
Mario Sánchez Carbajal (México, 1983). Estudió el Diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha obtenido el FONCA, en las categorías de cuento y novela. Ha obtenido el Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri por La línea de las metamorfosis en 2013 y el Premio Bellas Artes Juan Rulfo para Primera Novela, por Bilis negra en 2015, entre otros reconocimientos. Por su libro Liminares, suicidas e insomnes obtuvo el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2022, en la categoría cuento; este cuento pertenece a dicho volumen.