Gustavo Marcovich
Zaratustra’s house
La parada tiene varias acepciones, entre ellas atajar un balón cuando se es arquero, o lugar donde se espera al autobús, o algunas otras que conforman una secuencia polisémica. Albor pretendía todas al mismo tiempo, es decir, una homografía, porque esperaba el transporte público para ir al entrenamiento de futbol donde fungía como cancerbero y era joven.
Así pasó; aunque no el orden esperado: ni el que deseaba en ese momento ni en otro. Un Tsuru verde, con abolladuras por los cuatro costados, se detuvo frente a él. Un hombre de unos treinta años, con varias cicatrices en el rostro, bajó la ventanilla y lo invitó a acompañarlo.
—¿Qué onda, Bor? ¿A dónde?
—Voy a entrenar. Hoy es el día de las pruebas para subir al primer equipo.
—Órale, sube que te llevo. Por acá no pasa un camión desde hace un chingo.
—No, gracias. En serio, no ha de tardar y no quiero molestarte.
—No es molestia, cuñao. Ándale, súbete o me ofendo.
Y Albor subió. Sabía que no era lo apropiado. Que el Toni, así se llamaba el ofertante del viaje, no era de fiar. Que debía un par de vidas, que lo buscaba la policía y que, cuando andaba en cemento, era capaz de cualquier cosa. Sin embargo, no le quedaba de otra: el transporte no pasaba —y tal vez no pasaría nunca—, y el Toni, el macizo del barrio, siempre lo había tratado bien, como a su protegido.
Avanzaron unos cuantos metros y el Toni detuvo el coche frente a la tiendita.
—Aguántame tantito, nomás voy por un encargo. Pásate al volante y no apagues la nave. Ponte trucha porque no dilato.
Albor supo que todo iría mal. Pensó en bajarse y echar a correr. No pudo. Nació en ese barrio y, muy probable, ahí moriría —esperaba que muchos años después. Sabía que no hay escapatoria al destino. Pasó la maleta con los bártulos deportivos al asiento de atrás y se pasó al asiento del conductor. Mantuvo la ilusión de que, si se portaba bien, sería depositado cerca del entrenamiento o en una parada de transporte público.
Supo de inmediato que eso no pasaría.
El Toni regresó corriendo, malencarado. Tiró en el asiento trasero una caja de cervezas, dos cajetillas de cigarros sin filtro, un desodorante, dos paquetes de Bimbuñuelos Bimbo y uno de comida para gatos. Luego se subió de copiloto.
—¡Ándale, cabrón! Písale. El pinche ruco no me quiso fiar y me le tuve que pelar.
Albor apretó el acelerador y aplicó sus incipientes conocimientos automovilísticos a la fuga en ciernes.
—¿A dónde vamos? Tengo que ir a…
—¡Oh! Aguanta, nomás vamos a dejar estas cosas a casa de un tío y te llevo. No la hagas de tos. Yo te voy guiando.
Así avanzaron unas cuadras, dando vuelta en varias esquinas, frenando en unos topes y en otros no. No atropellaron a un perro porque no se les cruzó ninguno. Al final, doblaron en un estrecho callejón para, al final del camino, llegar a una puerta metálica oxidada. El Toni bajó y jaló un alambre que hacía de cerradura y le ordenó a Albor que metiera el coche.
—Ya me voy, Toni. Neta que es importante.
—Aguanta. Nomás bajamos las cosas y nos vamos.
Agarraron la compra y se dirigieron a una casa que parecía palacio. Si bien estaba casi en ruinas, todavía dejaba ver que tuvo un tiempo de esplendor. Pese a encontrarse a tres cuadras de su casa, Albor nunca había visto tal mansión.
—¿De quién es esto?
—Del Zaratustra, un loco.
Traspasaron el umbral que separa el exterior del interior y llegaron a una sala de enormes dimensiones que dejaba ver restos de muebles caros, pero devastados por el tiempo y la falta de cuidado. Repartidos entre los sillones y el suelo había varios camaradas en evidente estado de hastasumadre. Más adelante, en un camastro Luis xvi, una señora de edad indefinida y fisonomía difusa reposaba acostada y casi desnuda, como en espera del próximo rival.
Albor, que seguía al Toni, no pudo dejar de mirarla con algo parecido al terror.
—¿Qué, mi chavo, te la quieres tirar?
—Paso, mejor me espero al matrimonio o me voy de cura.
Así continuaron el camino, sorteando botellas, colillas, restos de comida y gatos hambrientos. Al final, llegaron a un sillón individual donde reposaba y sonreía, cigarro entre labios, un hombre grande, de edad incierta pero avanzada, vestido con una túnica blanca y barba tupida.
—Pon las cosas ahí, en la mesa. Dale de comer a los gatos, pásame el desodorante y sírvanse una botana —le ordenó el gurú a el Toni—. ¿Y tú, chamaco, qué te trae por acá? —interrogó a Albor mientras se aplicaba el desodorante.
—Iba al entrenamiento. Hoy es un día importante porque…
—No, mi chavo, estás muy verde. Se ve que tienes cualidades, pero te falta lo más importante: tamaño, y el tamaño implica poder. Imagino que juegas de portero.
Albor asintió asombrado.
—Cuando la pelota viaja hacia tu portería, produce viento. El viento mueve molinos y, a veces, los derriba. Toma asiento, te voy a contar una historia. ¡Toni! Tráele una silla y dale algo de beber.
El poderoso jefe del barrio se acercó a cumplimentar las órdenes. Sentó al muchacho en una destartalada silla de madera y puso en su mano un vaso de contenido incierto, aunque parecía refresco de manzana.
—Alguna vez —comenzó el Zaratustra su remembranza— jugué en primera división. Eran otros tiempos. No había televisión ni pagaban lo que ahora. Era un jugador excepcional y hubiera ido al Mundial de no ser por aquel partido. Al minuto treinta y tres, el árbitro cobró una falta de Roberto, nuestro defensa heroico, quien protestó y fue amonestado. Antonio, el capitán, hizo valer su derecho jerárquico e increpó al central, quien puso cara de no entender castellano. Sin embargo, entendió la mala cara de Antonio, el corte de manga y lo expulsó. En ese momento empezaron los empujones y algunos de nosotros queríamos irnos de la cancha. Antonio decidió quedarse. El partido se suspendió, pero él se quedó ahí.
Albor estaba desesperado. Sabía que solo un milagro le permitiría salir de ese tugurio y alcanzar la prueba a tiempo.
—Señor, tengo una urgencia, en serio —trató de mentir, de inventar algo importante, pero no se le ocurrió nada. En casa le habían enseñado a no decir mentiras.
—Te puedes ir cuando quieras, pero ahora no. Bebe, te calmará. ¿Sabes?, en Oaxaca se puede conseguir un trago las veinticuatro horas, pero no es necesario.
Albor bebió de su vaso con la esperanza de que así lo dejarían ir.
—Jenófanes, un sabio griego, recomendaba a los atletas que compitieran, pero que no triunfaran para, de esa manera, huir de la soberbia. Se ve que eres un buen jugador, pero de esos hay muchos. Lo que te falta es estulticia.
Esa palabra sí le resultó extraña a Albor y, sobre todo, le causó risa. De repente se reía sin poder parar y veía al Zaratustra como un sátiro.
El anciano siguió con su perorata sin inmutarse.
—El futbol es la fachada y el estadio, hermoso estadio, donde brillan en letras de oro los nombres de los jugadores que hicieron la historia. Y los domingos las gradas se llenan de fiesta a la sombra de las banderas de los equipos. Pero detrás solo hay un vacío que nos chupa.
En ese momento, el aire se llenó de música y alegría. Alguien conectó un viejo aparato del que emanó una vieja canción que nadie recordaba, pero que animó a algunos de los presentes, que medio se espabilaron y dejaron su condición de ausentes.
Esta mañana de paseo
con la gente me encontré
al lechero, al cartero y al policía saludé
en puertas y ventanas también recuerdos vi
mucha gente que antes ni siquiera la vi
Viva la gente, la hay donde quiera que vas
Viva la gente, es lo que nos gusta más
Con más gente, a favor de gente
en cada pueblo y nación
Habría menos gente difícil y más gente con corazón
Habría menos gente difícil y más gente con corazón
Alguno más espabilado aprovechó el segundo aire para montar en la señora del sofá, otros volvieron a inhalar cosas y el Toni desapareció.
Poco antes de que acabara la canción que se repetía al infinito, Albor supo que era imposible salir de ahí. Entendió, antes de caer dormido, que el resultado no puede estar mal, aunque lo parezca, porque es el resultado. Lo que está mal, en todo caso, es la idea de lo que se quiere hacer, pero eso es otra historia.
Ficha del autor
Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1965. Exiliado en México tras el golpe militar en Argentina. Ganador del Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo 2013 por Responsables en este momento; Premio Bellas Artes Testimonio Carlos Montemayor 2014 por Papel es traza.