Crista Aun
El rosario de Magdalena
Magdalena se sintió contenta al verse disfrutando de la velada, hacía años que esa sensación le era extraña. Entre música, comida y vino, la cena de aniversario del trabajo de Humberto transcurrió amena, y ella permitió que sus hombros se relajaran al sentirse una más de los invitados. Durante toda la noche, permaneció sentada al lado de Humberto, observó sus reacciones y, de una manera sutil, imitó todo lo que él hacía. Si su esposo reía a carcajadas, ella esbozaba una sonrisa, si el hombre manifestaba enojo por las reformas gubernamentales, ella asentía con la cabeza secundando su opinión. Pasadas las horas y las copas, Humberto le dijo que era tiempo de retirarse, él se sirvió una última copa para el camino y, con Magdalena guardándole la espalda, se despidió de los colegas y agradeció a los anfitriones, asegurándoles que jamás había disfrutado de una fiesta tanto como aquella.
Salieron del salón, en silencio se dirigieron al carro; Humberto caminó varios pasos delante de Magdalena, ella lo siguió despacio sorteando el empedrado de la calle, los tacones se lo hacían difícil. Una vez sentada en el carro, Magdalena cerró la puerta y la tranquilidad de la que había gozado se disipó como se desvanece una bocanada de humo; en el momento en que Humberto abrió la boca, el estómago de la mujer se contrajo, los hombros retomaron la tensión y la garra de la angustia la tomó del cuello.
—¡Eres una puta!, no sé cómo me casé contigo, ni toda la fortuna que gastó el tarado de tu padre pagándote las mejores escuelas y los viajes al extranjero te darán un gramo de clase. ¿Qué chingados le veías al mesero?, parecías idiota con esa sonrisa complaciente de piruja barata, cada vez que se te acercaba, ¿acaso no te das cuenta de lo ridícula que te ves?, ¿me quieres ver la cara de tu pendejo o qué? —Magdalena sintió en el tono de esos gritos la convicción de quien ha sido ofendido muchas veces en el pasado y ha llegado a un punto de ebullición.
—¿De qué me hablas? Yo no hice nada… lo siento, solo estaba siendo amable, por favor no te enojes, no fue mi intención irritarte —respondió ella, con la angustia instalada en la voz; escuchaba los argumentos de Humberto, le quedaba claro que él experimentó una noche muy diferente a la de ella, cualquier razón que pudiera darle para rescatar la verdad de nada le serviría, convencerlo de lo contrario era como el deseo de que el mar oleara en sentido contrario a la playa. Con aquellas acusaciones, Humberto se transforma en huracán, ella lo sabe; él está dispuesto a devastarla.
—«¡No hice nada… no hice nada!» Acaso no sabes que un «no hice nada» es lo mismo que decir: ¡soy puta por naturaleza, se me sale solito! Me sacas de quicio, ¿hasta dónde llega tu estupidez?, ¡eres una perdida! ¡Ni con esa panza de bule que te cargas, te contienes! En verdad que das pena, seguro más de uno de los compañeros se preguntó qué hacía yo, trayendo a la criada a la dichosa cena. Si nomás porque doña Elvira insistió en que las trajéramos, de lo contrario me hubiera ahorrado la vergüenza de tener que presentarte como mi esposa —Humberto vocifera, maneja con una mano y sostiene el vaso con la otra; por un instante Magdalena busca valor para agarrar el volante del carro, desea impactarlo contra cualquier poste de luz, cerca o árbol que se les cruce por el camino; la necesidad de una paz inmediata la invade, el miedo la inmoviliza.
Humberto continuó gritándole, ella guardó silencio; con la mano derecha se agarró de la puerta y con la mano izquierda frotó el vientre grávido de seis meses, intentando tranquilizar al bebé que se revolcaba en el interior; la garganta se le cerró, los ojos se le humedecieron y un sinfín de recuerdos le galoparon por la mente. «Vamos, hermosa, dame una oportunidad, siquiera un café, te juro que no te arrepentirás.» El huracán alcoholizado desinhibe su ira, arrasa con cualquier ápice de cordura que aún quedara en su ser; maneja desenfrenado hasta la casa, estaciona el carro y baja estrellando la puerta. Ella permanece sentada, esperando a que el hombre se meta a la casa y la deje atrás, olvidada. «Deja que te abra la puerta, preciosa, quizá te extrañe, pero todavía existimos los caballeros.» Humberto se para delante del vehículo, chasquea los dedos apurándola a que baje, amenaza que no la esperará toda la noche. «Mi reina, he soñado tanto con este momento, desde el primer día que te vi, no he dejado de pensar en ti». Apenas cruzan el umbral, Humberto la toma de la nuca. «Le doy gracias a Dios, tenerte entre mis brazos es una bendición, no puedo creer que ya seas mía, toda mía… A partir de hoy, seré apóstol tuyo y tú serás mi religión.» Magdalena sabe que transitará por la devoción de Humberto, 7 años de matrimonio le dan la certeza, el rosario que con frecuencia le obligaba a rezar, comienza.
Los misterios dolorosos inician; ella internaliza la oración del huerto deseando no pasar esa copa, pero la palma del hombre golpeándole la mejilla la extrae de la plegaria. «Podría pasar horas contemplando el infinito de tus ojos.» Con el puño envuelto en furia, Humberto invoca al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, persignándola con golpes en la cabeza, pecho, y espalda; ella besa la cruz y él le deja los labios partidos. Iracundo, recita letanías perfumadas de insultos; la hinca ante él atizándole un golpe en el vientre; ella queda postrada a sus pies con el alma sofocada, «mi hijo», piensa. «Discúlpame, no sé qué me pasó, te juro que jamás volveré a lastimarte, ¡te amo, te amo, perdóname!.» Él la toma de los cabellos y ella siente las espinas de la corona que él le impone. Magdalena implora piedad, una patada, lágrimas, otra patada, pide clemencia por el hijo que carga en sus entrañas, otra patada, suplica perdón, otra patada; entre lágrimas, sollozos y lamentos carga la cruz en el calvario de golpes, ofensas y mal decires al que es sometida. «¿Por qué me orillas a que te lastime, por qué? ¡Si tan solo dejaras de provocarme! ¡Lo hago porque te amo!» Ella lo sabe omnipotente cuando la eleva al cielo tomándola del cuello, la estampa contra la pared, le escupe el rostro; la saliva salada le quema en las heridas. Las lágrimas le corren por el rostro dibujando sendas que se tiñen de rojo. Durante el viacrucis de su flagelo, ella prueba el cáliz de su propia sangre, le sabe a hiel, se le cierra la garganta; sus gritos son inaudibles. Ella reconoce el dolor del pecado que no cometió y que la obliga a expiar; con el alma y el cuerpo lacerados, ella recibe la penitencia tendida en el piso y derramando hilos de sangre que la santifican. Magdalena solo se sabe viva porque palpita de dolor. «No vuelve a suceder, te lo juro, a partir de hoy te voy a hacer muy feliz, jamás te dejaré, jamás.»
A la mañana siguiente Humberto se ha ido al trabajo. «Perra.» El silencio que reina es sepulcral. Aún en el suelo, ella despierta cual mortaja de resurrecto: lánguida, con manchas de sangre dispersas por todo su ser, un cólico intenso en el vientre y el recuerdo de que alguna vez hubo una mujer viviendo dentro de su piel. «¿Quién te va a creer?, o qué, ¿les vas a decir que te pegan como a las chachas?, ¡tú con tu título de universitaria!, tú que eres toda una señora, la esposa del licenciado, ¿golpeada y maltratada como doñita de vecindad?, ¡por favor, no me hagas reír!» Con la poca fuerza que aún conserva, ella asciende a la realidad de su existencia; la paz que hace años perdió es como el Espíritu Santo que se postra en su alma. «Qué vas a hacer si yo te mantengo, si solo me tienes a mí… ¿cómo le vas a dar de comer a ese mocoso que cargas dentro?, ¿cómo, si eres una inútil buena para nada? Con sangre corriéndole entre las piernas y la cadera, tolerando una contracción, Magdalena se dirige a la alcoba, se sienta a la orilla de la cama que hace una eternidad dejó de ser lecho, abre la gaveta, extrae el revólver con el que Humberto la ha amedrentado tantas veces en el pasado, eleva el alma al cielo y el arma a su cabeza; se deslinda de las razones que el hombre tendrá que dar cuando encuentren un cuerpo hecho jirones sobre la cama, le alivia pensar que ella ya no lidiará con la ira que todo aquello provocará en su esposo; con un hijo muerto en el vientre, ella pone fin al sufrimiento y en un último misterio glorioso, corona su sien con una bala.
Ficha del autor
Narradora (1971). Obtuvo el primer lugar Microcuento GDLee 2015 y en el encuentro de Minificción Raúl Aceves 2017. Fue finalista del II Certamen Nacional de Cuento Nada que fingir 2017. Tercer lugar del III Certamen Literario Internacional Pretextos por Escrito 2017 y finalista del II Concurso Internacional de Cuento Breve Todos somos migrantes 2017.