Fragmentos desde la espelunca
Marco Sanz
La vida bien pudo evolucionar en otro sentido y no haber originado nunca una criatura como el ser humano; pero no lo hizo. Y lo mismo da si se habla de Dios, pues nadie le obligó a interrumpir su sueño eónico solo para encender la chispa de la Creación. Como quiera que haya sido, henos aquí: obviando la portentosa y conmovedora travesía que nos condujo a ser los que ahora somos.
Abrir los ojos, despertar. Tras la retina la luz transformándose en impulsos nerviosos. Y sin embargo, de nada me percato ni despierta mi interés: vivo ocupándome de cosas que no guardan —o no parecen guardar— ninguna relación con los corpúsculos que incendian dentro de mí un complejísimo cableado del que depende esto que ahora escribo.
¿En qué momento uno comienza a percatarse de sí: cuando por fin se precipita en la palabra «yo» —que no es sino la partícula verbal donde la subinteligencia de los «instintos» se disputan la soberanía del cuerpo—, o bien, cuando transforma su ser en un auditorio donde se escuchan las voces de otros antes que la propia?
Lo cierto es que somos voces —voces que con el paso del tiempo transmutan en ideas. En el principio, pues, fue la idea, y por idea entiendo una voz: una voz que me dice algo (a veces me mueve a la acción) y que nadie escucha salvo yo en la intimísima privacidad de mi bóveda craneana. Después vienen otras: las ideas son de una virulencia —diría— incontenible. Y ocurre que, al agolparse todas estas ideas en lo que ahora llamaré mi conciencia, unas intentan silenciar a otras y así sucesivamente. ¿Soy el atrio en el que estas y otras voces se disputan el papel de concertista? Sin embargo, ¿cuál de ellas soy yo? Más aún: ¿acaso hay alguien dentro de mí que mira o más bien que escucha estas voces y que trata —acaso inútilmente— de organizarlas? Me gustaría negarlo. Pero, ¿cómo? ¿Quién soy yo? Lo tengo claro: voces. ¿Y de dónde vienen estas voces?
Los debates estarán siempre a la orden del día, pero para evitar digresiones y contratiempos, diré que las voces provienen de la cultura. Con esto, por supuesto, se resuelve poca cosa, aunque me permite avanzar otras ideas; como esta: si la procedencia de las voces que nos constituyen es de índole cultural, la cultura es una operación por la que nos dejamos avasallar por algo que no somos nosotros, pero sin lo cual no podríamos ser nosotros.
Es curioso que sea de una voz de lo que pende nuestra existencia. Aunque, por otra parte, me salta una duda: ¿será, en un principio, esta voz la de la especie, quiero decir, querrá esta voz instruirnos en relación con lo que la naturaleza espera de nosotros? Más aún: ¿son estas voces que escuchamos las de la filogenia? Aunque, antes que nada, deberíamos preguntarnos si existe acaso algo así como la «Naturaleza»; ¿no se tratará, en cambio, de otro ingenioso tropo con el que solemos desplazar metafóricamente el núcleo inaccesible de la otredad? Natural es sentir hambre, dirá el listillo. Y tal vez lleve razón.
Pero en el hombre, en la medida en que las «necesidades fisiológicas» no están orientadas única ni exclusivamente al acierto vital, por cuanto es imposible discernir una opción que se sustraiga a un horizonte cultural, el «instinto de supervivencia» —si acaso hay algo en nosotros que pueda llamarse así— no aparece ni se desarrolla en franco interés de la especie, sino que se manifiesta para formalizar —y al pronto me veo tentado de escribir «legalizar»— el tórrido romance que, miles de años atrás, se dio entre el logos y el ser. Así, la forma inaugural de la cultura, su causa primigenia, o bien, el mecanismo por medio del cual esta prorrumpe en el vasto foro de la creación, poco a nada tiene que ver con tragedias endopsíquicas, coincidiendo por el contrario con ese momento, prodigioso por donde quiera mirárselo, en que ciertos homínidos y el ser terminaron profundamente enamorados. En el umbral de la cultura no hay, por tanto, nada de lo que pueda hacerse cargo ningún psicologismo —ni aun en sus versiones hardcore de herencia vienesa—, pues lo que tuvo lugar ahí es algo completamente singular y distinto. Hablamos, en rigor, de un auténtico acontecimiento, algo de suyo imposible de reducir a dramas idiosincrásicos, y de cuyo carácter, por ende, solo podemos decir que es eminentemente ontológico.
Mucho me temo que a día de hoy, como hace dos mil quinientos años atrás, la filosofía será la que tenga la última palabra.
Ficha del autor
Marco Sanz. Es profesor de antropología filosófica en la Facultad de Filosofía y Letras de la UAS y miembro del Sistema Nacional de Investigadores.