Estación Kerouac 50
Adán Medellín
Hay un puñado de escritores que persisten por encima de los congelados retratos que la posteridad ha hecho de ellos. Son algunos de los más queridos, de los más irrenunciables para el gusto lector, permanecen en la mitología de los creadores pese a los años, las experiencias y las lecturas. Entre ellos, uno de los más polifacéticos y juguetones entre los juegos de luces y sombras de la vida es Jack Kerouac (1922-1969).
Kerouac puede encontrarse en una catarata de imágenes, en muchas cartas dispersas desde un mazo vital. Pienso en el joven Kerouac jugando futbol americano, rompiendo tacleadas en los campos lodosos de la Universidad de Columbia y corriendo al infinito montañoso de Big Sur. Lo recuerdo místico, compañero, abrazado a Neal Cassady en la icónica portada de En el camino, figuras polvorientas y gozosas del camino. Lo veo ajado y alcoholizado, hablando frente a las pantallas televisivas en un show nocturno como una triste caricatura de sí mismo, devorado por la celebridad y la cultura pop.
Este otoño de 2019 se cumplen 50 años de la muerte de Kerouac, aunque sus lectores más acendrados puedan dudar del hecho. No solo por la inclusión de Jack como una de las figuras literarias más presentes en la cultura pop, Hollywood, el jazz o los estilos de vida que se emparentaron con los hippies y la contracultura estadounidense. También porque la vida y la obra de Kerouac, conjugadas en la misma leyenda, nos entregan a un hombre de caras contrastantes, de continuas convicciones y contradicciones.
Se puede amar a Jack desde En el camino y ese gran canto libertario de las carreteras, la vitalidad, el alcohol y el amor libre que contradijo una moral mojigata, conservadora e hipócrita a mitad del siglo XX. Se puede amar a Jack como la encarnación de ese modelo aspiracional para los escritores jóvenes: un revolucionario de las letras y la vida, lleno de experiencias, romances, luchas y famas incluidas; un devoto del escapismo, de todas las posibilidades de fuga a la vida anodina de un adolescente de provincias y suburbios desangelados.
Se le puede querer también como ese místico melancólico, cobijado por su peculiar catolicismo y sus fuertes inclinaciones budistas, lector voraz de los Sutras, ecologista avant la lettre, vencedor de caminos rurales y de serranías que podía sentir la gloria de la divinidad o la trascendencia en una borrasca montañosa siguiendo los pasos de su amigo Gary Snyder en Los vagabundos del Dharma. Jack era un místico con explosiones sentimentales y arrabaleras, que pecaba pese a sus mejores intenciones sin lograr contenerse, y que le escribió uno de sus libros más entrañables a un hermano profundamente santo y muerto en la niñez (Visiones de Gerard); mientras volvía cada tanto y sin falta, después de correr el mundo, publicar y enamorar mujeres, al cobijo de los brazos de su madre.
¿Qué título pondríamos en la ficha de Kerouac? ¿Vividor indómito, poeta del jazz, bebedor religioso, espíritu feroz del camino, alma errante de sí misma, narrador de la experiencia existencial? «Jack era inaprensible», recordó la escritora Joyce Johnson, una chica judía que fue su pareja en los años 50, durante la bohemia en el Village de Nueva York, quien vivió de primera mano la génesis y el apogeo de los beatniks desde el lugar de un personaje secundario y oscurecido por la estrella de los otros.
Joyce rememoró inicialmente a Jack por las apasionadas pláticas que el poeta del Mexico City Blues tenía sobre futbol americano con un bar tender. ¿Por qué se animó a escribir ella un libro extraordinario (Personajes secundarios) sobre sus años con Kerouac y los beats? Es que vio en qué se había convertido treinta años después de su muerte: Jack era el anuncio de unos jeans en una foto vintage de la que ella misma ha sido recortada.
Es cierto que nuestro mundo ha cambiado mucho desde que Kerouac se fue; él lo supo incluso en los momentos más altos de su fama, antes de partir. Sus páginas pueden mostrarnos una romantización de la violencia emocional entre parejas o los beats eran un gran Club de Toby que invisibilizó por décadas a sus contrapartes femeninas. Hoy no podemos atravesar la República Mexicana en un ride sin que nos entreguemos al riesgo del secuestro, la trata, la violación o el crimen organizado. El mundo espiritual de la generación de Jack, Ginsberg, Burroughs and co. se hundió en gran medida después de Nixon y Vietnam y tras las represiones feroces del 68 y la guerra sucia en sitios como México.
Y, sin embargo, aunque ya no vivimos los años de una libertad feliz y recién encontrada entre budismo, jazz, alcohol y la búsqueda ecléctica del rostro de Dios; aunque hemos perdido algo del asombro de ese México poético y mágico, a medias rural, indio y citadino, que Jack descubrió a mediados del siglo XX en Tristessa, aún acudimos a él por un conjunto de cosas fundamentales. Los libros de Kerouac son la música espiritual de la sinceridad, nacida con un lenguaje excepcional, frente a un mundo abrumador y descolocado. Lo digo como un conocedor tardío de su obra, alguien que lo sigue leyendo poco a poco después del impacto de la universidad, del deseo de iniciación en la literatura y del panteón en que solemos guardar a nuestros autores de juventud.
La prosa de Kerouac, aunque compleja para aprehenderla en su lengua inglesa original —llena de coloquialismos, cadencias sonoras, imágenes, guiones y onomatopeyas— es real, se queda en la lengua, en el cuerpo. Kerouac era veloz como Jack London, pero sobre todo era rítmico, automático, musical. Puede emborrachar como un buen bourbon, puede hacernos volar como un gran solo de jazz. Nos sabe a algo auténtico, sin artificio (aunque esté lleno de lecturas y referencias y artificios). Ese será siempre el peligro para quien quiere imitarlo, jugar a ser como él, sobre todo si olvidamos un hecho radical: a pesar de sus simpatías de nihilismo budista, Jack aún creía en la verdad, en el trance, en la revelación de la palabra escrita y hablada en todas sus manifestaciones.
Kerouac cuenta su navegación permanente y epifánica por el mundo en ese montón de páginas espirituales y autobiográficas que confundimos con sus novelas. Quizás esa es, junto con su incuestionable capacidad de fabulación sobre su mundo y el de sus amigos, una de las razones que lo mantiene tan vivo y en circulación editorial. Eso nos hace seguir emocionándonos con el trabajo literario de quien fuera un niño de familia francocanadiense crecido en una ciudad textil de inmigrantes cerca de Boston que cruzó su país fulgurantemente para renovar la literatura desde San Francisco y murió una docena de años después de su éxito por una hemorragia causada por la cirrosis.
«La vida es sagrada y cada momento es precioso», escribió Jack en En el camino. Habrá escritores y escritoras más puros, más perfectos de estilo, más cuidadosos en la estructura, con una síntesis más elegante en el cruce de sus intereses poéticos, místicos, sociales o filosóficos, pero Kerouac es más que un estado de ánimo: es un estado del espíritu, un flujo de libertad, de nostalgia, de ansiedad por la vida y el encuentro con el mundo y con el Otro, sea Dios, el diablo, el alcohol, la mujer o el hombre que amamos. Al abrir sus páginas, sin tapujos, vemos esas imágenes que irradian a un ser que luchó con sus ángeles y sus demonios frente a un gran rollo de papel, transformando su memoria en literatura para contarnos su encuentro —nuestro encuentro— con el delirio de vivir.