Autobiografía de la piel (fragmento)

Por Ana Clavel

Fragmento de novela

I

Mi memoria es oceánica. Todo lo abarca, todo lo envuelve. Me recuerdo inventándome: primero un pliegue, un surco, un nudo. No en balde soy el horizonte por el que el cerebro percibe al mundo. El hecho de que nos constituya a ambos la misma capa embrionaria nos hermana de tal manera que podría decirse que yo soy un cerebro extendido y él una piel pensante. En realidad, la contundencia física de mi ser ha derivado en que los volátiles pensamientos necesiten siempre anclarse en lo concreto para ser verdaderamente entendidos. Sé que sonará vanidoso, pero gracias a mí el mundo está lleno de metáforas, esas formas sutiles con que pensamos con nuestros cuerpos.

Volveré a esto más adelante porque de lo que quiero hablar ahora es de mi caso específico, del momento en que supe que ella y yo éramos personas diferentes. Al principio, cuando gorjeábamos al contacto de la barba de papá que nos prodigaba besos, o disfrutábamos el néctar del pecho de mamá, no sabía de grietas ni de fisuras. Solo de la fuerza de nuestras piernas para demostrarle a papá que podíamos sostenernos solas, o la sonrisa de mamá cuando le decíamos que la preferíamos a ella, mientras, cómplices, murmurábamos al oído de papá cuando la veíamos alejarse: «No es cierto, a ti te quiero más».

Ni siquiera la devastación que vino tras la muerte repentina de papá pudo separarnos. Estábamos por cumplir cuatro años: nos habían prometido un pastel con rosas de merengue y un vestido de hada del bosque que nunca llegaron. Entonces nos refugiamos en un rincón en sombra de la vida. Creo que solo así pudimos sobrevivir, dejando que el polvo se acumulara, que el musgo y la hiedra nos cubriesen como en un sueño invernal. Claro, a veces nos asomábamos al mundo. La respiración contenida, el latido silencioso, que la vida no se enterara de que persistíamos. Si simulábamos estar muertas, quizás nos perdonaría y pasaría de largo. O tal vez, si simulábamos estar muertas, conseguiríamos lograrlo. Adentro, muy adentro del capullo de tejido vegetal que nos rodeaba, esa madriguera en penumbra donde dormíamos abrazadas como dos gemelas complementarias, el torrente de sangre se movía apenas. Y era recóndito y avasallador el letargo.

Hasta que nos despertaron. Sucedió un par de años más tarde. Creo que llegué del jardín de niños con la muchacha de servicio que nos cuidaba. Mi hermano mayor —que a veces no existía— y él —mi primo, nueve años mayor que yo— miraban en la televisión un partido de futbol. Ignoro si antes lo había visto porque esa fue la primera vez que lo descubrí: un adolescente de quince, dieciséis años, con un rostro de facciones delicadas y una mirada como adormecida que tocaba con suavidad cuanto veía a su alrededor. Me miró llegar y el tacto de sus ojos hurgó en nosotras con dedos delicados. No sé cuánto tiempo estuvimos quietas, dejándonos hacer. Un hechizo que duró días. No fue extraño que una tarde me tomara de la mano para escondernos y tocarnos en la recámara de mamá que, como trabajaba para sostenernos, casi no estaba en casa.

De esos encuentros conservo la suavidad innombrada de las caricias. Los especialistas dicen que el tacto es el sentido del cuerpo, que la piel es el órgano de mayor tamaño, que soy barrera, contención, protección, contacto, zona liminal. Se les olvida mencionar que la piel es nuestra memoria del paraíso.

¿Y cómo no iba a serlo si me tocaba con la piel más tierna de su cuerpo? Y yo sonreía. Gorjeaba de placer, regresaba a mi esencia de pájaro troglodita, helecho gluglú, gazapo de ojos hacia dentro. Ella lo escribió en algún otro lugar. Dijo: «Yo era mi paraíso» —en realidad se refería a nosotras, a mí—.

II

Pero saltó la culpa de manos agazapadas. Nosotras no la conocíamos, aunque los sábados hubiéramos empezado a acudir a las clases de catecismo de la parroquia de San Cosme y Damián, acompañando al hermano mayor que habría de hacer pronto su primera comunión. Esas imágenes del Jardín del Edén debieron de calar hondo en la piel febril y nueva que éramos. Una arcilla fresca y maleable en las manos de un orfebre de mitos y religiones. Recuerdo tanto un cervatillo que hundía el hocico tierno en el cabello ensortijado, con olor a heno y musgo, de Adán. Una araña que tejía un capullo de seda para guarecer la risa de Eva que se rendía de placer.

En algún momento en que nos buscaron, mi primo propuso escondernos y nos metimos bajo la cama. Parecía una travesura, un jugar a las «escondidas» que se repitió varias veces mientras mi hermano o la muchacha entraban y salían sin hallarnos. Me excitaba la emoción de que nos encontraran, ver sus pies caminar extrañados antes de retirarse, pero también, de a poco, se sumó un rumor sudoroso, una baba extraña y confusa. Recuerdo el goce total de la piel más tierna y el temor a ser descubiertos en una misma espiral que se columpiaba en el vacío, un golpe de sangre que se suspendía como ola antes de romperse en un acantilado.

Seguramente mi hermano o la muchacha nos acusaron, pero también recuerdo —a partir de que pude recordar— haberle dicho a mi madre de nuestro placer, de lo que sucedía con la piel de mi primo. Tal vez mi gozo era tal que quise compartirlo con ella, mi otro amor perdido desde la muerte de papá. No hubo recelo de mi parte al confiárselo: ¿cómo podía ser maligno algo que me hacía tan feliz? Y entonces sobrevino el castigo y el mundo se borró. Olvidé esa estancia de mi paraíso —y su expulsión—: olvidé a mi primo, lo que pasaba cuando estábamos solos, el escondite bajo la cama. Siete años duró el limbo.

No se trataba de que hubiéramos dejado de ver a mi primo. De hecho, sus hermanas me invitaban cada tanto a quedarme en su casa de la colonia Condesa. Me trataban como muñeca y me consentían. Y a mí me encantaba visitarlas también porque su casa era propia, con techos altos y escaleras, habitaciones y armarios donde uno podía perderse, pero igualmente porque estaba situada en una colonia arbolada con camellones floridos, y todo aquello me parecía un mundo mejor que el departamento pequeñito donde vivíamos de la colonia San Rafael. Además, en la casa del hermano de mi madre había libreros con esos extraños objetos con superficies de tacto suave que de pronto acariciaron mis ojos y la fantasía galopante que se me desató por dentro. Según las historias que descubría, subimos a globos aerostáticos y nos golpeó el viento en la cara, me trepé en elefantes de piel rugosa y cosquilleante, abordamos trenes trepidantes y barcos de vapor ondulantes, aunque solo estuviera sentada en la salita de lectura. Así pasaron varios años de deambular entre la casa de mi tío y la nuestra.

Desde que mi primo iba a la universidad y tenía sus amigos estudiantes, además de los de la colonia, casi no estaba en casa. Así que su cuarto propio muchas veces fue zona franca para nuestra curiosidad. En sus libreros encontré libros clandestinos y portadas de discos escandalosas. No pocas veces, mientras mis primas estaban ocupadas en sus tareas, leíamos en el cuarto de mi primo historias que me hicieron descubrirme una piel más secreta que la que normalmente me constituía.

Iba y venía a nuestra propia casa y a veces en el pasillo de la entrada o en la cocina me encontraba con mi primo, que nos saludaba de forma cariñosa y me gastaba alguna broma. Un día lo encontré con sus amigos de la cuadra frente a la puerta principal. Un olor penetrante a zacate quemado obligó a mis primas a apurar nuestra salida rumbo al cine Lido. Y entonces, estábamos por cumplir los trece, recordé de golpe la historia de la piel tierna con mi primo. Fue un golpe de ola inusitado: toda la memoria de lo sucedido entre él y yo se me vino encima. Supongo que nos castigaron y que, aun sin saber por qué, debí de sentirme tan culpable que la única manera de salir a flote con aquello fue el olvido. Aún ahora me parece insólito: siete años de desmemoria. La crónica de mi paraíso se había convertido en una historia furtiva.

Así fue el momento de nuestra separación. La grieta, la fractura. Cuando ella y yo dejamos de ser una misma persona. Mi memoria es oceánica, pero muchas veces prefiere la belleza de los acantilados. Se puede vivir de muchas muertes.

III

(Yo, tú, ella, nosotras… Las voces se derraman y descorren en todas direcciones, multitudinarias, personalísimas. A menudo me pregunto quién de nosotras toma cada tanto la palabra. A veces hablamos desde la memoria compartida. A veces desde la fractura que nos aparta. A veces ella con su antifaz y sus dones de escritura. A veces tú con tu perplejidad y tus preguntas. Siempre yo con mi deseo irremediable.)

IV

No hay belleza sin herida. Lo dijo un pintor encarnizado por representar la locura de los cuerpos y sus pasiones. La frase nos ha marcado con una cicatriz invisible pero imborrable. La experimenté en carne propia antes de conocerla y luego no fue más que redescubrirla en palabras que, no obstante su sencillez, nos abismaron. No puedo evitarlo: soy una piel que piensa y se piensa, a solas, con mis codos, con mis párpados, con mis rodillas, con mi ombligo. ¿Cómo han sido mis heridas? Pienso en «herida» y lo primero que me viene a la mente es el juego del columpio. Al principio, cuando me subieron a uno de canasta, es decir, de esos especiales para niños muy pequeños con una barra al frente, y mis pies quedaron en el aire y comenzó el vuelo, grité con todos mis poros como bocas aullantes. Mis padres insistieron en balancearme con suavidad hasta entender que, sin asidero en la tierra, la piel se convertía en vértigo disfrutable. Con el tiempo me convertí en la princesa de los columpios, aunque ya no hubiera nadie para impulsarnos, cuando terminaban las clases y la muchacha que nos cuidaba me llevaba un rato al parque, cada vez volando más alto. Cada embestida contra el viento me devolvía la percepción de mi cuerpo como una totalidad irreductible. Mis piernas otra vez poderosas, primero para tomar vuelo, luego para dejarse llevar en el impulso. Cada vez la piel más exultante por esa caricia del desafío del aire incandescente.

Hace poco leímos la novela Blonde, de Joyce Carol Oates. Confieso que mi fascinación por Marilyn Monroe comenzó cuando ya éramos adultas, cuando conocimos el retrato que hace de ella Truman Capote en Música para camaleones. Antes, cuando éramos adolescentes y descubría los afiches que por todos lados la mostraban sexy, la consideré siempre una rubia tonta y superficial, una piel inquietante, pero de algún extraño modo, demasiado explícita. No conocía entonces la palabra «procaz», pero justamente se la hubiera aplicado con su carga mordiente, irritante. Procaz, aunque su cuerpo estuviera totalmente cubierto por un velo. Procaz porque nos provocaba y despertaba una fruición extraña en la piel interior. La verdad es que nunca había visto una película suya completa, solo secuencias famosas que no hacían sino acentuar mi percepción de su frivolidad. Sin embargo, cuando la contemplé en Some Like it Hot, caímos rendidas ante sus encantos, su belleza tentadora y su gracia resplandeciente. De algún modo percibimos que aquello era la construcción de un personaje, una actuación que ponía en el centro de la escena la seducción encarnada, no solo del deseo masculino, como después me enteraría que dice una teórica afamada, sino también de cómo muchas mujeres concebimos el modo de ser deseadas por nuestros amantes, con esa mezcla de adoración y suspensión del juicio que tal vez vimos, o creímos ver, en la mirada acariciante del padre —presente, o incluso más, ausente—.

En el relato «Una adorable criatura», Capote habla de un encuentro con Marilyn en 1955, durante el funeral de Miss Collier, una actriz británica de larga trayectoria que ya de mujer mayor se dedicó a la enseñanza para actores profesionales en Nueva York. Katharine Hepburn fue su alumna permanente. Otra Hepburn, Audrey, fue igualmente su protegida, como también Vivian Leigh y una neófita a quien Miss Collier llamaba «mi problema especial»: Marilyn Monroe. Fue Capote quien las presentó e insistió para que la exigente maestra aceptara a la joven «bomba sexual platinada». Después de someterla a una prueba en su estudio, Miss Collier le confesó a Capote: «Tiene algo. Es una hermosa niña. No lo digo por lo obvio, tal vez demasiado obvio. No es una actriz, en absoluto, en el sentido tradicional. Lo que ella tiene, esa presencia, esa luminosidad, esa inteligencia deslumbrante, nunca podría salir a relucir en el escenario. Es algo tan frágil, tan sutil, que únicamente la cámara puede captarlo. Es como un colibrí en vuelo: solo la lente puede congelar su poesía. Pero quien piense que la chica es otra Harlow, o una puta, está loco. Hablando de locura, de eso nos estamos ocupando: de Ofelia. Supongo que la gente se reiría de solo pensarlo, pero realmente podría ser la Ofelia más deliciosa del mundo… No sé por qué, pero me parece que no llegará a vieja. Es absurdo que lo diga, pero siento que morirá joven. Espero, ruego, que viva lo suficiente para liberar ese talento tan extraño y encantador que es en ella como un espíritu prisionero».

Decía yo que había leído la novela Blonde y lo hice con todas mis vísceras, mis uñas y los leopardos de mi mente, que se pusieron en guardia apenas vislumbrar a la pequeña Norma Jeane construirse a partir de la orfandad paterna, hasta convertirse en la esplendorosa Marilyn Monroe. En cierto modo, me reconocí en su falla esencial: todas las muchachas felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera —digo que podría haber dicho el señor Tolstói—. El caso de la pequeña Norma Jeane, a partir de la carencia del padre, derivó en la posterior construcción del príncipe encantado que la salvaría de la soledad y la tristeza, el desamor que la marcaba como una ternera abierta en canal. Después, la fantasía que hizo posible el desplazamiento hacia ese gran ojo masculino del cine y del público que ella buscó seducir con una necesidad hecha piel deslumbrante y belleza perturbadora. Si se miran sus fotos, por ejemplo la secuencia fotográfica del velo rojo, en las que se entrega voluptuosa a la mirada de quien la ve, uno descubre una promesa táctil que despierta la carne de la imaginación. Como si cada una de sus células, ese torrente bioquímico que nos constituye desde lo más básico para fraguar una secreta biología de las pasiones, en el caso de Norma Jeane se hubiera programado para ser una piel radiante, esplendorosa, ávida de agradar… a hombres y mujeres, niños y gatos, pero sobre todo a los hombres, a la figura del príncipe encantado, y fundamental y primordialmente, al padre idealizado. ¿Exagero? ¿Me he puesto demasiado freudiana para ser una piel concreta? Busquen una foto de la Monroe, o mejor aún, contémplenla en una de sus películas. Descubrirán una dimensión edénica y una encarnación del deseo ante la cual les será imposible mantenerse sin dejarse tocar. «Sex appeal», le llaman en inglés. Sí, todo un llamado que nos reclama y nos convierte por entero en genitalidad palpitante.

Dejarse tocar. Traspasar. Penetrar. Ahí la razón por la cual el tacto es tan borrado. Borramos lo que nos pone en peligro, lo que nos coloca al borde de nosotros mismos, capaces de dar el salto hacia dentro o hacia fuera. Porque nos descoloca. Dice Pablo Maurette que soy, yo piel, nuestro sentido olvidado. Olvidado porque siempre está presente.

Ana Clavel (Ciudad de México, 1961). Narradora y ensayista. Maestra en Letras Latinoamericanas por la UNAM. Entre sus reconocimientos: Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991, Premio de Novela Corta Juan Rulfo de Radio Francia Internacional 2005 y Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska 2013, entre otros. Es autora de Territorio Lolita, Las violetas son flores del deseo, El amor es hambreCuerpo náufrago, El dibujante de sombrasBreve tratado del corazón, Por desobedecer a sus padresAutobiografía de la piel, entre otros libros. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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Ana Clavel estará presentándose en Culiacán y en Mazatlán, con motivo del 50 aniversario del Instituto Sinaloense de Cultura.

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