Édgar Adrián Mora
Dragón
Y entonces —me dijo el viejo—, los tamemes bajaron de allá arriba, en donde el agua se estanca, y trajeron muchos bultos y muchas prendas. Cientos de tamemes que caminaban por las veredas, subían al cerro y se perdían en la cueva. Mi abuelo me contó que cuando descargaban su mercancía, un sacerdote los sacrificaba para que el secreto no se supiera. Otros dicen que los tamemes sirvieron de alimento al dragón que custodiaba el tesoro.
Hice una mueca. Dragones que cuidan tesoros solamente existían en Europa, nunca en las tierras abandonadas por el cristianismo y el idioma español. Pensé en una reconfiguración del mito. En una mezcla en la que algún sacerdote mezcló a San Jorge con un relato indígena y después se convirtió en otra cosa. En eso que el viejo me estaba contando.
—Nadie supo nada más de los tamemes. Y la tradición dice que incluso los sacerdotes se sacrificaron para no traicionar el secreto.
—¿Qué secreto? —la pregunta fue más una manera de mantenerme artificialmente interesado, que una duda auténtica.
—El secreto del tesoro. La ubicación exacta. No el lugar. Sino la forma. Ese es el error de todos los que lo buscan: se preguntan el dónde, nunca se preguntan el cómo.
Todos los secretos son un tesoro y, al revés, todos los tesoros son un secreto, pensé, ya no recuerdo si en voz alta. El viejo me miraba con una picardía que podía atribuirse tanto al vaso de yolixpa que tenía frente a sí, como a la fe que seguramente le movía creer en lo que estaba diciendo.
—Todavía sigue ahí…
—¿Qué? —el alcohol comenzaba a hacer mis razonamientos incoherentes. Podría confiar al olvido las confidencias del viejo. Podría despertar al día siguiente sin tener que explicarme la forma en cómo había llegado a mi hotel o me había desnudado para dormir. La voz del viejo llegaba desde lejos, como si hablara desde el fondo de un tonel o desde el fondo de la gruta donde un dragón resguardaba un tesoro. El tesoro…
—¿Cómo que qué? El tesoro… El tesoro de Moctezuma…
Yo le di el último sorbo a mi vaso. El líquido verde resbaló lento por la garganta, sentí cómo los espíritus del vino comenzaban a apoderarse de mi cuerpo. Reí con la boca cerrada y la vista nublada se dirigió al viejo que me miraba con paternal compasión.
—Moctezuma… ¿el emperador azteca?
—El gran tlatoani. Pedro de Alvarado, no Cortés, lo mató por no darle el tesoro del reino. Por eso torturaron a Cuauhtémoc. Por eso el señor Ollinteutli, se hizo cargo del tesoro. Por eso se arrojó a la fogata en la que ardería eternamente.
Estaba completamente borracho. Ollinteutli. Nadie hablaba de este señor Ollinteutli. Quién podría ser. Intenté decir algo, pero la lengua se quedó pegada al paladar. Los párpados cayeron como telón de opereta. Los entreabrí por un momento y solo vi la calavera sonriente del viejo. Movía el cuello como una serpiente, una serpiente con cabeza de cráneo humano.
El Instituto me había enviado para verificar la autenticidad de una pieza encontrada en las faldas de un cerro mientras se hacían los primeros cortes de trazado de una carretera. La misión fue encomendada en secreto. Con una discreción que se manejaba solo en las ocasiones en que las órdenes venían de «muy arriba».
—Las indicaciones son muy claras —me dijo Benito Roque, el director del Instituto—. El gobernador está fundando las posibilidades de que el partido pueda tener, otra vez, la mayoría en el Congreso local de Puebla. Me está pidiendo, como un favor personal, que mande a alguien de confianza a recuperar la piedra y a hacer todo lo posible para que no resulte que pertenecía a una zona arqueológica que hubiese que proteger o algo parecido. «Quiero que salga la carretera este año, mi estimado Beno», me dijo el gobernador. Y yo no estoy dispuesto a contrariarlo. Así que vas al pueblo este, verificas la piedra y, sea o no sea auténtica, te la traes. Y lo haces todo en silencio y discretamente… ¿Tienes algún problema con esto?
Negué con la cabeza. En parte por darle la razón a Benito y en parte porque no estaba de acuerdo con lo que se estaba haciendo. En este país el cinismo se ocultaba cada vez más y la simulación se iba haciendo innecesaria. Valía más una carretera que era botín político, que una zona arqueológica que podría llevar años desarrollar. Aunque la zona arqueológica nos diera pistas de lo que habíamos sido. O de lo que habían sido «ellos». Los hombres que habían estado ahí antes de que nosotros surgiéramos del mítico crisol cultural. La arqueología me había enseñado, consistentemente, que yo (nosotros) no tenía nada que ver con los hombres de las pirámides o con las águilas que caían. Éramos (somos) otra cosa. Y sin embargo, no me podía desprender de la sensación de que lo dicho era totalmente falso. Por nuestra sangre corría la sangre de la madre violada, del indio esclavizado, de la memoria sacrificada.
Por unos momentos dejé que mi formación profesional de lugares comunes se apropiara de mis pensamientos mientras fingía oír a Roque hablando de que la cuestión arqueológica era importante, pero que la coyuntura política era insoslayable. O se está o no se está, concluía con una lucidez que el mismo Cicerón le hubiera envidiado. Todo lo dicho: una hora de retahíla de palabras para dejar en claro que la única cosa que le importaba era conservar la chamba.
El por qué me envió a mí a consumar tan importante misión es, y supongo que seguiría siendo, un misterio. No tenía una relación cercana con él y las referencias de intransigencias que cualquiera podía describir de mi persona me ponían muy lejos de ser considerado «el candidato ideal» para llevar a cabo tan importante misión. Supuse que el hecho de que no tuviera vínculos con ninguno de los compañeros de trabajo, que no asistiera con regularidad a las fiestas que se realizaban religiosamente todos los viernes, que mi discreción fuera calificada incluso de autismo, incidió en la determinación del director para tomarme en cuenta para llevar a cabo «el trabajo».
Salí de la oficina de Benito Roque con la misma expresión con la que había entrado. Me llevaba lo mismo que tenía cuando había entrado a esa oficina: la completa seguridad de que el director era un imbécil que insistía en vestirse de indio chamula con zapatos Michel Domit. Porque Benito se vestía de indígena la mayor parte del tiempo que pasaba en aquella oficina decorada con pésimo gusto. Su vestidor debía ser algo así como la bodega del Ballet Folckórico de Amalia Hernández. Sin embargo, sus delicados pies no aguantaron los huaraches de cuero. Ni los paperos, ni los cruzados, ni los de pata de gallo, ni los de caporal. Comenzó a utilizarlos al obtener la dirección del Instituto. Creyó que era necesario caracterizarse como guerrero tigre para poder ejercer la autoridad que su cerebro no le permitía. Los huaraches le sacaron ampollas.
Porque Benito Roque no era un arqueólogo renombrado, o un antropólogo con posgrado, o un sociólogo demediado. No, Benito Roque era un tradicional abogado que pertenecía al partido en el poder. Un abogado que toda su vida había usado zapatos Michel Domit.Que los seguía usando a pesar de traer calzones de manta y morrales de chaquira.
Llegué a Tlatlauquitepec en la mañana de un 10 de junio. Traía el Jeep que el director había dispuesto para mí. El pueblo era una serie de casas que conservaba aún el encanto de las tejas rojas y las paredes de piedra maciza. Dos calles principales, una que subía y otra que bajaba, eran los caminos por los cuales se podía atravesar la población sin mayores complicaciones. Nadie podría adivinar entonces que recorrería esas calles infinidad de ocasiones.
No sabía a dónde tenía que ir para preguntar por los detalles de mi misión. Así que aproveché la mañana para dar una vuelta por el centro y detenerme a mirar la cantidad gigantesca de garzas que dormitaban, revoloteaban y cagaban en las palmeras que se encontraban en el parque principal. El parque se llamaba, previsiblemente, «Hidalgo». La fuente del centro se encontraba vacía y en el fondo de los adoquines pude distinguir hileras de hormigas rojas y negras que transportaban con su fuerza hercúlea hojas de árboles, pedazos de restos de galletas y hasta palomitas de maíz completas que algún niño había dejado caer, seguramente, al fondo de la fuente. Me compré una nieve de limón en una paletería de los portales y me dediqué a ver pasar a la gente. Estuve sentado en una banca de piedra hasta el mediodía en que el hambre y el sol a plomo me obligaron a moverme de lugar.
Regresé al Jeepy bajé la maleta casi vacía que preparé para los días que supuse iba a estar en ese lugar. Encontrar un hotel no fue difícil, me decidí por el Serrano, un hotel discreto que no estaba en el centro, sino en una calle aledaña, pero que permitía que el Jeepestuviera seguro mientras no lo estuviera manejando. La paranoia citadina me perseguía como marca genética aunque no tuviera la intención de que así fuera. Y aunque el lugar fuera a todas luces pacífico y seguro.
Decidí que por ese día había sido suficiente. No pensaba hacer absolutamente nada más. Al día siguiente ya buscaría la forma de contactar al ingeniero encargado del trazado de la carretera «del gobernador» y quien se había convertido en el guardián involuntario de la pieza encontrada. Pedí mi cuarto, me tendí en la cama a ver el techo. No dormí pero agoté algunas horas, hasta que la luz se fue y el estómago rugía pidiendo que le ofreciera alguna cosa en sacrificio.
Bajé al restaurante del hotel, un lugar agradable y vacío llamado El Zarzo,y pedí un plato de antojitos y una cerveza fría. Comí solo, ajeno al cantinero que bromeaba con uno de los comensales que imaginé habituales, dado la familiaridad con la que se trataban. Las risas eran francas. Retumbaban en la caja de madera de la barra, que utilizaba el cantinero como refugio y fábrica de pociones mágicas. Las bromas comenzaron a acallarse cuando un partido de fútbol apareció en la pantalla del único televisor del restaurante.
Pagué la cena y subí a dormir a mi cuarto. Soñé que un montón de hormigas me cargaban sobre sus espaldas y me llevaban cerro arriba. En ese cerro que dominaba la vista del pueblo entero, las hormigas me metían por un agujero que estaba justo en la punta. Yo desaparecía lentamente, mientras mi cuerpo se perdía en las profundidades de la tierra.
El ingeniero era un chaparro orejón que no sé por qué me recordó a un expresidente de muy mala memoria. Me recibió mientras comía un taco de carnitas y bebía de una cerveza que se escarchaba en una hielera colocada en la parte trasera de una camioneta. Presenté mis credenciales como enviado del Instituto Nacional y el ingeniero me vio con recelo de manera inmediata.
—¿Y qué tengo que hacer?
Lo miré fijamente. Mi presencia en ese lugar podría, probablemente, reducir las posibilidades de que el gobierno del estado le siguiera dando obra pública, sus tiempos estaban amenazados con la presencia de un hippie como yo, que venía a desenterrar piedritas. Conservé la calma y la sangre fría.
—Es una visita de rutina. Tengo instrucciones claras del director del Instituto y —añadí maliciosamente— del gobernador, para acelerar el reconocimiento de la autenticidad de la pieza arqueológica y trasladarla a la ciudad de México, a fin de que el Museo Nacional pueda exhibirla.
El ingeniero respiró hondo y después me extendió una cerveza de la hielera. El sol pegaba a plomo y no tuve ningún inconveniente en tomar la cerveza. Después reparé en que el viejo que me había asignado la presidencia municipal del pueblo para guiarme hasta el lugar donde se estaba trazando la carretera permanecía a un lado. Le di la cerveza y él la tomó en silencio.
—La piedra no está aquí. La llevaron a la presidencia municipal. Tendrá que pedirle permiso a esa gente para verla. Y seguramente, también para llevársela. La policía municipal vino y se la llevó como si fuera un cargamento de droga y nos trató como narcotraficantes. Le puedo mostrar el lugar donde la encontramos, pero no puedo hacer más.
Varias ideas rondaron en mi cabeza. Ese traslado rompía con la facilidad para adueñarse de la pieza y llevarla sin mayor tardanza hasta la sede del Instituto. Secretamente maldije al presidente municipal por haberme mandado a una excursión sabiendo que yo solo quería ver la pieza y llevármela sin mayor dilación.
—Tenga cuidado con el presidente municipal —me dijo el ingeniero—. Las elecciones están cerca y pertenece a un partido distinto al del gobernador. Será muy difícil que permita el traslado. Acá fue donde encontramos la piedra.
El «acá» no me decía nada. Era un agujero que los trabajadores de la obra habían cubierto provisionalmente con bolsas de vacías de cemento. Cemento Tolteca. La ironía no podía ser más perfecta. A una señal, el topógrafo y sus ayudantes retiraron las bolsas y me mostraron el agujero. Salté un improvisado muro hecho con alambre recocido, del que se usa para asegurar puntales y amarrar fierros, y me introduje en la fosa que no estaba a más de 2 metros del suelo. Pedí una varilla y comencé a enterrarla con cuidado en la tierra removida. Pude introducirla un medio metro, después pedí un mazo y comencé a golpear el extremo. Enterré los 2 metros del pedazo de metal sin ningún problema. Al menos era seguro que no había, en 3 y medio metros hacia el fondo, ninguna estructura de piedra o algo que se le pareciera. Repetí la operación en distintos lugares, obteniendo el mismo resultado. Después salí completamente revolcado al borde del agujero. Miré la naturaleza del terreno en el que estábamos. Nadie hubiese pretendido construir una ciudad o una fortaleza en ese sitio.
El gobernador podría estar tranquilo. Su carretera no estaba amenazada por la presencia de alguna zona arqueológica. La pieza había llegado hasta ahí por otras razones. Me dirigí nuevamente a la presidencia municipal. El viejo que me acompañaba, sin que se lo pidiera, se subió como si nada al Jeep. Se había tomado solo una cerveza, pero su nariz había comenzado a brillar como si fuera el reno Rodolfo. Me miró con una confianza recién adquirida y solo entonces se dirigió a mí de manera directa.
—Le voy a ahorrar tiempo, licenciado. Las dos cosas que van a suceder: primero, la piedra no va a salir del pueblo; segundo, usted no va a creer cómo llegó ahí esa piedra.
No lo volteé a mirar y fingí estar concentradísimo en la carretera de terracería que nos sacaba de la zona de obras. Pero su diagnóstico me dejó frío porque confirmaba mis más oscuras sospechas. Benito se pondría furioso, y el gobernador, seguramente, no quitaría el dedo del renglón. Yo estaba en medio. Maldije por primera vez el hecho de que me hubieran arrancado de mi confortable sillón de catalogador de piezas en el sótano del Instituto. Llegamos a la calle principal del pueblo en un santiamén. El viejo, después de revelar sus dotes predictivas, había caído en un silencio preocupante.
—Fueron los tamemes. Se les debió caer en el camino. Está muy cerca de la cueva. Fueron ellos.
Sabía quiénes eran los tamemes, pero no dejé pasar la oportunidad de preguntar al viejo, al menos para acabar con su mutismo.
—¿Y quiénes son esos, don?
—Los cargadores que usaban los mexicas para llevar sobre su espalda mercancías, personas o encargos de sus amos. Y me llamo Hernán, licenciado.
Exactamente, pensé para mí. Regularmente esclavos obtenidos en las guerras floridas y hombres cuyo destino estaba marcado, algunas veces, desde la infancia. Su destino de cargar no fue abolido ni con la llegada de las bestias de carga desde Europa.
—Ahí va uno.
El viejo Hernán me sacó de mis cavilaciones como si, de repente, el Jeephubiese sido una máquina del tiempo que nos transportaba al pasado de los mexicas.
Entonces lo vi. Era un hombre maduro con el rostro tostado por el sol. Traía sobre su espalda un rollo enorme de leña y varas que lo hacían doblarse lo suficiente para que el mecapal no se moviera de la frente. Atrás de él venía un pequeño, su hijo seguramente, que parecía la reproducción exacta del padre. Con el mismo rollo de leña, proporcional a su tamaño, caminaban a la orilla de la carretera, acostumbrados al paso veloz de los autos y camionetas que por ahí circulaban.
Volteé a ver al viejo. No tenía ganas de pelearme con presidentes municipales, ni de hablarle a Benito, ni de que me repitiera que era un favor especial para el gobernador.
—¿Cómo ve, don Hernán? ¿Nos echamos un trago?
El viejo me miró con una sonrisa maliciosa. Después chasqueó la lengua como quien saborea de antemano lo que le sigue al recuerdo del gusto; la realidad del líquido resbalando por la garganta.
—Órale, licenciado. Pero esta vez yo invito.
El yolixpa es una bebida intensamente verde. Parecida al ajenjo pero con características más nobles que las de su socio europeo. Está hecho a base de aguardiente y hierbas digestivas tradicionales de la región. Don Hernán pidió una botella en una cantina que era a la vez bodega y destilería. Por todos lados se veían barricas de madera llenas de frutos y el olor a alcohol era penetrante. Todos los muebles eran de madera. El nombre del establecimiento contrastaba con el aspecto general. Se llamaba El Siglo xx. Ya habíamos traspasado ese umbral, pero la cantina no cambió el nombre que se le dio, seguramente, para dejar en claro la modernidad en que debió tener su auge y momento de gloria muchos años atrás.
Don Hernán había escogido el lugar. Mismo que contrastaba con una serie de establecimientos que procuraban en su decoración y pretensiones parecer modernos. Del siglo xxi, no del siglo xx. Por un lado y por otro aparecían las televisiones planas y las copas de cristal cortado. Las estanterías de vinos de marcas comerciales y los cantineros vestidos a la última moda texana. Sonaban los ruidos de la música grupera y de los ídolos pop del momento. Los altavoces de última tecnología arrinconaban a los conjuntos de música norteña que caminaban de sitio en sitio en busca de monedas para subsistir.
En el lugar en que estábamos eso era inexistente. Había otros dos parroquianos y nada de música. Solo el ruido ocasional de algún vaso chocando con las mesas de madera. Don Hernán puso la botella con el alcohol verde sobre la mesa y se sirvió un vaso después de haberme alargado el mío.
—Salud, licenciado. Porque ojalá encuentre lo que vino a buscar.
Miré mi vaso y lo empujé con la convicción de que la sabiduría solo podía encontrarse en el fondo. Un rictus de sorpresa se combinó con una tosecita ahogada. Los comensales del fondo se rieron entre ellos y uno dijo algo que al otro le pareció graciosísimo.
—Está fuerte…
—Fuerte y traicionero, licenciado. Por algo le dicen «el todopoderoso».
Era una blasfemia muy original, pero no me atreví a compartir mi pensamiento. Miré la botella y el corcho original, que no era más que un olote inserto en el cuello de la botella. El maíz estaba presente en todos lados. Fue entonces que le pregunté a don Hernán sobre su teoría de los tamemes. Él me miró de forma un tanto misteriosa y justo cuando iba a comenzar su relato, algo llamó su atención…
—Don Santos, ¡véngase para acá! Aquí hay alguien al que le va a hacer mucho bien conocer. Jovito, tráete otro vasito para don Santos. Siéntese acá. Mire, le presento al licenciado. Viene desde la capital para ver la piedra que encontraron en la autopista. Está seguro de que ahí no hay pirámides ni nada. Yo le digo que esa piedra la dejaron ahí los tamemes. Usted, ¿qué cree?
Don Santos, me enteré después, era el cronista de la ciudad y uno de los más antiguos profesores de la secundaria local. Aceptó el vaso que le ofrecía don Hernán y, un tanto desconfiado, se sentó con nosotros. Desconfiaba de los licenciados, sobre todo si venían de la capital. Había escrito dos historias de Tlatlauquitepec que el municipio le había publicado en ediciones paupérrimas y en impresión de fotocopias. Después de dos vasos del todopoderoso, la confianza llegó.
—El problema con los historiadores y los licenciadillos es que creen que todo está en los libros y en las piedras, o en las pinturas y las revistas extranjeras. Hablan con una seguridad envidiable de lo que creen saber. Pero no saben nada, licenciado. Hay que preguntarle a la gente. No hay archivo más confiable que la memoria del pueblo. Ahí están las respuestas a todo lo que busca. La gente sabe. Hernán le ha ayudado más que nadie en esto. Yo estoy de acuerdo en que el hallazgo de esa piedra es un error; no un error de los trabajadores o del ingeniero, sino un error de los que dejaron caer la piedra ahí. Hace siglos. Muchos más de los años que su familia entera puede, seguro, recordar. Esa piedra debía terminar en el interior del cerro. Era parte del tesoro.
Era la segunda vez en la noche que aquellos hombres mezclaban la idea de los tamemescon la existencia de un tesoro. Don Santos me vio entre contrariado y curioso. El yolixpa había comenzado a surtir efecto.
—El señor Ollinteutli es una sintesís de una fuerza que incluso usted debe reconocer. Hace alusión al Nahui Ollin Téotl. El principio divino del movimiento. Los antiguos reconocían, como los griegos y los tibetanos, el origen como la conformación simétrica de cuatro elementos. Para los griegos, en específico para Empedócles de Agrimento los elementos se reducían al fuego, el agua, el viento y la tierra. La versión aristótelica del principio del mundo. Los aztecas tenían esta misma concepción. Pero ellos hablaban de los cuatro vientos fundadores. El mismo esquema aplicaba, no para hablar de los elementos divinos, sino de la existencia de los cuatro dioses principales: Huitzilopochtli, Tezcatlipoca, Camaxtley, por supuesto, Quetzalcóatl. Quetzalcóatl no fue un dios viajero, como se suele interpretar por su movimiento constante. Era un dios guardián. Era la regencia de la conservación de la memoria y de la identidad. No era un dios barbado y blanco que volvería por el Oriente. Era el dios siempre atento que velaría por los hijos que estuvieran desamparados. Por sus propios hijos. La serpiente emplumada en eterna vigilia. El dragón. Quetzalcóatl no es más que eso: un dragón que custodia los restos de la riqueza que los españoles no pudieron arrebatar al pueblo mexica.
—Un dragón —el alcohol me arrebataba los últimos indicios de cortesía, ¿qué podía decirme a mí este maestrito de escuela que hablaba la mitad con referentes cultos y la otra mitad con superstición e interpretaciones abusivas y fantasiosas?—. Pero los dragones son inmortales, a menos que alguien les arranque el corazón o la cabeza. La historia no dice nada sobre Quetzalcóatls descabezados o sin corazón. ¿Dónde está ese dragón?
—Está aquí. Más cerca de lo que usted cree.
—Quetzalcóatl está aquí…
—Ajá…
—¿En Tlatlauqui? —asintió con la cabeza—. ¿Y nosotros en lugar de ir a recoger el tesoro, estamos aquí platicando sobre nuestras fabulosas teorías? Somos medio pendejos, ¿no creen?
—No es tan fácil.
—Nunca es tan fácil. Habrá que mandar a un ejército de guerreros tigres o guerreros águila. O habremos de ir con armaduras de conchas de armadillos y macanas de obsidiana.
—Se llamaban macahuitl. Las macanas. Y no, en realidad el secreto está en el tiempo, no en las armas o en la violencia.
—El tiempo, ¿cómo es eso? —Mi tono había mudado a la insolencia y ponía a prueba la paciencia del profesor de secundaria.
—En el cerro al que el pueblo debe su nombre. Tlatlauquitepec significa «cerro que colorea», pero no en el sentido de que cambie de color por algo externo, sino por lo que vive en su interior. El dragón que hace que el «cerro que colorea» se convierta en el «cerro que arde». La gente menciona al señor Ollinteutli, pero este ya no es cuatro, sino solamente uno: Quetzalcóatl, el que vigila el último tesoro de los mexicas. Y el tesoro son pinturas, joyas, piedras que representan deidades (como la que nuestro tamemes extravió), relaciones históricas, armas, secretos… Todo está en la cueva que, vista de frente, se encuentra a la izquierda de la enorme cruz que los franciscanos tallaron en el siglo xviii para, según ellos, exorcizar al demonio que ahí se oculta.
—¿Y cómo se sabe que existe si no se ha visto?
—La gente recuerda, licenciado. A través de los siglos la memoria ha conservado lo que algún audaz y atrevido ha visto antes de escapar de la cueva. Esa es la evidencia, que no hay que tomar a la ligera.
—Y entonces, ¿cuál es el secreto?
—El dragón está despierto todo el tiempo, día y noche, a excepción de un día del año. El día de San Juan para los cristianos, el 24 de junio, en que se celebra el solsticio de verano. Para los cristianos del norte de Europa, la llegada del verano tenía que ver con ritos de purificación a través del agua y del fuego. La relación la establecieron los primeros curas que llegaron a habitar en estos lugares. Los antiguos habitantes, sin embargo, mencionan que ese día el dragón descansa porque es el único día en que el sol entra en la cueva en donde el tesoro está oculto. Un orificio en lo alto le anuncia al dragón que el sol se hará cargo de vigilar el tesoro por ese único día. Y entonces se duerme. Quien se atreva a entrar a esa cueva donde el tesoro se oculta, debe hacerlo de espaldas, ya que el dragón despierta cuando alguien posa la mirada sobre él, los ojos de los mortales lo despiertan sin remedio. A pocos pasos de la entrada se encuentra una fuente de agua cristalina. Sobre esa agua flota una vasija de tecomate. El que llega a entrar debe beber de esa agua directo de la vasija. Eso le hará invisible a los ojos del dragón. Después podrá ver el tesoro. Y escogerá tres objetos para llevarse. Si su ambición le impulsa a llevar algo más, el dragón despertará y lo devorará sin pensarlo. Sin embargo, la riqueza de los objetos que ahí están basta para que con tres, quien se logre apoderar de ellos, pueda vivir sin problemas el resto de sus días. Al salir, debe dejar algo en prenda. Algo que pueda añadirse al tesoro, no valioso para la gente común, sino para la persona que obtenga algo del tesoro. De no hacerlo así, el dragón lo sabrá y despertará para aniquilarlo.
El silencio de la noche y la botella vacía de yolixpa hizo que las palabras de don Santos sonaran verdaderas. Don Hernán había desaparecido en algún momento de la historia. Ni siquiera me había dado cuenta. Don Santos apuró el resto de su vaso. Y se incorporó.
—¿Y usted cree todo esto?
—Licenciado, para el hombre es necesario creer en algo.
Y se fue.
Esa noche no pude evitar que el sopor alcohólico llenara mis habituales pesadillas de serpientes que subían amenazantes por mis piernas sin que pudiera hacer nada. Soñé con dragones medievales que destruían el pueblo planeando por encima de la iglesia principal. Eran muchos, no uno solo. Algunos se posaban en las palmeras del parque ahuyentando a las garzas. Algún otro bebía del agua de la fuente, que en mi sueño se deslizaba por los mosaicos que la cubrían.
Desperté en la madrugada con una sed terrible. El todopoderosohabía adelantado la resaca mucho antes de lo que era habitual para mí. Bajé a ver si había alguien en El Zarzo,pero todo estaba previsiblemente vacío. No tuve más remedio que empinarme en la llave del lavabo de mi baño y beber agua corriente como si quisiera vaciar el tinaco del pequeño hotel. Me volví a recostar en la cama, pero no pude conciliar el sueño. El calor, por otro lado, se había vuelto insoportable. Miré cómo se filtraba la luz por las rendijas de las persianas. Esperé a escuchar ruidos en la parte baja del hotel. Bajé y pedí un coctel de jugos de fruta y unas enchiladas. Estaba agotado y la sonrisa de la chica que me atendió dejó entrever una comprensión a algo que seguramente estaba acostumbrada. Era una muchachita muy guapa. Sus ojos profundamente negros contrastaban con el tatuaje que se asomaba por el cuello: un dragón enroscado y en sueño perpetuo.
La entrevista con el presidente municipal fue desastrosa. Previendo las intenciones del Instituto, había mandado traer a los mejores abogados que su partido le podía proveer. Su presencia fue más convincente que el discurso que me dieron sobre jurisdicción y la nueva Ley de patrimonio cultural. La única concesión que me hicieron fue la posibilidad de ver la pieza. Don Hernán me llevó hasta una de las celdas de los separos de la policía municipal, mismos que estaban en la planta baja del edificio de la presidencia. Ahí quitaron la lona que cubría la piedra. La pieza era bastante ordinaria y común: representaba un jaguar que tenía en una garra una mazorca de maíz (símbolo de la vida y la tierra) y en la otra un cuchillo de pedernal (asociado a los sacrificios humanos). Pertenecía a la última época de esplendor mexica y tenía más motivos mayas que mexicas, por lo que podría ser parte de un botín arrancado a algún señorío enemigo.
Tomé algunas notas en las que mencionaba los datos de catalogación que solía incluir en mis reportes en el Instituto. Después tomé el camino de la salida de la celda. Pedí prestado un teléfono que una secretaria mal encarada me señaló. Hablé con Benito y su malestar fue evidente.
—¿Y qué le voy a decir ahora al gobernador?
—Que nos avisó muy tarde, por ejemplo. Acá la piedra ya está asegurada y si en verdad nos la queremos llevar va a ser un proceso larguísimo. Además no hay forma de que en la zona en que la encontraron exista un asentamiento, por lo que la carretera del góber está a salvo. La pieza no es nada del otro mundo, te aseguro que podemos prescindir de ella sin ningún problema.
Mis palabras parecieron darle una perspectiva distinta. Lanzó un bufido y dijo que hablaría con el gobernador y después se comunicaría conmigo. Esperé exactamente diez minutos a que esto ocurriera, y como no fue así, me largué ante la mirada y el oído vigilante de la secretaria malencarada. Ni siquiera le di las gracias.
Establecí mi base de operaciones en una cafetería que estaba en el portal aledaño al que ocupaba la presidencia municipal. Entretuve el tiempo antes de volver a hablarle a mi jefe. Revisé algunas de las láminas de los libros que había llevado como apoyo. La que apoyaba la cuestión de la simetría en la génesis del universo mexica coincidía con lo que había mencionado el profesor Santos.
El sagrado Quincunce, símbolo representativo de Quetzalcóatl, está formado también de 4 puntos y un centro, uno de sus propósitos es recordarnos que la más sublime conquista es la conquista del propio ser.
Los 4 puntos estaban representados en otras láminas e interpretaciones arqueológicas. A medida que pasaba las hojas iba encontrando mayor coherencia en las relaciones que don Santos había establecido la noche anterior. El principio fundador estaba presente, por ejemplo, en la lámina que representaba la aparición de los 4 dioses fundamentales.
La representación de los dioses contrastaba con ese universo que es la cancha del juego de pelota que representaba el cosmos. Y Quetzalcóatl como la fuerza rectora, lleno el códice de serpientes y de símbolos que le hacían referencia sin poderlo negar.
Las serpientes emplumadas comenzaban a dejar, en esas reproducciones, su imagen antropomorfa para convertirse, repentinamente, en pura referencia bestial. En una serpiente con alas, voraz, invencible. Miraba los grabados y una voz interna me llamaba a la creencia. Todo resultaba tan bizarro que no daba más que para una anécdota de borrachera. ¿Por qué entonces le daba tanta importancia? Seguí mirando láminas y las certezas se comenzaron a disolver como terrones de azúcar en el enésimo café.
—¿Se volverá un hombre de fe, licenciado?
La voz de don Santos hizo que quisiera cerrar el libro si su mano no me lo hubiera impedido. Me dirigió una mirada amistosa y abrió el ejemplar en las láminas que representaban al Quetzalcóatl no antropomorfo.
—Me llamaron para que diera mi opinión sobre la pieza encontrada. Creo que sí fue un error de los tamemes, lo mismo que Hernán le había comentado. Esa piedra pertenece al tesoro, refleja fines rituales y un valor espiritual que nosotros ya no compartimos. Y los arqueólogos tampoco, ¿no es así, licenciado?
—La pieza es bastante común. Pertenece a la última época de esplendor mexica. Pero, eso usted ya lo sabe…
—Lo supuse al menos. Sin embargo, los fines del presidente municipal no son arqueológicos o históricos. Son más mundanos; la pieza, más bien conservarla, le dará capital político frente a la carretera del gobernador. Seguro que usted sabrá de esas negociaciones.
Negué con la cabeza.
—Sigue viviendo en los libros y en las ideas, licenciado. Sin embargo, hasta para eso le falta malicia. No está viendo en el lugar correcto. No está viendo lo importante.
—¿Y qué es lo que se supone importante, profesor?
Don Santos sonrió al nuevo tratamiento con el que me estaba dirigiendo a él. Tomó el libro de la mesa y como si se lo supiera de memoria abrió una página específica. Lo depositó sobre la mesa. Los colores se me fueron del rostro. Él tomó mi café recién servido, se lo llevó a los labios y chasqueó la lengua. Tal como don Hernán, seguro pertenecían a la misma cofradía de la lengua chasqueante. Yo no dije nada, solo me quedé pensando en la lámina y una idea recorrió mi cabeza de manera fugaz pero poderosa. Le eché una última ojeada a la lámina y cerré el libro. La lámina era esta:
Pasé el resto del día en la cafetería. Mientras me comía un sándwich de queso pude ver un movimiento inusual en los bajos del Palacio Municipal. Cuatro camionetas habían llegado como si se tratara de película de acción. En tres de ellas se notaba el escudo de la Policía Judicial del Estado de Puebla. La otra era un vehículo oficial del gobierno estatal. Los ocho ocupantes de los vehículos desaparecieron por la puerta principal. Estuvieron dentro alrededor de cuarenta minutos. Poco después, las cuatro parejas se subían a los vehículos y se iban con la misma espectacularidad con la que habían llegado. Todo había ocurrido tan rápido que ni siquiera se me ocurrió acercarme a las oficinas para ver qué pasaba. A los diez minutos salieron el presidente municipal, los abogados de su partido, don Hernán, don Santos, la secretaria malencarada y algunos otros que yo no había visto. Reían y parecían de buen humor. Don Santos le murmuró algo al oído al presidente municipal, este volteó en mi dirección, sonrío y me hizo un saludo con la mano. Yo correspondí alzando mi sándwich como si estuviera brindando. Los demás rieron y desaparecieron en la puerta de un bar cercano. Pagué lo que había consumido a lo largo del día, que al final no fue tanto, y me dirigí a mi hotel. Sobre la mesa de la cafetería quedó el libro y sus láminas.
El acuerdo había sido ventajoso, según esto, para los dos políticos involucrados. El gobierno estatal había llegado pretendiendo llevarse la pieza arqueológica. El gobierno municipal se había opuesto. Era una partida de póker donde no pasó mucho tiempo antes de que se abrieran las cartas de cada uno. Si el gobierno municipal no interfería en la conclusión de la carretera, el gobierno estatal permitiría que la pieza arqueológica permaneciera en el pueblo. Las dos cosas podían convertirse en capital político para los respectivos partidos de los involucrados: el gobernador izaría la bandera del progreso llevado hasta los más necesitados a través de su carretera de cuota; el presidente municipal argumentaría que su partido defendería sin cuartel la identidad histórica al impedir el robo del patrimonio arqueológico de la región. Todo mundo salió ganando.
Esto fue lo que me contó Benito cuando hablé para pedirle instrucciones. Se le había pasado el coraje y me pidió que, a petición del gobernador, fungiera como representante del Instituto para vigilar que la pieza fuera cuidada a conciencia y se cumplieran las condiciones para su instalación en el parque municipal.
Acepté sin pensarlo y antes de colgar le pregunté a Benito si era posible que Quetzalcóatl fuera un dragón.
—No mames, Jorge. Ya deja de chupar esos vinos de hierbas. Seguro que andas pedísimo.
Los siguientes días fueron para observar cómo el gobierno municipal construía una estructura de cemento sólido para colocar ahí la piedra encontrada en las obras de la carretera. El magno evento de inauguración se llevó a cabo el día 23 de junio. En el presidio me encontraba yo como representante del Instituto Nacional, que había apoyado incondicionalmente la instalación de la pieza arqueológica y que se encargaría de velar por su conservación. Ajá, dije para mis adentros.
El evento terminó en El Zarzo, entre botellas de ron importado y música tropical. Yo me despedí temprano de todos: del presidente municipal que me dio las gracias (nunca supe de qué); de don Hernán que me regaló una pieza de barro que había encontrado su abuelo en alguna excavación de la casa que ahora habitaba, «es para usted, licenciado, no para algún museo», le agradecí sinceramente; me despedí de la secretaría malencarada que ese día estaba radiante y hasta me despidió con un beso en la mejilla; del último que me despedí fue del profesor Santos, él no dijo nada, yo fui el que le agradeció, «¿y por qué, licenciado?», «porque me hizo creyente», respondí, y le di uno de los abrazos más sinceros que he dado en mi vida.
Después subí por las escaleras del hotel y me tiré con la ropa que llevaba puesta. Por la mañana, el sol me encontró arrancando el Jeep. La chica del tatuaje me miró cuando iba entrando al hotel para comenzar a trabajar. Me sonrió y me despidió con la mano. A mí me pareció ver que el dragón comenzaba a estrangularla antes de devolver el saludo.
He llegado hasta donde el Jeepha podido entrar. Me he echado la mochila sobre la espalda y he comenzado a ascender hacia la entrada de la cueva. Miro hacia el cerro y observo cómo los primeros rayos del sol comienzan a iluminar el Cristo de brazos abiertos que parecen querer cubrir a la ciudad completa. El sol comienza a descender. Apresuro el paso. Es 24 de junio, día de San Juan. Ritual de agua y fuego. Llego hasta la cueva del lado derecho del cerro justo en el momento en que la luz acaricia el extremo superior de la entrada de la cueva. Me siento sobre una piedra gigantesca, destapo la botella de licor verde y apuro del pico un trago largo y constante. El sol ha iluminado la mitad de la entrada de la cueva. Me ato los cordeles de las botas y me dirijo a la boca del orificio. Aprieto en mi mano un crucifijo de plata y madera que mi madre me dio cuando era niño y que yo siempre he conservado como una forma de recuperar mi infancia. Comienzo a caminar de espaldas. Me tropiezo dos veces, pero resisto la tentación de voltear y sigo avanzando. Estoy a punto de salir corriendo cuando veo cómo un agua cristalina moja mis botas. El agua busca la salida y la encuentra casi enseguida. Topo con algo que parece una pared, pero que no es más que un muro que detiene agua: la fuente. A tientas busco sobre la superficie y me encuentro con lo prometido: una tinaja de tecomate. La lleno de agua. Siento un escalofrío recorrerme la espina dorsal. Como si un viento ancestral golpeara contra mi espalda. Escucho una respiración desbocada. No puedo asegurar que sea la mía. Bebo el agua de la tinaja. Todo se vuelve luminoso.
Ficha del autor
Narrador (1976). Ha publicado los libros Memoria del polvo, Agua, Raza de víctimas, Continuum, Una novela sobre Héctor G. Oesterheld y Dos veces en el mismo río. Obtuvo el Premio de Narrativa Joven María Luisa Puga (novela), el premio Nacional de Narrativa Joven UACM 2005 (cuento) y el premio 33 de la revista Punto de Partida (ensayo y Crónica). Fue becario del Programa Jóvenes Creadores del Fonca periodos 2006-2007 y 2010-2011.