Lejos de la lengua materna o El narrador incidental
Claudina Domingo
CD: En tu poema “In limine” escribes: “Me acostumbré a la altura/ y no escribo en mi lengua materna”. ¿Qué significó para el joven escritor crear en otro idioma, entonces, y qué significa ahora para el escritor maduro?
FM: No me quedó más remedio que escribir en español porque llegué muy joven a México. Más bien, hubiera sido absurdo que escribiera en italiano, aunque escribí unos cuentos, malísimos, en ese idioma. Me afectó mucho venir a México. No me gustaba el país, estaba muy solo. Entonces escribía mucho, entre otras cosas, esos cuentos. Luego quemé esos textos. Aunque a la distancia no lo parezca, el hecho de escribir en una lengua aprendida siempre es una condición importante. Como escritor, reflexionas qué pierdes y qué ganas al usar tal o cual adjetivo o redacción. Ganas conciencia estilística porque te proporciona una distancia muy fuerte escribir en un idioma que no es el materno. Agudizas el sentido de la imaginación aún cuando escribas de manera realista. Y pierdes seguridad, si es que un escritor nativo tiene seguridad.
CD: Justamente algo que resalta en una narrativa, sobre todo en tus relatos, son las atmósferas en donde no podemos identificar una ciudad en particular, un ciudadano específico.
FM: En los cuentos me siento más a gusto con espacios neutros. Muy probablemente esto se deba a la ruptura interior en la que ya no soy el extranjero recién llegado, pero tampoco soy un mexicano nativo. Se vuelve necesario hacer un compromiso con esta condición anfibia, que resulta en la creación de escenarios fantásticos con esta especie de neutralidad.
CD: En El lector a domicilio lo fantástico está expresado en el hecho de que alguien pueda resarcir un delito leyéndole a las personas adscritas a un programa…
FM: A mí no se me hace tan fuera de lo normal, si bien se trata de una situación bastante idealista. No quise escribir un libro más de esta saga de narrativa mexicana de la violencia que, sin embargo, aparece en la novela aunque de manera soterrada o secundaria. Por otro lado, me sorprende que no exista ya la profesión de “lector”. Estoy seguro que de alguna manera ya debe haber personas que se dediquen a esto. En un principio desarrollé la idea como un cuento, pero como el protagonista visita varias casas, se convirtió en una novela.
CD: ¿Con qué criterios abordas el cuento y con cuáles la novela?
FM: Las dos novelas que he escrito, en realidad no las pensé como tales. De hecho, son cuentos largos, porque tengo más afinidad por el cuento que por la novela. Por ejemplo, cuando en una novela hay un salto de tiempo, yo inmediatamente me pregunto qué pasó en ese espacio temporal. El cuento te obliga a ser consecuente tanto espacialmente como temporalmente. Te obliga a explicar cómo llega una situación a sus últimas consecuencias y para eso tienes que desglosarlo a detalle en sus últimos pliegues, de tal forma que se despliega fatalmente la historia. En cambio en una novela puedes abandonar a un personaje y volver a él después. Y todo este malabarismo propio de un novelista no se me da. Por eso pienso que las dos novelas que he escrito en realidad son cuentos largos.
CD: Pienso en tu trabajo de la ironía en tu narrativa. Me parece muy distinto al de Ibargüengoitia, que nos muestra lo más ridículo de los personajes y las realidades sin medias tintas. En tu caso, la exposición de la falibilidad humana tiene un sesgo menos radical o más inocente.
FM: Me parece que la naturaleza humana es risible en muchas cosas, lo cual me parece liberador, porque nos pone en el mismo plano; es democrática. Todos hemos hecho el ridículo; desde princesas hasta barrenderos. Por otro lado, no me gusta manipular a los personajes, encarnizarme con ellos para que se vuelvan grotescos, porque pierden su misterio. Creo que ningún personaje puede ser aplastado totalmente ni elevado del todo. Y ese término medio es donde se encuentra la comedia; de otra manera, terminas haciendo malos chistes. Yo no preveo lo humorístico que hay en mi narrativa. Ahora, creo que Ibargüengoitia nunca oprime del todo al personaje; lo sigue viendo como un ente misterioso que no ha revelado todos sus misterios.
CD: Respecto del personaje, ¿éste hace al cuento, lo define, lo catapulta?
FM: No necesariamente. Yo siempre necesito situaciones fuertes, peculiares para desarrollar un relato. Por ejemplo, en mi cuento “El turista”, el personaje, que está viajando para llegar a París, termina en un pueblo como, digamos, Tres Marías. Como es un aristócrata, todo mundo está halagado de que esté ahí, y le muestran como monumentos las cosas más absurdas, como el borde descarapelado de una mesa. Y él se termina quedando ahí porque sabe que cuando llegue a París, la ciudad le va a parecer un fiasco. Un puro personaje a mí no me dice nada. Yo necesito una situación de base anómala. No puede haber un cuento si no existe el abandono de lo confortable.
CD: Escribes sobre todo poesía y narrativa. Esto es algo peculiar en México donde los poetas suelen ser ensayistas y los narradores se ubican en otra ala de la literatura.
FM: Hay mucho prejuicio que parte de la obsesión por la autocalificación. Está, por ejemplo, la insistencia del adverbio “esencialmente”. Es lo que me dice medio mundo: “Tus cuentos son muy buenos, pero tú eres esencialmente poeta”. ¿Qué significa eso? ¿Que soy incidentalmente narrador?
Cuando escribo poesía solo escribo poesía hasta que termino un libro. Me siento siempre ajeno a la narrativa; y vicerversa. Por ejemplo, estoy escribiendo poesía y leo un cuento mío y digo: “bueno, esto se acabó”. Veo muy difícil poder crear otro cuento. Entonces cuando termino un libro de cuentos y vuelvo a la poesía, esos son los poemas más difíciles de escribir. Es como aprender a hablar otra vez. Lo máximo que puedo llegar a hacer es que, si estoy escribiendo un libro de cuentos y se me ocurre un verso, lo anoto, y no inmediatamente. Es como pasar de una persona a otra. Y pasa lo mismo si estoy escribiendo un libro de poesía y se me ocurre un argumento para una historia. Pienso: “ah, mira, habría sido un buen cuento”. Y esto, a pesar de que cada vez descubro más relaciones, incluso estructurales, entre el cuento y la poesía. De hecho, me parece que el cuento está más cerca de la poesía que de la novela, en el sentido de que se improvisa línea tras línea. En la novela necesitas tener una cierta idea de antemano, un orden. Me han preguntado con anterioridad: ¿cómo sabes cuándo algo debe ir para la poesía y cuando algo debe ir para el cuento? Yo no me lo pregunto. Si estoy escribiendo poesía, va para la poesía; si estoy escribiendo cuento, va para el cuento.
CD: Ah, es un buen método.
FM: Sí, es un buen método… Se llama esquizofrenia. (Risas.)
CD: Hasta ahora, ¿cuál de tus libros te ha costado más trabajo escribir y cuál es tu favorito?
FM: La vida ordenada fue lo peor que me ha pasado. Eran seis cuentos, ya lo había entregado y el editor estaba muy contento. Me mandó las pruebas finas. Y al releer un relato, me di cuenta de que había algo que no estaba bien. La historia no iba bien; la solución no era buena. Le hablé al editor y le dije que iba a quitar ese cuento, y aunque lo intentó, no me pudo convencer de que lo dejara. Y llego al último cuento, que era con creces el más largo, y me doy cuenta de que también tiene graves deficiencias. Quitarlo ya habría sido destruir el libro. Entonces me encerré tres meses. Trabajaba (cosa que nunca hay que hacer) trece o catorce horas al día (solo salía al Blockbuster a rentar una película). Y así encontré la solución al primer cuento, y al hacerlo llegué a la solución del otro. Y los reescribí. Sentía que si no podía escribir ese segundo libros de cuentos, era admitir que el primero había sido un accidente… y que yo no sabía escribir cuentos. Y si no sabía escribir cuentos, entonces también era mal poeta. Esos tres meses fueron como de luto. Y el preferido… pues siempre el último es el consentido, ¿no?