Julio César Félix
Este avispero en llamas. Muestra de literatura coahuilense. Autores nacidos a partir de 1980
Yo quiero que la boca del agua
me exorcice el espíritu
que me bautice el viento.
Enriqueta Ochoa
La vida es literatura, en el sentido más estricto del término. Asirla, por lo tanto, imposible. Escribirla, rastrearla, quizás sea uno de los tantos misterios. Entonces la creación literaria se manifiesta, afortunadamente, en los más distintos registros, variedades de voces, tonalidades y estilos.
Los artesanos del lenguaje suelen ser lo que leen, estén donde estén, aunque en algunos casos se asome también el entorno físico, el momento y la circunstancia presente que les habita.
Esta diversidad estilística de la actualidad enriquece la literatura producida desde cualquier lugar del mundo. Los autores que aquí presentamos han roto las fronteras regionalistas que por mucho tiempo han caracterizado a las ciudades de la periferia mexicana, que son todas aquellas alrededor del centro del país, en este caso las de esta zona (noreste). Voces firmes que mantienen y renuevan a la literatura.
Actualmente existe una sólida relación entre la escritura de coahuilenses con la de otras latitudes de nuestro país. La producción literaria desde estas tierras ha logrado ser punto de mirada, encuentro, diálogo y atracción nacional en este ámbito, no pocas veces. Las obras de quienes aquí presentamos se pueden leer en libros, antologías, revistas y medios alternativos; han obtenido reconocimientos, premios estatales y nacionales por su calidad. Consolidan así un corpus firme y vigoroso en su propia literatura.
Y mientras aún suenan y resuenan los nombres de Julio Torri, Manuel Acuña, Enriqueta Ochoa, Magdalena Mondragón, Rafael del Río, las voces de Carmen Ávila, Nazul Aramayo, Esther M. García, Fernando de la Vara, Marlén Curiel Ferman, Luis Bernal, Isabella Ibarra, Miguel Rovel, Vick Medina y otros que no aparecen en esta entrega pero que también están forjando su lenguaje sobre estas tierras, han iniciado e inventado sus propios caminos literarios.
Tienen algo en común: el oficio que se han forjado. Y la apertura al diálogo con la diversidad de otras literaturas.
Dejo que hablen por sí mismas estas piezas selectas, fabricadas a mano y corazón desde tierras coahuilenses: este avispero en llamas.
Carmen Ávila
Anatomía de un charco al que le cae la lluvia
El sonido acuoso viaja en una gota que engorda
pequeña bomba de hidrógeno que en círculo destruye
anillos aumentando su diámetro
marcas de un tronco de cristal serrado
trompetas que aumentan en su sordo des-concierto
resortes afiebrados y quebrados
desde un lejano infinito rebotando
aros de feria en botellas invisibles
que crecen junto con ellas
hula hula estático pero explotando
temblor de volcanes que se extienden
efímeros rizos de cabello caen cortados
se cuajan en lenta expansión perezosa
desde el remolino en su ojo de vidrio
desde su trasparente pupila que se dilata
laten bocinas con sus más hondos bajos
en las ondas sonoras del agua:
crótalos de crueles crisantemos
crujen creando un cráter.
Vick Medina
Fue él
Lo juro, fue él. Ese ser mezquino y miserable maquinó la idea. Soy un hombre cobarde, jamás hubiera tramado algo así.
Recuerdo que la resaca de la ausencia de Luisa aún golpeaba mi espíritu. La tristeza ya no prevalecía; el rencor sí. Mi imperturbable desempleo limitó mis actividades. En términos pragmáticos, solo a una: vagar por la cuidad en busca de un sitio para embriagarme. El dinero no era problema, mi cuenta bancaria, recientemente crecida por la venta de una propiedad, solventaba mi dieta basada en gorditas, pollo frito y cerveza.
Me pregunto si él siempre vivió dentro de mí. Quizá estuvo ahí desde mi nacimiento y se encontraba aguardando, expectante. Pero me desvío de la historia, de la verdadera historia.
Entré al bar. Me senté en lo que llamo mi barricada, es decir, una mesa en el rincón más apartado. Pedí una cerveza. Luego la vi, la reconocí de inmediato, no era particularmente hermosa, pero destilaba un aura estrujante, como de seducción. Sus energías se concentraban en fotografiar algún punto del bar, una y otra vez.
Me gustaría hablar con ella, me dije, pero era cobarde y mejor pedí otra cerveza, la tomé por completo de un trago. El mesero me trajo otra más. En el bar todo seguía igual. La gente deambulaba sin un sentido notorio, como si alguien ajeno a ellos manipulara sus acciones. Risas, charlas vanas. También permanecía intacto el olor a alcohol mezclado con orines. Estoy seguro, él aprovechó ese momento para introducirse en mí, o tal vez solo despertó. Me sentí temerario, mezquino, poderoso.
Háblale, llévala a tu cama y luego deshazte de ella, me dijo él. Había escuchado todas las historias que se decían en torno a Luisa. Ya no importaban. Abandoné mi barricada. La melancólica música de fondo guiaba mis pasos, cada movimiento parecía premeditado. Me senté frente a ella y le dije:
—¿Qué es lo que te gusta de la fotografía?
Luisa me miró sorprendida, abrió los ojos con tanto azoro que por un momento creí ver las entrañas de su alma.
—La foto revela verdades. Por eso me gustan las fotos espontáneas, sin poses. Ahora intento atrapar la atmosfera del bar. Nunca puedo.
Escruté a Luisa. Un vestido negro, zapatos de piso y un Rolex complementaban su atuendo.
—¿Sabes quién era bueno con las atmósferas? Poe, él era el mejor.
—Ah, sí, Edgar Allan. De mis fav. Aunque prefiero a Monet. Amo la pintura.
—De la fotografía pasamos a la literatura y después a la pintura —escarbé en mis conocimientos de ex docente de historia del arte—. Monet es bueno. Prefiero a Van Gogh. Es el Poe de la pintura.
Mentía. Gracias a mi ex mujer todos los pintores me enervaban.
—¿Por qué siempre vienes aquí? Y siempre solo.
Luisa me había visto algunas veces en el bar, eso me pasmó. Me tranquilizó el recordar su afición por la fotografía. Debía ser buena observadora.
—Siempre vengo a esperar. Esperar a que den las dos de la madrugada o a que suceda algo. Nunca pasa nada. Eso sí, siempre dan las dos.
—¿Y qué quieres que pase? —me dijo y luego me observó con una mirada analítica, como de psiquiatra en consulta.
—No sé, no sé… Algo diferente, quiero que pase algo diferente.
No, no la llevé a mi casa. Ya lo expliqué antes. Él era metódico, un arquitecto de situaciones. Luisa se fue después de una hora de charla. Me dijo su nombre y se esfumó. No le pedí el número de celular, la dirección. Nada. En el fondo tenía la certeza de volver a verla. Aún le faltaba una fotografía. Otra certeza: necesitaba a Luisa.
La resaca se fue pero él siguió conmigo. No me abandonó. Tomó posesión de mi cuerpo. Mientras más transcurría el tiempo, él era más fuerte, ahora dictaba todos mis actos.
Desaparecí del bar algunos días para poder aclimatar la casa. El desorden y el caos gobernaban. Limpié de manera profusa. Encontré los cuadros que pintó mi ex mujer y los coloqué en la sala; inventarle una interpretación a cada uno fue sencillo. Conseguí una botella de Whisky.
Regresé a mi barricada. Le pregunté al barman por Luisa. De nuevo me narró las historias que giraban en torno a ella. La necesitaba, y tenerla apagaría mi demencia. Al fin ocurría algo.
Esa semana Luisa no apareció pero sí a la siguiente. Cuando la vi, no vacilé. Me moví malicioso.
—¿Quién es el mejor: Monet, Van Gogh o Da Vinci? —pregunté, mientras mi atención se centraba en las alhajas de Luisa. Cuatro anillos, dos pulseras, un Rolex distinto al de la primera vez; todo de oro.
—Ninguno. El mejor es Goya —sonrió de forma pícara.
—En la casa tengo varias pinturas de mi ex mujer. Me refiero a que ella las pintó. ¿Quieres verlas? Su maestro decía que tenía talento —imaginé a mi ex esposa fornicando con su profesor de pintura, por él me había abandonado.
Luisa no dijo nada por un buen rato. Daba la impresión de cavilar mi última frase.
—Sí, vamos —y volvió a sonreír.
Diez minutos nos bastaron para llegar a la casa. Luisa se sentó en el sillón. Preparé los vasos de whisky.
Él me poseyó con mayor brío, se alimentaba con cada uno de mis movimientos, incluso sentía su goce, su perversidad.
Mientras observábamos los cuadros logré descubrir las ganas de Luisa, descifré en su rostro un dejo de excitación. Quizá la incitaba el regocijo de caer en lo prohibido. La llevé al cuarto, nos besamos.
Describir la manera en que fornicamos, el rostro de Luisa al arribar al éxtasis, en cómo su cabello negro caía sobre su espalda desnuda y desembocaba en sus nalgas semejando una catarata oscura, sería desviarme de la historia, de la verdadera historia:
—No tienes miedo —me dijo al oído, cuando nos encontrábamos en el engarce amoroso después del sexo.
—Alguien que no tiene nada no puede tener miedo.
—Me tienes a mí —contestó viéndome a los ojos.
Quise decirle que no era cierto. Sabía de lo efímera de su presencia, yo mismo me desharía de ella.
Pero no fue esa noche. Luisa era la llave para trastocar mi demencia. La necesitaba. Después de todo un encuentro resultaba fortuito, casi invisible. Siempre bajo la manipulación de él, para buscar a Luisa, regresaba al bar. Ya me había acostumbrado a la otra presencia dentro de mí, éramos cómplices. Como dije, repetí la fórmula varias veces, acudía al bar y buscaba a Luisa; luego en algún lugar de la ciudad fornicábamos con desenfreno.
Descubrí los fajos de dinero en aquella casa desvencijada, donde habíamos hecho el amor algunas veces; a Luisa le gustaba nombrar ese lugar como La Guarida. Unos minutos después del sexo, fui al baño. Encendí la luz. Mi mirada se enfocó en el piso de la regadera. El suelo en esa parte se encontraba tapado por una especie de hule negro, similar al de las bolsas para basura. Después de orinar, quité el hule. Observé los fajos de billetes. Nunca había visto tanto dinero reunido. Salí del baño; Luisa se hallaba tendida en la cama. La vi con detenimiento, en ese camastro se encontraba mi obra maestra. Sonreí. Me marché de la casa con sigilo. Jamás volví a ver a Luisa, sencillamente la olvidé.
Por la ventana observo la Lobo estacionarse frente a la casa. Se bajan cuatro hombres. Todos portan en sus manos AK-47. Compruebo que eran verdad las historias en torno a Luisa. Derriban la puerta de un disparo. Mi salida de este averno se encuentra en las armas de esos hombres… Fue él. Ese ser mezquino y miserable maquinó la idea.
Marlén Curiel Ferman
Cuarta esquina. Canto universal (rojo-amarillo)
Canto de sol, tus palmas cafecitas
adorando las nubes que adornan
el trayecto real de las aves.
Suena una flauta. Son los huesos
de tus ancestros cantando la victoria:
Hemos llegado hasta aquí, Señor de los Mares Siderales,
hemos visto viajar los astros lejos de aquí,
los hemos esperado con un amor pequeño
pero infinito
cosido al reverso de las oraciones de papeles sin ecos.
Canto de sol, tus formas
acomodándose bajo mi lengua divina:
todos mis hijos caben en mi sagrada boca
y, por tanto, ellos están llenos de bendiciones.
Luz de luz, carmesí del amplio techo
que los amó antes de irse
y vuelve a amarlos en esta hora del regreso.
En el espejo blanco de las deidades
que soy y somos,
te miro y te admiro,
te envuelvo y te absuelvo,
señor de las plantas cansadas,
señora del huipil y la falda hecha jirones:
tú nunca estuviste en la mácula,
pues cantaste a la vera de las negras aguas.
Hijos del K’in, amorosos rostros infantiles
que dejaron su inocencia en mi playa,
vuelvan a mí y verteré sobre ustedes
la sempiterna gracia de la vida que canta,
una luz enternecida por sus pequeñas manos
con las que crearon puertas de amor y cunas
para el olvido y alivio de su prole.
Una daga es sustituida por mis flores.
Una espada es cambiada por mis granos de oro.
Un arma es suplantada por mi lluvia de versos,
de mieles y de colores.
Un amor es sembrado como ley aquí:
Norte Blanco, reinvéntate y ama.
Este Rojo, levántate y ríe.
Sur Amarillo, embriágate y corónate.
Oeste Negro, perdónate y sigue.
Canto de Sol, Canto de Mar,
Canto Espacial, Canto Sideral,
Canto de Piedras Celestres,
Canto que olvida montañas agrestes,
Canto que llama, Canto que clama,
Canto que perdona pero no olvida,
Canto que redime al oprimido,
Canto que castiga al que lastima
y lo manda a navegar por el ancho mar
de los mundos olvidados en su mismo nombre,
el yo del blanco, el tengo de la fábrica,
el sé de la academia barroca, el compruebo sin entender
de la ciencia de la sarna y la burla,
del oficio del querer borrar
lo que mi esencia por todas partes reclama:
Que yo soy el uno y el todo,
la perfección de la flor y del número,
la santidad de las mamas y las montañas,
la salud de las transparentes piedras
y de los fuegos volcánicos anidados
de la tierra, en sus entrañas.
Canto de Amor, Canto de Estío,
Canto de Primavera Eterna que borra el hastío.
Canto de Luz, Canto de Notas Preciosas,
Canto de las Supremas Esferas,
Canto para la Bendita Tierra,
Canto desde el Silencio, Canto
para quitarles a mis hijos el yelmo:
Alguna vez el poeta les dijo:
Sube a nacer conmigo, hermano.
Pero yo no quiero que nazcas, hijo mío,
maíz y cacao, rostro de obsidiana y perla blanca,
porque ya estás nacido.
Yo quiero que asciendas y te erijas,
yo quiero que subas para ascenderte a ti
apagando el caos, cerrando las puertas mohosas,
consumiendo la tristeza con tu baile gozoso.
Yo quiero que asciendas y me digas,
Padre Cósmico, Gran Señora Galáctica,
Hermano Sol, Alondra Dorada, Muchacho Alegre,
Doncella Enamorada, Niño Tierno,
Princesa Lumínica de los Colibríes
que abre la estrella de la mañana,
y quiero que me digas también Hermano Mío,
Hijo que me esperaba.
Hermana Mía, Caudal de Besos,
Reencuentro Vívido en el Punto Blanco,
Punto de Llegada, Hogar que Añoraba.
Yo quiero que asciendas y me erijas
amándote uno conmigo,
ascendiendo el todo por sus formas
comenzando por la raíz y la memoria blanca,
caminando sobre la flor y el sexo,
cerrando este canto feliz sobre las transparentes aguas.
Canto Universal, tu huella inmortal sobre mi eterna playa.
Nazul Aramayo
Dinosaurios
Tu nombre quiere decir “soy el diablo”, dijo Leslie Vanessa al entrar a la casa junto con su hijo Dylan.
“El diablo”, repitió mientras yo cortaba una cebolla para cocinar arroz frito. Se acercó a mí y me apretó una nalga, me dio un beso en la nuca y acarició mi espalda desnuda. Dylan entró a su cuarto a quitarse el uniforme de la primaria cristiana para también andar en calzones, calcetines y huaraches.
Me lo reveló un brujo, insistió Leslie Vanessa. También me dijo que hay una hembra que te tiene amarrado, una vieja loca que te está embrujando. Continué cortando, ahora una zanahoria. Mi novia, la mujer con quien vivo desde que Dylan tenía un año, dejó su maletín en el estudio. Así le llamábamos a la mesa de plástico de la Coca Cola en la que arrumbábamos los libros, cuadernos y computadora. Luego se descalzó, se quitó los jeans y se puso un short.
Pregunté por el brujo y por la hembra y, por supuesto, por el origen de mi nombre. En mi infancia, mi mamá —una catequista— me explicó que eligió ese nombre porque venía en la Biblia. Mi papá lo aprobó porque sonaba bien con su apellido.
Me dijo que eras un niño tímido, que tus papás te reprimían mucho, que no podías hacer o decir lo que sentías, que tuviste amigos imaginarios, que te guardabas las cosas hasta luego explotar, que todo eso que mantenías dentro te provocaba enfermedades, pero que eras especial, que tu nombre era sinónimo de Lucifer y que también eras un ángel.
Leslie, la interrumpí, cualquiera puede ver el pasado. Ver lo que ya no existe es lo más fácil.
Pero ¿y la güera que te está sonsacando qué?
Antes de que me pudiera reír, Dylan preguntó a su mamá si era cierto que los dinosaurios eran un invento del diablo. ¿Por qué dices eso?, preguntamos ella y yo al mismo tiempo.
Dijo mi papá que los dinosaurios no existieron, que no los hizo Dios, son un engaño del diablo. Terminó y soltó una risita nerviosa. Se agarró las manillas sucias con las que sujetaba un superhéroe de plástico despintado y un dinosaurio.
Leslie se llevó a Dylan al cuarto con un abrazo y una breve explicación de prehistoria que desafiaba las creencias cristianas de Tony, el padre de su hijo. Si él no pagara el colegio, me dijo cuando Tony volvió a interesarse por el pequeño que había engendrado con Leslie Vanessa en la universidad, yo lo tendría en una escuela pública o en una que no fuera religiosa.
Agregué la zanahoria, apio, ajo y un huevo al sartén con la cebolla. Vertí más aceite y especias. Esperé a que se sofrieran los ingredientes. Al poco tiempo, el aroma a comino y soya, algo parecido al sudor amargo de algunas niñas, inundó el departamento de una ventana y me provocó una erección.
Leslie salió del cuarto gritando, hijo del diablo, no creerás lo que me dijeron las runas. Pensé que las ibas a dejar, respondí. No puedo, se me vuelven a aparecer, tengo que hacer un ritual celta para poder abandonarlas. El aceite me salpicó el tatuaje que llevo en el pecho lampiño cuando vertí al sartén el arroz cocido que saqué del refri.
Me voy a embarazar. Se quedó callada y mirándome como si descifrara el mensaje que las figuras ancestrales formaban en mi miembro erecto bajo el algodón azul. No mames, respondí.
No mames, Leslie Vanessa, no te puedo coger si las runas dicen que vamos a tener un hijo. Pero no es definitivo, argumentó, es una sugerencia, solo tienes que ir por condones.
Pero me caga usar condón, interrumpí. Y no importa si uso condón, las runas ya dijeron que te voy a encajar un morrito en el vientre. Me alejé de la estufa. Sabía que las runas y las cartas de Tarot habían llevado a Leslie Vanessa a la ciudad colonial donde ahora vivíamos gracias a la beca de su maestría.
Escuchamos un golpe en la ventana y se apagaron el cirio y las velas pequeñas junto al sillón. Dylan atravesó la sala corriendo.
Abrió la puerta. No había nadie. Se agachó y señaló algo en el suelo.
Era una bolsa de plástico rellena de vísceras, huesos, plumas y cenizas.
¡No lo toques!, gritó Leslie Vanessa, luego corrió y jaló a Dylan que dejó caer su superhéroe y dinosaurio junto a la bolsa. ¿Qué es eso, mamá? ¿Qué es? ¡Mamá! ¡Mamá!
Me limpié el sudor de la frente con una servilleta, mezclé el arroz con los demás ingredientes y agregué más salsa de soya. Le bajé a la flama y apagué la otra que cocía pechuga de pollo con pimientos y aceite de oliva.
Dylan prendió la tele. Leslie volteó. ¿Qué, mamá, por qué me ves así? Tenemos que irnos, dijo, y cerró la puerta. ¡Mis juguetes, mamá, no le cierres!, y el niño se acercó a la puerta pero Leslie lo agarró del antebrazo y lo arrastró hasta su cuarto, luego volvió por mí y repitió: tenemos que irnos, y dijo mi nombre y agarró mi muñeca clavando sus uñas en mi piel. ¿Pero desde cuándo traes un San Benito? Me miró a los ojos. Dime, y pronunció mi nombre como si de verdad fuera una invocación satánica, dime desde cuándo traes un San Benito y quién te lo dio. Intentó arrancarme la pulsera roja, pero retiré mi brazo y tiré la cuchara con la que mezclaba el arroz.
¡Dime!, pateó la cuchara de plástico y una estela de arroz se esparció sobre el piso. ¿Estás bien, mamá?, preguntó Dylan en el umbral de la puerta de su cuarto; sujetando otro dinosaurio entre sus manos. Se rascó los testículos cubiertos del calzoncillo de superhéroe y se metió. Leslie Vanessa clavó sus ojos miel en mí como si intentara rascar el pozo profundo de mis infidelidades hasta encontrar a la hija de la bruja del mercado con quien me veía después de las sesiones de lectura de manos, cartas y amarres.
Eres el diablo… ¡te coges a la hija de Mónica! Estoy segura que ella me quiere hacer daño con esa bolsa y que te regaló esa pulsera de San Benito para que no te pasara nada y que de seguro ya te dio de beber agua de calzón y ya trenzó sus cabellos en los pelos de tus huevitos.
Leslie Vanessa continuó su discurso sin acordarse de cuando la acompañaba al mercado para que Mónica le despachara su limpia y lectura de cartas. En la espera, junto al puesto de yerbas medicinales y esotéricas, me tomaba un café y platicaba con Astrid, la hija de Mónica, que lucía un tatuaje de una Santa Muerte en el brazo derecho cuando usaba blusas de tirantes.
No te hará daño, le dije y recogí la cuchara. Me juró que no te haría daño. Tú no entiendes, dijo, y espetó mi nombre al mismo tiempo que la vena marcada en su frente desaparecía. Nos tendremos… Dylan y yo nos tenemos que ir, tú no sabes los portales que se han abierto. Y Leslie Vanessa fue al cuarto por su hijo. Escuché el llanto tras la puerta de triplay. Y los intentos de consuelo de Dylan.
El pasado es una herida expuesta, cualquiera puede descifrarla, quise decirle a Dylan, cuando apagué la flama y el olor a comino y otras especias viajaron por los rincones de nuestro departamento. No se necesita mucho talento para reconocer lo que ya había dejado de existir. Sin embargo, nos apendejamos.
Fernando de la Vara
Nacimos perdiendo
La chepa nos subió a la patrulla esposados. Traían la cara tapada con pasamontañas y dos usaban lentes oscuros, aunque ya era de noche. Nos trataron como maleantes. Nos asustamos cuando ya teníamos un tiempo dando vueltas por la ciudad encima de la camioneta. Nos dimos cuenta de que no planeaban llevarnos a ninguna comandancia.
Mi mano derecha a un poste de la patrulla y mi mano izquierda a la mano derecha de Julio, y la mano izquierda de Julio al banco de la camioneta. Las esposas las apretaron más de lo debido. Julio me reclamaba con palabras quedas: “Vos tenés la culpa, tarado. Por tu culpa nos subieron, tarado”. Pero yo no tuve la culpa de nada. Los apresadores llegaron empujando. Y yo me hice fuerza. Y cuando uno no pudo empujarme, entre dos me tumbaron al cemento, y también a Julio, que sí se había dejado empujar.
Las armas imponían, aunque estuvieran desgastadas de los mangos. No creí ver de cerca otra pistola en tan poco tiempo. A Julio y a mí nos pararon unos mareros hace una semana para pedir la cuota para subir al tren. Les dimos veinte dólares que yo traía y con eso nos dejaron en paz. Pero como a la hora regresaron y nos pidieron más pisto. Julio les dijo que no tenía más. Yo les dije que no tenía más. Y entonces nos encañonaron.
Eran dos. Apenas dos cipotones todos rayados del cuerpo. Desde que los vimos de lejos ya sabíamos que eran malos. Ya sabíamos que nos iban a pedir dinero. Ya esperábamos incluso un golpe. Ya sabíamos que si les dábamos algo nos iban a dejar en paz.
A mí me quitaron los zapatos. A Julio le arrebataron la comida. ¿Qué hacíamos? No hay ninguna opción: hay que ceder las cosas que te piden esos manes. Esos chunches los podemos conseguir fácil, que se los lleven. Por ejemplo, a mí un broder que también estaba esperando al tren me obsequió otros zapatos que estaban mejor que los que me habían quitado los mareros. “A vos te hacen más falta, yo traía dos pares pa’l viaje, porque todo el tiempo los mismos zapatos cansan”, y el broder me dio los zapatos, pero luego me pidió la sudadera que yo traía. Y se la obsequié. Los zapatos me quedaron un poco grandes, pero con los pies enfundados en dos calcetas no se sienten holgados.
La patrulla nos echó la torreta para que nos paráramos. Íbamos con rumbo al puente de la Cuauhtémoc a encontrarnos con más manes que también venían encimados. Julio y yo nos bajamos del tren un poco antes de que se detuviera por completo para conseguir agua y comida, porque nos quedaba poco alimento para aguantar el camino. Los demás manes que venían sí estaban provisionados, por eso no se bajó nadie con nosotros.
Cuando nos detuvieron, la torreta nos encandiló. Un chepo se dio un brinco y nos gritó “¿Qué andan haciendo?”. Luego otro se acercó y nos pidió identificaciones, pero con el rifle apuntando al suelo. A nuestros pies.
Julio habló, yo me quedé callado. “Buenas noches, no estamos haciendo nada malo, nomás venimos a pie. Somos de Hondura”. Cuando Julio pronunció “somos de Honduras”, fue como si hubiera dicho “somos maleantes”. Entonces el segundo policía nos exigió las identificaciones. No tenemos partidas con nosotros porque en Veracruz perdimos una mochila. O nos la robaron. No sé bien para afirmar. En esa mochila iban todos nuestros chunches dentro, mi copia de la partida de nacimiento y la de Julio. También llevábamos comida, varia comida… De cualquier manera, si una autoridad te pide documentos, las partidas no ayudan en nada si no tenés el pasaporte sellado, que compruebe que entraste legalmente a México.
“Tenemos un 7-37, son dos 7 que vienen caminando solos, sin documentos, parece que son unos 12”. La chepa se pusieron a hablar en clave, por radio, después de que nos tumbaron al cemento. Después de un momento dejaron de preguntarnos cosas a nosotros y empezaron a platicar entre ellos. Nosotros dejamos de importarles y contaban taradeces los conchudos. Un chepo hablaba de un restorán, una parrilla libre, al que había llevado a una dama con la que le ponía los cachos a su mujer. Todos los demás se reían, alegres. A mí se me quitó lo asustado y me subió el hambre.
Revisaron la mochila de Julio y la vaciaron en la parte de atrás de la camioneta. Vieron que no había nada de valor y tiraron las cosas al suelo. Revisaron la bolsa que yo llevaba e hicieron lo mismo, pero entre mis cosas yo traía una botella con agua, estaba a la mitad, y un policía la vació en el cemento. También llevaba un paquete de galletas de chocolate que otro chepo se comió. Se levantó el pasamontañas y le vi el bigote bien rasurado, vi sus labios, su mandíbula masticando las galletas, y me dio mucho enojo, pero no quise hacer más fuerza porque seguramente nos iba a ir peor.
Esposados boca abajo, en el suelo, un policía me jaló de los sobacos y me puso de pie. Lo mismo hizo con Julio. Julio no dejaba de mirarme con coraje. Los dos pensamos que nos iban a cachimbear, pero no, nos encimaron en la patrulla. Pero antes nos manosearon para ver si no traíamos nada sospechoso. Aflojaron las esposas nomás para amarrarnos de nuevo, ahora entre nosotros y a la patrulla. Esos manes daban miedo con todas sus claves, sus pistolas y rifles. Todos ellos daban miedo. Más que los mareros que me quitaron los zapatos.
Arriba de la camioneta nos pasearon un tiempo. Dos iban atrás, con nosotros. Dos adelante, en la cabina. Yo estaba asustado. La chepa iban serios. Julio estaba asustado. La chepa se reían entre ellos. Yo no sé por qué a ratos iban serios, se decían una clave y se reían. Julio dice que cree que se estaban riendo de nosotros. Yo creo lo que dice Julio: se estaban riendo de nosotros.
Perdí la noción del tiempo, también Julio, pero creemos que estuvimos encimados en la patrulla cerca de una hora. De pronto los chepos de atrás se dijeron una clave y se quedaron serios, eso nos asustó más. “Ya llegamos”, gritó uno que iba en la cabina cuando se detuvo en seco la camioneta. Era el del bigote bien arreglado, lo conocí porque sus ojos eran muy cafés. Muy muy cafés.
Delante de la camioneta estaba otra patrulla. La chepa se juntó toda, los de las dos camionetas. Entonces otro policía, que era de la otra camioneta, se acercó a la parte de atrás y nos vio esposados. Ese sí enseñaba el rostro. Era moreno y bien rasurado y cejón. Y nos miró un momento, como de 10 o 20 segundos que parecieron 10 o 20 minutos. “No, estos no sirven.” Y se regresó a la otra camioneta. Ese man era la mera riata. Todos lo obedecían y parecía que le tenían miedo.
Cuando escuchamos eso casi nos zurramos.
Los demás se regresaron a la camioneta, todos serios los manes. Yo había dejado de rezar desde hace muchos años, pero todo el camino de regreso estuve pidiéndole a Dios que nomás no nos doliera mucho, que no nos torturaran, que fuera rápido. En el tren escuchamos a más manes contando historias crueles que le pasaron a varios catrachos en México. Unas muy alucines, cosas para no creerse. Pero ahora yo las creía.
La camioneta se paró en seco de nuevo. Esta vez sí tuvimos noción del tiempo, pasaron unos 10 minutos desde que vimos a la otra chepa. Los que iban atrás nos desesposaron, pero no sentimos alivio, las muñecas nos ardían. Nos sobamos las manos cuando nos soltaron. Julio y yo nos vimos las caras y nos dimos cuenta de que los dos teníamos lagrimones en los ojos.
“Órale, a la chingada”, nos gritó un chepo desde la cabina. Nos dejaron en un parque, por el centro de la ciudad. Ni yo ni Julio supimos qué hacer. “A la chingada, pinches culeros”, nos volvió a gritar el de la cabina y se arrancaron los conchudos en la patrulla.
Eran cuatro. Apenas cuatro hombres uniformados de negro y sin cara. Desde que los vimos de lejos ya sabíamos que eran malos. Ya sabíamos que nos iban a pedir dinero. Ya esperábamos incluso un golpe. Ya sabíamos que si les dábamos algo nos iban a dejar en paz.
Julio no me dio palo después de eso. Caminamos callados un rato. A mí me ponía mal que Julio me retirara su amistad, porque Julio y yo nos conocemos desde que éramos cipotes en el barrio. Pero no fue así, seguimos siendo broders y estamos listos para cualquier cambalache que el otro requiera. Él y yo nacimos perdiendo. No teníamos nada, ni oportunidades ni familia que nos mandara dinero desde Estados Unidos… Nada. Nomás nos tenemos a nosotros y con eso basta. Si no podemos ganar algo, al menos podemos no seguir perdiendo.
Esther M. García
Ejercicio 254
Memento mori para fotografiar un muerto
Colgante carne sueño de mi padre
Evisceración anatómica del intestino
hablante primordial de donde nació mi voz
Lo veo y él ve en éxtasis lo níveo del techo
Acá anida amorfo este tendón colapsado
llamado amor llamado familia enllamado de sangre
enllagado como el intestino colapsado dentro de
Moridero morsino sumidero de cadáver
por efecto de ejercicio de la escritura
metastásica y mecánica de la mano ambidiestra
flash o flechazo conteniendo lo fenecido
obturador de mi otro ojo mecánico
deste desangrarse cordero de mí
Ejercicio 0187
Fotografiar una herida que irradia luz
¿Cómo dibujar a un padre?
¿Cómo hablar de su rostro y su cuerpo?
¿Cómo convertir en verso todos los golpes
las últimas caricias
destellos de luz
con que nos amaba Dios?
Hemos abierto su cuerpo en canal.
Sus vísceras no son rojas: brillan como capullos de
rosas amarillas emergiendo ante nuestros ojos.
Podría hablar del rostro de mi padre.
Podría decir que sus arrugas son
las venas asfálticas de la ciudad en reposo.
Podría decir que sus ojos se parecen
a las farolas de las nocturnas calles,
y que su aliento es el gemido y la lágrima
de todos los borrachos del mundo.
IV. El poeta es el loco visionario, el carnicero
Nadie sabe con exactitud qué es un poeta. En el principio se creía que era Dios, el gran mago; luego, el cuerpo mutó y se convirtió en el borracho, el suicida abrazado a un cangrejo. Todo poeta es hombre. Mentira. El poeta es un ser asexuado: alquímica quimera cabeza de mujer, cuerpo de hombre y extremidades de águila o buey.
Si yo pienso en la poesía no la veo como un hilo de ritmo. Veo una víscera secándose al sol. Si yo pienso en un poeta, pienso en un carnicero. El poeta desuella la piel de un poema, separa los pliegues rosados, los tendones. Tritura el hueso y saca la víscera el verso, procede al despellejamiento parte por parte, sin dejar resquicio alguno. Ahora esa piel será de otro. Brillará en oro, la piel en el lector.
Si yo pienso en el poema, pienso en cada corte: trozo y disección son la composición en verso de un cuerpo cualquiera. Corte como línea,
corte como verso,
corte como trazo.
Contemplar
entre los pliegues
la sangre que escurre.
Separar la carne,
ver en abismo de la dorada grasa
el sol que abre su único ojo
y nos mira.
Isabella Ibarra
El amor nos hace
La ceguera de la habitación
me permite deslizar mis manos
sobre formas algodonadas.
Entre sábanas y torpeza disfruto de un sabor azucarado,
proviene de unos pequeños bordes rosados
que huelen a chicle de fresa.
Subo mis labios, beso tus pestañas.
Mis ojos oscuros se vuelven miel al contemplar
el brillo de la luna sobre tu piel desnuda.
Dejo fluir mi tacto, provoco un cosquilleo en tu espalda.
Me tomas la cadera, quieres fundir los cuerpos.
Con calma quitamos tu ropa, la lentitud nos absorbe,
Te beso, quitas la mía.
La respiración se agita mientras dejas huellas en mi piel.
Colocas la bandera en el territorio conquistado,
te entrego un pañuelo blanco.
Lo extiendes sobre la cama,
el alma ahí se encuentra.
En ese momento nos moldeamos
con el barro de las heridas, de los pasados.
Estamos haciéndonos, amor, haciendo amor.
Entonces te veo terminada. Nunca había hecho el amor.
WOLFGANG
Te persigo en la mente y mi memoria amanece contigo.
Te siento al pensar en mí,
cuando duermes en su cama, pero sueñas conmigo.
Te tocan sus manos, sientes las mías.
El engaño te tortura,
Carcome tus pensamientos y te hace sentir asfixia.
La factura es alta y el silencio arde.
Escuchas sus mensajes esperando ver mi nombre.
Besas sus labios, muerdes los míos.
Al quitarle una letra estoy yo,
tu Kala
Tomas su cintura, respiras mi aroma.
Soy la pena que te acompaña en cada paso,
la flama que no se apaga, por más que recibas de su agua.
Soy el karma de tus heridas,
el escape que nunca llega.
Me llamas olvido, pero me pronuncias como lo eterno.
Eres un lamento vivo, una tormenta constante.
Eres tu propia deuda.
Misión suicida
Disculpe que la empalague con mi amor… pero su belleza es tanta,
para mí resulta irresistible.
Esta es la única manera que encuentro para demostrarle mi sentir:
los besos… usted merece ser besada a cada instante
para que no olvide lo que provoca al mirarle.
Me encanta como para hacerle el amor todo el día y la noche, toda la vida.
La quiero, sí… pero para tenerla el resto de mis días. ¿Cómo le digo que la acepto así?, siendo una hija de la chingada, el mismo demonio.
¡Me encanta! ¡Carajo! ¡Entiéndalo! Quiero correr el riesgo de sangrar con sus besos, de espinarme con su piel quedando moribundo al amanecer.
Amarle es como una misión suicida, llena de adrenalina y temor,
de pasión y excitación.
Me mata cuando me hace el amor y me revive con el calor de sus brazos.
Me muero cuando le siento lejos, resucito cuando le pienso
Luis Bernal
Perros de aeropuerto
Cuídate de las Tauro, amigo del espejo
Que están rotas y no duermen
Y te romperán a ti también para que no duermas
Y el ansiolítico no sirva para nada.
A Rahel le gustaba mucho la fiesta. No hablo de antros o festivales con mucha gente, hablo de departamentos en algún edificio con pocas personas pero mucha merca; tachas, crico, fifi, ajo y alcohol, mucha ginebra y agua quina; mucho vino tinto. Amaba su manera de difuminar los sentidos, el sentido crítico, toda ilusión naciente y prometedora. Pienso que ella ignoraba todo eso. Si de pronto lo sospechó lo disimuló bien, pero lo dudo. Era muy notoria su necesidad de difuminarse: siempre era mejor escapar, correr hacia cualquier dirección y no darse cuenta de que estaba escapando. Su preferencia por mí, al menos al principio, fue porque le parecía salvaje y el hecho de estar en su vida, supongo, era una manera de nunca pensar en el trabajo o en la tristeza que siempre nos invadió aunque lo negáramos. Yo le servía para no pensar en la tesis que no pretendía terminar, en sus amigas embarazadas o casadas o mantenidas que intentaban recordarle siempre que su vida no iba bien; en el cáncer de la abuela, a la que cada vez veía con menos frecuencia. Todo eso nos unía. O bien, ambos, conscientes o no, nos servíamos de herramienta para reventarnos los globos espesos de nuestras vidas.
Nos veíamos una o dos veces por semana, casi siempre en domingo. Casi siempre éramos tres: ella, la malilla y yo. Hacíamos el amor arduamente, muchas veces como por imposición de algo previamente acordado. Así fluía la vida para nosotros: en la espera, formando líneas de coca en su mesita de centro, en la pantalla de su teléfono o el mío, en el espejo que había tomado de casa de su abuela la que ya no veía tan seguido. Nuestra relación era algo más bien parecido al compañerismo. A veces los adictos se agrupan así, como perros de aeropuerto que miran aviones ir y venir como único pasatiempo, extraviados y aturdidos por el ruido. Y digo parecido porque creo que ninguno se engañaba al pensar que aquello realmente fuera un compañerismo. Si bien nos usábamos para fines egoístas, no disfrutábamos menos; al contrario. Si de algo sirve decirlo, nunca tuve necesidad, mientras estuve con ella, de otros valores que los que ella me ofrecía. También creo que ella tampoco necesitó de otra fiebre o de otra musa. Muso, para ser correcto.
Lo saludable era no vernos tan seguido, así no matábamos el ansia. Esa visión realista fue una gran coincidencia y un gran acierto. No recuerdo el nombre de quien nos presentó, pero sé que fue uno de sus amigos que organizaban fiestas para Heineken en La Roma y también dilereaba en las mismas. Era otoño y estaba húmedo, 2015, creo. Un día necesitaron de alguien que hiciera de dueño del departamento para poder correr a los asistentes; la fiesta ya había durado un día y ahí aparecí yo, nunca supe bien de quién era realmente pero al final y como agradecimiento fui de los pocos, en realidad cinco, que se quedó a seguir el desmadre. Ahí coincidimos Rahel y yo. Ella estaba vestida sobriamente, contrario a todas las morras que había visto ese día, un abrigo gris que jamás soltó cubría su cuerpo; yo veía en su vestimenta una manera de no agruparse con el resto.
Con el tiempo continuamos viéndonos en su departamento o en el mío. Una noche, una tormenta me dio la oportunidad de invitarla a quedarse a dormir. Habíamos bebido y esnifado tanto como para justificar que alguno saltara encima del otro. Lo hice yo, torpemente, claro está. Por la mañana, casi al irse, me despertó solo para susurrarme que mi departamento era el lugar indicado para olvidarse de la muerte y del mundo y de su maldito trabajo y de todo lo que odiaba, pero agregó, como advertencia (aun sabiendo que yo no objetaría en lo más mínimo): “nunca dejaré de ir a las fiestas”.
Poco a poco, fuimos sintiendo que la cercanía era cada vez más necesaria, tan necesaria para tocarnos, para ausentarnos del mundo. Nunca discutíamos. Yo cobraba mis vendettas en su cuerpo con Wilco en la tornamesa y ella arañándome la espalda y los brazos para luego, horas después, lamer mis heridas mientras hablábamos de Rimbaud o Borges. Y fuimos haciéndonos los únicos hablantes de esa particular lengua mestiza en la que cabían los decoros, los desenfrenos, la música palpable de los días y las noches doblándose en mi cama. “Yo no soy tuya”, decía cada vez que desaparecía en el elevador del edificio, a veces por la mañana, a veces de madrugada. Luego regresaba sin avisar con más gente, me mordía los labios, revolvía mi cabello, y las botellas de ginebra y cerveza se acumulaban al lado del librero. Luego era despertarme solo, con el estómago revuelto entre su perfume y el olor a cigarro. Trabajar, comer, ir a los eventos de la revista para la que escribía, esnifar coca en cada baño que se atravesaba por mi camino, dormir y luego ser secuestrado cualquier madrugada por su boca inconquistable en mis labios de niño encabronado. En ese arrabal altisonante de su queja y de sus piernas, habitaba la cadencia de mi forma de contar los días; mi rutina se construía nueva, aplastante al paso de su existencia, de la mía junto a ella. Sobrevivía a mí mismo en esa funda de carne y en ese deseo, enemistado con la rutina y la fatiga de la modernidad. Una vez dormí en su cama. Por eso la sentí levantarse para ir a su trabajo, que odiaba. Fue la única vez que la vi vestirse con calma, como si yo no estuviera allí mirando su cuerpo iluminado por el sol de la mañana, como si no existiera nada más que ella y sus pensamientos. El carnaval de sus púas que brillaban en mi espalda duraban días enteros. Era hermosa Rahel.
Ella iniciaba el amar con todo ese desastre que son las Tauro, porque ella decía que su condena era su signo, yo no creía en nada más que en su inocencia que, debo admitir, me parecía un poco actuada; me convencía de no decirle todo eso que no toleraba, lo que no toleré nunca, la farsa de la adormilada, del amor, de la lujuria incluso. Quiero decir, es probable que ella actuara todas sus facetas de los acercamientos, de la espera, pero lo hacía con inocencia y ahí radicaba su encanto, no en la actuación. Encanto que no disminuyó nada cuando empezó a esnifar mucho. Quiero decir, cuando empezó a esnifar las mismas cantidades que yo.
La tarde que renunció a su trabajo, el que odiaba, llegó al departamento gritando que podíamos estar juntos. Me asusté. Ese jueves falté al trabajo sin avisar y consumimos las horas y el polvo sin pensar en nada más; destapamos las botellas de licores que los invitados dejaban cada reunión y celebramos que no teníamos ningún plan. A los dos nos aburría la estabilidad, y por eso, porque no creíamos en los planes, fue que empezamos uno, o al menos lo insinuamos.
Nos comentamos la hazaña de ser, de convertirnos, en un centauro. Una especie de centauro de dos patas “las mías son más propicias para la empresa” me decía ella. Lo imaginábamos bello, divergente, de estéticas variables según el grado de imaginación. Pero coincidíamos en que debía tener nuestros troncos y un solo par de piernas. Como siameses unidos por la cintura. “Es necesario que ambos conservemos el tronco, nuestros torsos, nuestras cabezas, brazos, cerebros, individualidades. Más que nada porque yo no soy tuya”. Se reía de su propia vulgaridad; yo comprendí al reírme que compartía esa vulgaridad, cosa que pasaba más que nada por el alcohol. Como yo soy detallista, quise imponer mis mejoras a ese monstruo de Frankestein adorable. En eso estaba cuando me barrió su beso, su mordida. Con ella las cosas eran a destrucción o a nada. La tiré boca abajo con violencia y me entregué y me subrayé sobre esa espalda tan blasfema incluso para la belleza.
Me despertó su grito. Es decir, la novedad que eso significaba y encubría. El centauro siamés había venido. Es decir, nos había realizado. O mejor dicho aún, habíamos realizado al siamés. Ella gritó otra vez y luego comenzó a llorar, inconsolablemente. Al menos para mis esfuerzos era inconsolable. Siempre llorando, prendió un cigarrillo. Miró la hora, producto de la irrealidad, del nerviosismo, mientras su llanto, con picos, se iba apagando. Por la ventana, la luz de la luna que entraba definía la forma de ese horror. Al final, eran mis piernas las únicas que poseía ese ser. Nuestro ser. El ser que éramos, que seríamos, a partir de ahora. Aflorábamos vistosamente desde esas piernas, mis piernas, con mis pelos. Mis piernas las piernas de los dos. Quise levantarme pero las piernas eran ingobernables. Las rasguñé y ella gritó, esta vez de dolor. Un poco más debajo de nuestros sexos, empezaba la unión, solemne, irreal, fastuosa, limpia. En este ser, ella me daba la espalda. Florecía su espalda y su culo precioso desde la unión. Ella, para verme, tenía que torcerse un poco, mirar por sobre el hombro. Yo no lloraba, por lentitud de pensamiento. Lo último que recuerdo es su enojo y su codo estrellándose en mi cara.
Dicen que estuve muerto unos minutos y en coma durante meses, cerca de un año. La tarde que desperté una enfermera hacía masajes en mis piernas. Pudorosamente una sábana reducida me cubría el pene erecto. Me miró a los ojos, sonrió y dijo, señalando la mesa de luz, que tenía mucho para leer y se fue. Me anunció que iba a dar la noticia a mis familiares. Sobre la mesa de luz había cartas sin abrir de ella. Cada tanto las releo. Dice que se fue a Polonia, la Polonia de sus parientes paternos. En la última carta enviada hay una foto. Se ve un hombre que, la verdad, se parece a mí, sólo que con cabello largo, arrodillado junto a su silla de ruedas. Se va a casar y no cree óptimo invitarme, si yo despertara antes de eso.
Miguel Rovel
My MILF
estoy anonadado por lo sugerente ques crecer
sí
ver tus prominentes bellezas adheridas a tu cuerpo
bendita costilla con la que te moldearon
mientras avanzas toda tú se mueve hacia mí
despotrico relinchando en señal denamoramiento
porque verte amanecer desnudadelalma
con la sonrisa amodorrada gracias al diadía
pocas veces tengo el privilegio destar cuerdo
por las mañanas
junto a ti
soy resiliencia acongojada
los milagros aparecen cada que te beso
hay ciertos lujos que me regalas sin saber
soy tuyo
desde adentro
a la distancia
en sueños
el tiempo nos abraza a distintos horarios
crecemos con la ventaja de sabernos
mientras no pierdas la esperanza tú eres mi fe
Caguama Miller en treinteyseispesos
si no fuera por las letras
el silencio sería mi poesía
: bebamos porque sí
mañana
o pasadomañana
versos en oferta habrá
Las travesuras son mis pasos prohibidos
soy una travesura descuincle
cuando sé questás aquí
a mi lado
sin besarte
con mariposas en vuelos frenéticos
cayendo a tus pies
ven
asómate a minterior
bailas junto a la luna
tan íntimas
que brillan bella
invento historias
pa’cariciar tu pecado
eres doblemente prohibida sin besarnos aún