Por Iván Rocha
En un texto recopilado en Teoría poética y estética, Paul Valéry dice que “un poema es una especie de máquina de producción del estado poético por medio de las palabras”. Usando una analogía por la cual se disculpó en las líneas siguientes (la figura de la máquina, una forma ingeniosa, aunque burda, para hablar sobre el poema), Valéry apuntala lo que en El arco y la lira retomaría Octavio Paz para reflexionar las correspondencias, bifurcaciones y resistencias entre la poesía y el poema. El estado poético del que habla Valéry es una posición en la que se coloca el lector cuando un poema alcanza a erigir sólidos puentes entre el pensamiento, la acción de las palabras y la sensibilidad. Paz dirá que este es no solamente el lugar del lector ante el poema, sino que así es la misma vida en tanto poesía: “Por otra parte, hay poesía sin poemas; paisajes, personas y hechos suelen ser poéticos: son poesía sin ser poemas”. Esta forma de desenvolvimiento, este sustrato poético que invita a leer (a escuchar) la realidad desde los ángulos, los ritmos y las pulsaciones de la música de las palabras, es lo que podemos encontrar en Retóricas de la sed, el más reciente libro del poeta sinaloense Francisco Meza Sánchez, publicado por el Instituto Sinaloense de Cultura a finales del año 2020, bajo el espectro de la exitosa colección Ex libris.
Retóricas de la sed es un recorrido que atraviesa las praderas de lo cotidiano con las palabras de quien habla el idioma de la poesía. Una poesía que da lugar, como dijo Valéry, a un estado, a una situación que nos ofrece una escucha atenta de los contrapuntos que componen la realidad. Por ello la sed posee su propia retórica, su propio espacio en el panorama verbal. Por eso, los televisores muestran un desfile de fantasmas que, para quienes los miran sin verlos, sugieren toda una mnemotecnia de la bruma; en palabras de Francisco Meza: ese acto es una manera de “memorizar el olvido”. Así se da la dinámica del zapping. Los poemas en Retórica de la sed aluden a los aspectos de toda persona que observa la vida acompañada de una inteligencia sustentada en el manejo del lenguaje: en su concisión puede percibirse esa sobria naturalidad con la que las palabras arriban al poema y pasan, consecuentemente, al universo que pretenden retratar. Este universo se conforma por un conjunto de realidades bastante próximas; realidades que, gracias a la voz que imprime Francisco Meza, retoman su lugar como materia de poiesis.
En las creaciones que pueblan Retórica de la sed podemos percibir los ecos modernistas tanto en sus trasfondos como en su estructura. En sus trasfondos porque, como decía José Emilio Pacheco en su introducción a la Antología del modernismo mexicano, poetas modernistas como Manuel Gutiérrez Nájera se dirigen —en este diálogo que siempre sucede cuando se hace literatura— a sus amigos, a sus cercanos, a otros artistas que escuchan con el mismo oído los acompasamientos del mundo en el que viven: “su actitud no es la del orador ni la del profeta sino la del conversador”. Este tipo de ánimo encontramos en los poemas de Francisco Meza: son los pronósticos del clima, los síntomas colectivos que emergen del aura de un futbolista goleador, las declaraciones del “bebedor de agua”; se trata de un conjunto de sugerencias conversacionales, de voces líricas que se colocan en las aristas de lo inmediato: presencias que podrían suscitar el diálogo en un bar, en la oficina o un café. Los poemas de Francisco Meza, por otro lado, remiten a los ecos modernistas en su estructura porque logran, de forma orgánica, una originalidad que no se desentiende del interés por alcanzar o aproximarse a la arquitectura de la poesía tradicional, particularmente a las formas de esa poesía en lengua castellana que logró su consolidación en el siglo XIX. José Emilio Pacheco decía que la originalidad de los modernistas “consiste en crear lo inesperado con la materia de lo existente”. En los poemas de Retóricas de la sed es posible localizar una convivencia entre dodecasílabos, endecasílabos, y otras formaciones métricas de arte mayor, profundamente arraigadas en la lírica castellana y revitalizadas, precisamente, por el modernismo: “Me apodan el bebedor de agua/y son usuales analogías y burlas/donde se dice/que en vez de corazón tengo una noria.”
Sin embargo, las composiciones de Francisco Meza no desdeñan la concisión ni la sencillez, tampoco da la espalda al recurso de la prosa o al lenguaje fragmentario. Detrás de muchos de sus poemas se pueden escuchar otros ecos: Charles Simic, José Watanabe, Anne Carson. El poema “De mirada perdida” sugiere la articulación de una escena en donde ocurre una interacción de enorme sensibilidad que se resuelve en dos breves estrofas. El yo lírico se dirige a una persona que observa a una mujer mientras su mirada se pierde. La voz del poema insiste en que no es necesario preguntar sobre las causas de ese mirar: “No preguntes por esa forma de mirar,/para ese tipo de preguntas/siempre es demasiado tarde”. Termina advirtiendo a su destinatario sobre el destino de su indagación: “No entres a esa zona de icebergs/ninguno lleva tu nombre.” Este momento encarnado a través del poema es de una intensidad insuperable, pues salvando todo psicoanálisis, eludiendo toda teorización de la personalidad, evitando todo tipo de filosofismo sobre la naturaleza del diálogo o sobre los sentidos del silencio, el poema retrata el narcisismo al que se circunscribe todo hablante, su necesidad de protagonizar la interlocución aún en los momentos de pausa o los peligros en los que desemboca la obsesión por incursionar en las entrañas de los pensamientos del ser amado, como una especie de acto de conquista. Estamos ante un poema sencillo, breve, pero con un ánimo, con una contundencia difícil de encontrar en otro tipo de lecturas. Hace pensar en creaciones como “El kimono” de José Watanabe, un poema en el cual el poeta peruano logra dar vida a uno de los escenarios más emotivos, más claros y más poderosos de la poesía contemporánea, donde el desierto del amor conyugal, tras la entrega de un obsequio (un kimono), se trastoca en estallidos emocionales descritos por el yo lírico a través de una perspectiva visual del kimono, para luego interpelar directamente al padre, indiferente provocador de dicha situación. Todo esto al interior de un poema con la suficiente claridad enunciativa para configurar la escena en un par de estrofas. Con esta correspondencia temperamental y formal, es posible establecer un vínculo entre “De mirada perdida” de Francisco Meza y “El kimono” de Watanabe.
Por todas estas características, los poemas en Retórica de la sed activan en el lector un estado poético, al modo en que es descrito por Valéry: “una forma excepcional de excitación que realiza la exaltación simultánea de nuestra sensibilidad, de nuestro intelecto, de nuestra memoria y de nuestro poder de acción verbal, tan raramente conciliados en el tren ordinario de nuestra vida”. Esto es lo que ofrece generosamente a sus lectores Francisco Meza Sánchez, sin necesidad de grandilocuencias ni experimentos insustanciales: Retóricas de la sed rinde homenaje a la siempre sobria poética de la sencillez; valora el orden y los recursos del lenguaje, del mismo modo que apuesta por los riesgos, por la originalidad. En una época caracterizada por la estridencia, por la inclinación hacia una experimentación a ultranza y un desprecio visceral hacia los cánones, libros como este son un aliento para las personas que siguen buscando una literatura, por una parte, sólida, nutrida en cuanto a sus dimensiones enunciativas, en cuanto a sus recursos y, por otra, una literatura sugerente y novedosa.
Iván Rocha (1996) es Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Ha publicado artículos y reseñas en la revista Timonel del Instituto Sinaloense de Cultura, y en la revista digital Aldea21. Forma parte de las antologías La liebre es ligera y Álbum rojo, ambas publicadas por el Instituto Sinaloense de Cultura en 2018. Actualmente se desempeña como docente.