Sean ustedes santos, porque yo, el Señor, soy santo, y los he distinguido entre las demás naciones, para que sean míos.
Levítico 20:26
Me tengo que ir, pensó, mientras lo veía por la rendija de la puerta azotándose la espalda con un rosario en la oficina que esa noche usaba como dormitorio. Los ahorros habían desaparecido en la compra de ese rosario de acero con una cruz que asemejaba una navaja con la intención de expiar su cuerpo del pecado cometido por dos seres al comer un fruto.
El tiempo suspendido en el silencio la llevaba a esos días en su infancia cuando aún vivían sus padres. Ella en el medio entre discusiones maritales. La niña como referí de una pelea que no debía presenciar. La madurez, a su corta edad, que tanto le reconocían la había convencido que era el papel que le tocaba en su familia. Se juró no repetir esos patrones en la adultez, pero en las últimas dos semanas su propósito se nublaba dentro de su casa.
Absorta en sus pensamientos, notó una confusa pero notoria relación entre los cambios de su pareja y la aparición de un libro por la casa. No sabía con exactitud el día, pero sin más su pareja, enérgico, anunciaba la compra de un ejemplar sobre hagiografía atrás de catedral. En la librería cristiana. Vida de Santos en la portada. Título acompañado con cuatro imágenes bizantinas. Magdalena, sentada, meneando la cuchara del café con la vista perdida en los granos del azucarero, pensaba que el libro parecía una extensión de los brazos de su novio: unidos por acero fundido. Inseparables.
Los últimos días, antes de la desaparición, cuando él regresaba del trabajo lo veía curioso, perdido entre las páginas. Más de alguna ocasión le tocó escuchar historias de santos que no le interesaban, pero que por una cortesía forzosa y un silencio impuesto callaba y prestaba atención. ¿Se sentía utilizada? Sólo servía para eso, para escuchar. El libro ocupaba su lugar mientras ella, el de un mueble roto que nadie usa.
El principal interés de su novio era la vida de los mártires porque veía en ellos «una entrega total y desinteresada a Dios». Lo sorprendían las historias de personas que habían decidido pasar torturas atroces, desmembramientos y otras muertes inimaginables antes de renunciar a su fe. Ante los ojos de ella no pasaba desapercibido el entusiasmo que él mostraba al narrar las historias; mismos relatos que a ella la aturdían pues le resultaban perversas para ser escritas con la intención de inspirar a otros creyentes.
Se sentía ridícula al luchar por la atención de su novio contra un santoral, pero aun así no estaba cómoda con la presencia del libro en la casa. Sabía que, al intentar desaparecer el libro, abriría las puertas del cielo y del infierno, quienes bajarían a juzgarla por su actitud y subirían por su alma pecadora. La vida de Salvador parecía depender de ese libro. De tenerlo cerca, sentir la rugosidad de la piel sintética, del lomo grueso color oxido, del olor a papel viejo. Magdalena sabía que esto pasaba los lindes de un simple interés que se transfiguraba en obsesión. Él se justificaba con la poca importancia que le dan los historiadores a esta especialidad relegada. Era la oportunidad para ejercer su profesión, pues el hartazgo del ambiente ejecutivo lo tenía al borde de la renuncia.
¿Era egoísta por no apoyarlo? ¿Por no querer para su novio lo que él forjaba por su cuenta? El martirologio que se encontró por la casa la arrancó de su cabeza, el miedo empezó a sofocarla. Ella regresaba a ese pasado infantil que, cuando nadie la veía, se arrancaba pequeños mechones cuando el estrés la sobrepasaba. Su mente producía escenarios que le cortaban la respiración, mientras que él en la lectura descubrió a los mártires de la cristiada, guerra del gobierno mexicano contra la población católica, comandada por el presidente Elías Calles en la que murieron un gran número de religiosos entre laicos y del clero. Le habló del Beato Miguel Agustín Pro, de Anacleto González y los niños mártires de Tlaxcala, mientras ella dejaba un camino de cabellos castaños con la esperanza de que su novio siguiera la ruta y la rescatara del lugar al que iba cuando la incertidumbre la alcazaba, como ya había pasado antes, pero esta vez sus ojos estaban ocupados en esos libros y no la vio.
***
Un día no regresó del trabajo. Preocupada, le marcaba sin descanso, pero el teléfono cómplice estaba indispuesto para recibir llamadas. Magdalena apenas parpadeaba. No podía cerrar los ojos y dormir por la preocupación de su novio desaparecido y por el dolor en el cuero cabelludo. A la mañana siguiente llamó a la oficina, pero la asistente comentó que se había reportado enfermo, que necesitaba unos días de reposo. Pasó otra noche en vela, enojada y temerosa por el bienestar de su hombre.
Decidió reportarlo como desaparecido ante la Fiscalía, pero sólo le tomaron los datos y le dieron carpetazo a la posible desaparecidión. Así pasó el sábado, domingo, e incluso parte del lunes porque regresó cuando el sol se despedía de la ciudad. Al entrar a la casa, corrió para encontrarlo en la entrada, pero su sorpresa fue verlo usando una bata capuchina.
No entendía lo que pasaba, desapareció unos días y ahora está frente a él, pero no es su pareja. No era de quién ella se había enamorado en aquella fiesta un par de años atrás. El que estaba frente a ella no es quién la besó y la cogió la misma noche que se conocieron. Desconcertada, lo veía de pies a cabeza, mientras él, con la vista al suelo, justificaba su desaparición con un supuesto llamado de Dios que lo llevó a pasar unos días en un retiro espiritual en el medio de la nada. En el bosque donde se encuentra fácilmente al Creador. Esa noche Salvador durmió en el otro cuarto, el que usaba como oficina.
Los ojos exigían un descanso, pero ella no podía dormir preguntándose en qué momento había ocurrido esta obsesiva conversión que veía peligrosa para ambos, para ella. Lloró, asustada por su futuro: por el próximo matrimonio que a estas alturas se perdía en una oscuridad espesa. Entre sollozos, con unos cabellos atados a sus dedos, decidió hablar con él y buscar, de ser posible, una solución a mitad de la madrugada.
Al abrir la puerta de la oficina, sus ojos presenciaban una escena que jamás olvidaría. Veía cómo él era lastimado una y otra vez por un hilo metálico que, al ser descubierto, se detuvo para reconocerlo como un rosario mariano. El arma cayó al suelo exhausto y complacido por un trabajo bien hecho. La sangre espesa se abría paso en la espalda morena del hombre. Una espalda desgarrada como cerdo en matadero.
Dio unos pasos atrás expectante por la mancha rojiza y se fue a su habitación. Tomó una maleta en la que, apresurada, guardaba lo indispensable para alejarse de él. La situación había escalado tal cómo su mente la advertía. El la detuvo en la acción. «No hace falta que te vayas», le dijo, «yo me tengo que ir, debo renunciar a todo lo que tengo y a todo lo que soy». Tomó su flagelante, guardó lo necesario en su mochila y se fue. Ella, sentada en la orilla de la cama y con la vista perdida al suelo, escuchó cómo su futuro se alejaba en un auto, mientras él conducía a su nueva vida.
***
Al llegar al pie de unos de unos cerros, dejó su auto con las llaves puesta, ya no lo necesitaba. Decían que en la parte baja del bosque operaba el Cartel del Pacifico. Era una zona peligrosa que a él no lo alarmaba pues se sentía protegido dentro de su túnica. Escaló por varias horas. Atravesó caminos empedrados con una mochila que lastimaba su espalda, lugar en el que convergían sudor y sangre. Su pecho se agitaba, sentía que podía explotar por todo lo que había vivido en los últimos días. Una vez en la cima, donde se encontraba el monasterio, fue recibido de inmediato por los franciscanos.
La mochila que castigó su espalda en el camino se la quitaron para quemarla en el ágora del monasterio, en un ritual de iniciación que se parecía más a un aquelarre. No le pesó perder sus pertenencias, se sentía completo rodeado de sus hermanos frailes. Los franciscanos rezaban y festejaban por un hombre más que había renunciado a su vida mundana para unirse a su congregación. Le asignaros una celda en la que apenas cabía él, una cama y un pequeño buró.
Los días pasaban y resultaba decepcionante la entrega a Cristo por parte de sus hermanos. Él buscaba la santidad a través del castigo de la carne, mientras que en el convento estaba prohibido cualquier gesto que atentara contra la salud y el bienestar físico, pues decían que el cuerpo era el templo del santo espíritu. Pero se cuestionaba ¿cómo podía habitar en él si su cuerpo había pecado en la vida que dejó atrás? por eso veía una necesidad de purgar su cuerpo y alma para alcanzar la vida eterna.
A escondidas, siguieron los azotes con el rosario. Su espalda tenía ya cicatrices que sobresalían como raíces de árboles por su color, incluso en algunas heridas supuraba un líquido viscoso y amarillento porque no se cuidaba de posibles infecciones, tampoco esperaba a que las cortadas cicatrizaran para seguir su castigo. En esas heridas abiertas e infectadas se agudizaba el dolor cuando lograba un tiro certero que abría nuevamente la piel; dolor en carne viva que lo doblegaba hasta el suelo en el que casi siempre terminaba llorando complacido. Ese dolor era el medio correcto para alcanzar la purificación.
***
En las biografías que siguió investigado, conoció la vida de San Francisco, por quién lleva ese nombre la congregación. Conoció cuál fue el acto de entrega total a Dios: Francisco era hijo de una mujer de la nobleza y de un mercader de telas. Abandonar la riqueza que heredaría junto con el título nobiliario era el mayor sacrificio del santo. Ahí comprendió lo que él tenía que hacer, cuál era el sacrificio adecuado para purificar su cuerpo. Pidió permiso para quedarse en una de las ermitas que estaban por fuera del monasterio, las que se perdían entre los pinos y los desniveles de los cerros, como acción de penitencia. El abad no veía esa necesidad pues recién ingresaba a la congregación, pero dudoso lo autorizó.
Al matadero se llevó la biblia y el rosario de acero escondido en la túnica. En oración, espero un tiempo. No quería que sus gritos alarmaran a sus hermanos. La luna se encontraba en un punto clave que la luz grisácea entraba por la rendija de la puerta, así como por la pequeña ventana que quedaba a la altura de la vista. Se sacó la túnica. Desnudo, empezó a rezar «Señor hazme un instrumento de tu paz…». Cortó con el filo de la cruz del rosario el vello púbico negro y espeso que ocultaba la zona del martirio. Levantó con su mano izquierda su miembro, que por el éxtasis empezaba a endurecer, y sin pensarlo demasiado dejó que el filo de la cruz mutilara su miembro en tajadas que no eran profundas, pero que iban en aumento acompasadas con su respiración frenética. De la frente emanaba agua salada. Sus ojos se relajaron cuando sintió su mano izquierda húmeda. Eso lo motivó a abrirlos y encontrar su trozo de carne en un charco de sangre que se desbordaba hasta el suelo terroso.
Su cuerpo secretaba agua y sangre como la costilla de Cristo. La sal de sus lágrimas provocaba escozor en los cortes de su mano y de su flácido y muerto pene. Los resuellos fueron más violetos cuando tomó ambos testículos mientras que con la mano verduga los castigaba con tajadas hondas. La punta de la cruz se hundía en la piel mientras se arrepentía por todos los orgasmos alcanzados con su novia. El corazón abultado en la garganta le cortaba la respiración con cada corte. En sus testículos descargaba toda la furia del Dios del Antiguo Testamento porque habían mancillado su cuerpo a cambio de placer carnal que la Eva contemporánea le ofrecía.
En su mano izquierda, unas gotas blanquecinas se abrían paso entre la sangre. El sueño lo atacó de lleno y no pudo seguir de pie. Se sentó en el trozo de madera que servía de cama y pegó su espalda a la pared. No dejaba de llorar, se sentía satisfecho. Conoció la felicidad de la que predicaba San Francisco de Asís. Había logrado con éxito su sacrificio. Era su propia versión de verdugo y mártir. Ya podía alcanzar la santidad que tanto leyó.
***
A la mañana siguiente, un grupo de frailes fueron a buscarlo porque ya era tarde para su regreso. Sus hermanos trastornados frente al cuerpo desnudo en una mancha de sangre, hacían la señal de la cruz una y otra vez con las manos temblorosas. Apresurados regresaron al monasterio en silencio. Una vez que hablaron con el Abad a cargo tomaron la mejor decisión.
No querían verse enredados en escándalos como los sacerdotes diocesanos de las parroquias. Arroparon el cuerpo cubierto de llagas con unas sábanas blancas que parecía el sudario de Cristo cuando bajó de la cruz. Uno de los frailes lo sostuvo de los brazos, otro de los pies y uno más cuidaba que los otros no tropezaran en el camino desnivelado. Después del tres lo arrojaron por la orilla del cerro para que bajara y quizá, si Dios así lo quería, llegara hasta la orilla del río que se escuchaba. Lugar donde el nuevo mártir se confundiría con los cadáveres con señas de torturas que han encontrado por la zona y que, suponen, son víctimas del cartel que opera en el bosque.