La estrella titila en la brisa del parque, sus cinco puntas se agitan como el delirio de un reloj análogo moviera sus manecillas hacia cuatro hemisferios en la geometría del espacio. Mi cuerpo pequeño da forma a la energía luminosa, el juego me saca carcajadas ‒las mismas que ahora se ocultan para no volver‒, y chillo triunfante: soy una estrella fugaz.
Percibo el aire que abunda, entra sutil poro a poro; el montón de espigas enanas me sostiene del suelo verde y se aferra a mi piel, un cielo a lo alto me ampara del encierro limitado a sombras y algoritmos. Es la imaginación la que aún resuena en mi estructura cerebral. He develado fotografías bien encriptadas en las entrañas de la memoria atrofiada de un dispositivo fabricado en pretérito, uno de esos ensamblados a inicios de la era que arrancaban sus neuronas a partir de una plataforma sustentada en la prehistoria de la informática móvil, y donde navegar por la mar de internet comenzaba a perpetuarse en móviles inteligentes, en tanto que ahí sucedía su gran encanto. Uno de esos, por tanto, encantadores para la colección de reliquias de un anticuario electrónico.
En aquel rincón del siglo, el tiempo estaba en otro plano, toda unidad se ungía en la propia energía que hacía girar el mundo, tenía libertad de ser tocada por el aire sin peligro a perecer. Ahora no se está tranquilo por allí. Ahora ni el roce con el vértice de unos pétalos expuestos. Los espacios simulados, ahora, nos dan la sensación de tocar, el efecto de estar.
Tras la ventana, debidamente lustrada de antiséptico, evoco caricias de petricor, lejos, muy lejos de mi primera infancia; el lado caleidoscópico del planeta donde nací. Allá la llovizna caída del cielo se batía toda en mí, divertía a mis sentidos, y en risitas atropelladas me hacía saltar por todo charco a la vista; su mugre, en el juego también, se desparramaba por el viento y sobre mis rodillas dejándome chorreadas las espinillas. Algo parecido al gozo me surgía, lo creo porque sienten mis recuerdos que lo hacía. Cubrirme solo del instante alcanzaba para tanto.
Y ahí venían los otros niños, llegaba uno a uno con las ganas mismas de saltar en lo sucio, salpicar, trotar en sus pies sin cobijo. Éramos dueños de toda laguna esparcida en la calle. «¡Ahí estas, chiquilla!, completamente empapada», el llamado de una voz que sonreía al tiempo de invitarme a tomar la merienda ideal para esos días: una taza de chocolate caliente acompañada de un cochito, la mejor receta de la panificadora. Abrigaba yo una relación de afición hacia las tardes de lluvia y el tónico de la espuma saliendo del brocal de la taza recién servida; era una caricia de mamá.
Después de toda una mañana de escuela, las tardes se iban en clases de baile, juegos con amigas, y riñas también, siempre que nos encaprichábamos por el mismo juguete. Las comiditas con nuestras muñecas eran geniales, todas tomando de la misma tetera. Los fines de semana salíamos a grandes construcciones, los llamados centros comerciales, abundantes en tiendas y gente. ¡Gente a corta distancia! Gente sin sus cubrir bocas. Paseábamos por todos sus pasillos, comprábamos conos de nieve, hacíamos visita al local de mascotas donde acariciaba los caninos que ahí se exhibían, sus lengüetazos en mi mano me hacían cosquillas. El área de juegos era «mi favorito por siempre», así decía la niña que solía ser, el laberinto principal comunicaba a enormes toboganes, solo adentrarme a ellos se me subía la energía y moría de expectación. Felicidad debía ser. Desembocaba en una alberca de pelotas donde todos los niños disfrutábamos. Lo creo porque sienten mis recuerdos que lo hacía.
No quiero salir de casa. Tengo miedo ‒dije una tarde bajo la luz del foco led. Una sentencia que ha perdurado hasta los últimos días.
−¿Por qué? ‒indagó mi madre, con la intención de sacar del pozo de mis temores la razón de mi declaración.
‒Tengo miedo a la gente ‒titubeé
‒¿Y por qué habrías de tenerlo, chiquilla? ‒sus ojos percibían mi temor.
‒Tengo mucho miedo al bichito ‒lo dije como una reacción franca a la psicosis que iba en curso.
En un abrazo arropó mi respuesta, el abrazo de la persona que sería la última en hacerlo, en yo permitirlo. Ahí, en el instante de esa infancia, no alcancé a ver la lógica de unas lágrimas corridas por sus mejillas. No obstante, me iba acostumbrando a su tersura cenicienta y otras lágrimas compungidas que mis oídos, aguzados como pequeñitos, atendía a cualquier hora del día. Era como si mis muñecas hubieran transferido su potestad de llanto ‒puesto que ellas son para niñas y las niñas lloran por todo lo que se les pueda ocurrir‒ a los ojos de mi madre; y ella, evidentemente, la grande, la adulta, no tuviera sentido alguno en recurrir a los sollozos como la yo de aquella niña que solía ser. Ella debiera ser firme, tal cual monumento plantado en columnas de acero. Así lo suponía mi mente.
Estaba pronto la llegada de la primavera, me llenaba de emoción esa estación porque hacíamos un festival de disfraces; tenía ya listo el mío con semanas de antelación, cuando de pronto, una mañana, las clases en mi escuela se esfumaron, como si la bruja de octubre hubiera añadido de los huesos de sus manos «bualá», palabras de hechizo, y ya nunca más volvieron sus patios ni aulas ni juegos; tampoco maestra. Mil días después me llevé una sorpresa: apareció dando clases en la pantalla de la computadora, a veces en la del celular; a veces su imagen se congelaba como en una fotografía y desaparecía, y mamá se enojaba por la fechoría del wifi. Pero no me gustó mucho, era como si se tratara de otra persona, su prima quizás, pero ella, ella, ella, se difuminó entre la realidad y aplicaciones para reuniones virtuales, es decir, inmateriales. Lo mismo ocurrió con mis lecciones de danza, jamás volví a ver a mis compañeritas y la maestra nos dio el adiós infinito.
A partir de entonces todo contacto se volvió etéreo, incorpóreo en el plano físico. En casa fue clausurada la entrada de todo individuo que no fuera a cumplir una estricta labor comercial, mamá lo aceptaba siempre que tuviera su equipo sanitizante, anticontagio, contra la propagación de virus; después de marcharse limpiaba y trapeaba con productos químicos de fuerte disolución con una obsesión que se ha transferido a mí. Desaparecieron, tanto que apenas y tengo noción, las visitas sociales. Solo existió el desfile de objetos en casa, la energía humana que había en mamá, la energía infantil que había en mí ‒que de a poco o de a mucho, no estoy segura, se fue apagando‒, y bajo la selección de días bien cuidados, las voces de extraños en la entrega de suministros solicitados a través de apps; cuando llegaban yo permanecía de pie a metros de distancia, pegada a la última pared, atenta a la nueva forma de adquirir las compras que solíamos hacer en el supermercado, yo arriba de un divertido carrito que nunca más he vuelto a tocar. Me daban unas ganas de salir a la calle, oler a ciudad y andar por el mundo de la manera misma que aprendí al nacer.
‒Cuando se vaya el bichito jugaré con mis amiguitas ‒decía a mamá, con la ilusión imaginada.
‒Sí, cuando termine ‒y me apretaba hacia su pecho con la mirada puesta en la esperanza.
Una tarde, después de jugar en el patio ‒ya las zonas ajenas a casa estaban negadas‒, entré con mis zapatos puestos y anduve por toda la planta baja, cuando, ahí mismo, sentí el susto y la advertencia de mamá desde lo alto de la escalera.
‒¡Quítate los zapatos! ‒se precipitó hacia mí para sentarme en la silla, quitármelos y llevarme de inmediato a darme una ducha.
Yo tenía el corazón pasmado, si bien, no recibía yo golpe alguno de sus enojos, su manera de hablar y moverse era muy diferente a la que le conocía. Comencé a llorar como la niñita que era.
‒No te enojes, mamá ‒le rogué como pude.
‒Sabes que debes pasarlos por el tapete sanitizante y quitarlos antes de entrar ‒me reprendió.
‒Prometo que lo haré ‒y mis lágrimas no pararon.
Con los días y sus momentos, fui descubriendo que había una íntima conexión entre su comportamiento de abeja atrapada y la venida del virus mutante. Cada vez notaba sus ojos rojos y la sombra al pie de estos. No entendía mucho, pero no me gustaba.
El cuarto de lavado, habría que decir también la alacena, se fueron llenando de productos demoledores de virus, bacterias y otros microrganismos mortales. De una imaginaba todas esas botellas y bidones vestidos de robot en la lucha contra alienígenas, una especie de superhéroes. Debían serlo, porque se les procuraba por todos lados: internet, WhatsApp, supermercados y entre los mismos vecinos; hasta en un temido lapso desaparecieron de todo anaquel e inventario porque hubo quienes llevaron cargamentos para asegurarse el suministro por muchos meses. Comprendí que eran infalibles para vivir.
El enemigo de los gérmenes, un gel transparente a base de alcohol, se volvió de uso obligatorio, un escudo, decía mamá, lo empleé tanto como supongo que todo mundo lo hizo; en televisión y redes sociales, por ejemplo, no dejaban de hacer mención, ¡ay de uno si no lo aplicaba!, hasta envases sofisticados aparecieron para venderse a elevados montos. Me sentía protegida, aunque llegó al punto de escocer mi piel, y enseguida debía embadurnarlas de una crema especial, repitiendo este proceso incontables veces al día. Esto no ha sido significativo para privarme de su uso. El temor asalta mi pecho al notar disminución en su contenido, ¡de solo pensarlo!, equivale a eliminar mi escudo. Yo fui usando todo lo que aprendía de mamá.
Cuando tuvimos la necesidad de salir de nuestra casa lo hacíamos siempre, siempre, con los elementos básicos de protección: guantes y cubrebocas, por decir lo menos. Y desde entonces han proliferado cubrebocas de todo tipo de material, originales, glamurosos, hasta la piratería se ha inmiscuido. En eso pasaron a ser parte de nuestra identidad, no un accesorio, sí pieza fundamental en la etiqueta de vestimenta. Salir sin ellos te hace caer en lo profano, ¡con lo peligroso de la invasión! A nuestro rostro le fue aplicado otro anillo de seguridad: una gran máscara transparente, incómoda pero indispensable es la careta. El arribo a casa llevaba más protocolos, las ropas paseadas nos las quitábamos nomás poníamos pie en la entrada y ahí mismo corríamos a purificarnos bajo el agua y jabón y desinfectante. Mamá, con el amparo de los guantes, colocaba lo sucio en la lavadora y le daba tratamiento especial, el mismo que sigo dando a toda tela que abunda en casa.
‒¡No bajes todavía! ‒me advirtió, y se apuró en lustrar el piso.
‒Solo voy a jugar.
‒En el piso ¡no!
Hubo un tiempo que creí muy buena la situación, pero solo porque tuve a mamá en casa todo el día, su trabajo se redujo a computadora y celular. Fuera de esto nada resultaba afable, vi desierta la ciudad de gente, soñé con el ataque de alienígenas microscópicos y despertaba en un susto, en un grito. Lloré, incontables veces lloré, y me enojé tanto hasta golpear el piso con mis pies.
Adherida al espejo del tocador se encuentra la fotografía de graduación del kínder, ahí lucía sonriente, llevaba en la diestra el pergamino con el certificado. Del otro lado un ramillete de globos más alto que la corona prismática en mi cabeza, un llamado birrete colocado de forma oblicua. Cada elemento representativo está superpuesto por medio de ilustración computarizada, así la toga que llevo de atuendo; curioso resulta, jamás nunca he vestido así.
Dos días por semana se llevaban a cabo las visitas de mi padre. Él prefería Zoom. La distancia territorial nos separaba, pero daba igual, no eran tiempos de abrazos a piel y energía, y sí de reuniones virtuales. De ahí que se convirtiera en el medio principal ante cualquier contacto que yo necesitara. Mis padres se habían separado meses antes. Las visitas de él se extinguieron a partir de la misma aparición del bicho, «¡qué maldito!» renegué de la plaga alienígena venida ese 20-20. Luego fui yo la que evitó los acercamientos.
Aquella noche la luna opacó su luz, yo la vi desde mi cama, y ahí mismo los oí, oí sus sollozos tristes. Las sombras de toda la habitación se hacían densas, mas no tenía miedo a los fantasmas, esos solo en cuentos aparecían. Temía a otras cosas. Seguí la estela de sonidos; no sé a qué debía mi curiosidad despierta. Recuerdo en mi pecho el retumbe de ondas que surgen de lágrimas y lamentos. Destapé el obstáculo de la puerta, quedé aturdida: mi madre sobre mantas húmedas de quejidos y desconsuelo. Estuve inmóvil, viendo un horizonte imaginario, el mismo que me sigue apareciendo en la agudeza de las noches y los días.
‒¿Qué pasa, mami? ‒pregunté despacio, mi muñeca se asomó entre mis brazos.
‒Nada ‒apenas respondió sin volver el rostro.
Quedé como roca a punto de cuartearse con solo notar la sumersión al mar de la tristeza de mi madre, la fuerte, la grande. Vacilé. Un arrebato en mi pecho me hizo avanzar hacia ella, abracé su espalda y lo mismo mi muñeca. Sentí su agitación. Lloramos un largo rato. No sabía del todo por qué lo hacía, pero sí sabía que su tristeza era la mía, sus ademanes los míos y su mirada de entonces se hizo en mí.
Adoptamos como práctica diaria permanecer bajo la protección de nuestro techo, no salir a menos que nuestros requisitos solicitaran productos esenciales. Y así la llevamos, pero un buen día mi madre me dijo: vamos, pasemos la tarde en el parque. Cómo explicar lo que esa frase y su tono hicieron en mi ánimo. Se me iluminó el rostro de júbilo. Anduvimos por banquetas, corrimos, respiré libertad, ¡qué importaba el cubrebocas y los guantes!, era libertad. Corrí por los senderos del parque, hasta reí más. Cuidé de no tentar ningún tubo de los juegos, tampoco el suelo ni las bancas. Hacía mucho que no me tocaba la luz del parque.
‒¡Suelta inmediatamente eso! ‒gruñó como fiera.
Aquellas manitas asustadas soltaron los tallos con sus pétalos coloridos. Su fragancia se fue, su textura cayó.
‒Pero, si son mis favoritas ‒susurré, mirando las flores sobre el infecto suelo.
‒¡Recuerda lo del virus!
‒¡Oh! ‒me afligí.
‒Nada de tocar cosas de afuera. Vamos a casa a lavarnos las manos y te daré una ducha ‒me tomó del brazo y nos apresuramos en el paso‒ ¡y no te toques la cara!
Fui adoptando cualquier medida que salía a la luz para preservar la salud, la vida; todo, como bien dije, por asimilación de mamá. En el principio no le hacía caso por completo, pero luego sí, porque venía de sus súplicas y gritos. Tampoco sabía mucho de reglas de etiqueta en un entorno atestado por el coronavirus, pero lo aprendí del terror que veía y oía y sentía. Luego se fue haciendo inevitable, hasta un impulso en mí lo ordenaba: rociarme desinfectante desde la coronilla hasta la última pisada. Me tomé muy en serio el quédate en casa, con todas sus versiones en hashtags (#).
Fui cayendo en la cuenta de su peligro mortífero, un virus que tomó la forma de esporas llenas de inmundicia. Desde el conocimiento de su aparición salvaje, pensé en su veneno invasivo como producto de la furia de las más temibles criaturas, la reina de alienígenas venidos de infraorden maléfico, con el poder de mimetizar a toda su tribu en esporas invisibles, esparcirse por todos los mares y los vientos y las aguas y las tierras, haciéndose caer en las personas para azotar sus cuerpos y estrangularlos. Su odio devora el oxígeno hasta llenarse de furia para sacarle los ojos y hacerlos morir.
No se equivocó mi intuición, los pulmones de la humanidad que pereció a causa del toque de veneno de su ataque fueron carcomidos en un frenesí violento y despiadado. Y cada corazón paró de bombear, o explotó en la desesperación. Lo supe.
En la smart tv las caricaturas fueron menos; los videos de víctimas, agonías y saturación en hospitales de enfermos, acaparaban todos los horarios. El dolor ajeno se apresaba al mío. Y vinieron muertes de todo el mundo, de mi línea familiar. El vapor de su ira me ahogó en el pavor, quedándose en mi conciencia y en mis sueños. Sigo estando en guardia, desde ese entonces, ante cualquier contacto con el mundo infecto y con el que podría estar.
Algunos vagos, gente, desgraciados o quizá, inconscientes sean, deambulan a las afueras del distrito inequívoco, seguro es que terminan consumidos por la estructura de un infraorden maléfico que se multiplica. Todos requerimos fortalezas para respirar. De ahora en adelante aludiré solo a mi persona; decía entonces que precisa mi morada de edificación sin accesos a las corrientes de fuera.
Fue entonces que emprendí labor inapelable: la restauración exhaustiva, ¡vaya que lo fue!, de la casa ordinaria, convencional, peligrosa, que fue el hogar donde crecí. Le ha sucedido un hábitat lógico para este planeta invadido de virus mutantes. Advierto no concluida dicha labor, y, sin embargo, su condición ha tomado atributos con pinta de búnker, un refugio contra el bombardeo. He notado que los silencios se oyen a hierro, me parece que este espacio escondido quiere asomar su nariz al mundo de antes, luego me sorprendo en una carcajada, pues resulta absurdo andar con la piel de antes. Aun con esto, es preferible soportar los ecos de aislamiento y soledad ‒la misma que se ha fundido con una sentencia: ajena al contacto humano‒, que permitir, por vulnerabilidad, negligencia o vaya ser ignorancia, el ataque de coronavirus dispuestos a roer a todo humano detectado por sus devastadoras esporas.
Inicié con la juiciosa acción de transmutar las paredes frágiles como papel cebolla en un revestimiento de material inalterable, leal. Imperiosa labor es la de evitar filtración de humedad malsana por las grietas que corrompen a toda pared. Hubo que sacrificar las ventanas, cada una, ¡me di el valor para hacerlo! Jamás me habría pasado la absurda idea de privarme de los sentidos que invita el exterior, aunque fuera a través del cristal. Borré toda visibilidad de sus contornos. Tuve que admitir permanecer con dos armazones: el del baño, procurándole dimensión angosta para no dar lugar al enriquecimiento de hongos atestados de negra humedad; y esta misma, en la que ahora mis pupilas se ciñen al regazo de la nostalgia y a una añoranza caduca. Evidentemente sus estructuras están moldeadas por hoja de materia blindada; es a través de sus componentes donde contemplo en recortados lapsos los albores del día, con el peligro de caer, así como hoy ‒admito a disgusto‒, en resonancias de un hipocampo colmado por circuitos reactivos, heridos, despiertos a la primera provocación: regresar a un pasado de ficción.
Desperté del sueño de mi primera infancia. Aquellos días antiguos no llevan camino, se han desvanecido. Mi alma curiosa cesó de buscar mundo, ya mis ojos no se agitan ante exploraciones y, así, mis manos se vieron prohibidas a tocar texturas de afuera. Afuera no existe nada por descubrir, solo abundan infinitas gotículas propulsoras de enfermedad capaces de trepar tejidos, y sangre, y aire.
Me levanté en un silencio de anfiteatro, pasé la mirada alrededor de la habitación oscura, no había una garra de sol lustrado en el suelo; desprovisto de entradas de aire mantengo el espacio, tan solo cuatro paredes y el vano que sirve de puerta. Cuando días callados permanecen, en ausencia de plataforma virtual, no llevo la noción del tiempo, y es ahí que se me despliega la misma duda en cualquier punto del día: ¿cuánto tiempo he permanecido sobre mis sábanas perfectamente desinfectadas? Al fin saco los pies de mi lecho y me coloco las pantuflas. Mis pasos se arrastran hasta llegar a la cocina, preparo el té con gotas de aceite esencial, una mezcla de inmunidad «esta “bomba” eleva tus defensas y purifica tu aire», asegura mi proveedor virtual de aceites botánicos que se acuñan la cualidad de ser sanadores, yo me aparo en su divino extracto porque el pánico de contagio me asalta el corazón. Aunque sé: la única magnífica defensa es el aislamiento.
Mis palabras se han forjado con hierro, diluidas duermen en la dureza de soledad. Así fue que perdieron la capacidad de mezclarse con otras, de resonar en otras. Los virus alienígenas, con el poder de su reina coronada, sobrevuelan por el mundo entero. Su ataque no cesa, se lleva la materia viva y las vivas ganas de andar por el mundo.
Me acerco al cristal donde pasan lánguidas las ilusiones y veo perdida la vida de afuera. Un reflejo intocable. Detrás de mi ventana, mi madre se pierde; detrás también, me aferro a las paredes, mis recuerdos lloran y mi actual día se pierde en el pantano de mi claridad mental.
Marla Demara. Nació en Hermosillo, Sonora, actualmente radica en Culiacán, Sinaloa. Estudió la Licenciatura en Mercadotecnia. El deseo infantil de ser escritora lo retomó años después. Cursó un diplomado de creación literaria, además de varios talleres y cursos. Lectora aficionada y estudiante sempiterna.