Josué Ramírez
México neobarroco
He hablado el lenguaje de las piedras, de su oro y su cuarzo;
su canto de guerra, su vibra de esperanza taciturna; cómo el fuego
se queda en el tiempo, su agua de llama colindante. Después,
rotando tuercas con aceite, me vino bien cambiar de lo sublime
a lo narrado, en un tiempo de secas, que en las calles nos asfixia.
Conocí el lenguaje de los pájaros urbanos, de su capacidad
de enseñarles a los hombres los caminos del tiempo
en las cenizas. Escuché sus silbidos, cada tarde o muy temprano,
cuando despuntaba el alba o el sol que iba partiendo,
destiñéndose. El de las negras alas, con sus gritos de agua azul
metálica, entre el pasto picaba las lombrices, mientras
yo confirmaba que he vivido. Y me llamé a mí mismo Nadie
—como todos. Andando, pues, por las calles, conocí a las criaturas
torvas de la noche. Yo vi cómo moría la piedad, cómo el placer
se ensanchaba en el deseo abierto a los excesos. Sí. Convertían
otros en moda la ignominia, porque estaban ya hartos
y en la barra juraron que lanzaron la botella al mar
de la apariencia, sosegados, para extinguir la sed de sus palabras.
México neobarroco, truqueado. Lo que sucede hoy
es de un acento esdrújulo, donde, solitarios, ya perdidos,
recogemos a pedazos desmemorias, frutos de la violencia,
entrelazando a criminales y gobierno. Su tóxica fuerza
desatándose con los ojos atónitos (de Náyade). Y, de pronto,
nos vemos recogiendo piedras, sus colores y formas recordando.
De las historias públicas, se valen los audaces escribas
del momento. Después, se van a un bar, brindan con vértigo.
La lucidez vacía —todo es abismo cuando vamos cayendo—,
sin los élitros que agitan los insectos, yendo hacia la luz
del foco liso, es un desfiladero, al fin intrincado; el cd
discontinuo y continuo de los días, donde a diario se encienden
los sistemas, quedando unos con otros conectados; abriendo
fosas, rutas de asesinos macabros y de jóvenes sin casa.
Claridad resguardan los secretos que avergüenzan a diario,
nombres fatuos; nos escrutan el alma al nacer desnudos.
Nuestros pechos están llenos de absurdas resignaciones.
Pero falta poco. El dolor en la luz el aire cura.
Anillos
No se puede negar, porque se nota en los ojos la sombra,
los desvelos, pues lo que falta es destino, recorrer la calle
con los ojos de poeta puestos, contradichos, pero, al cabo bien
firmes al decir cómo es su paso por el mundo. Quedar
al desamparo de la palma que un gusano taladra, bíblicamente,
para huir solo con la levedad de un aleteo, porque subraya
el punto, la mirada que busca gobernar lo ingobernable.
Es lo que pasa ahora que persigo el tiempo que se vuelve acento
repartido, cuando la gracia alcanza los momentos más sencillos.
La vida nos impone su sentido, la cauda de sus dones,
contrastados, porque no se puede forzar, ni ceder el árbol chueco
a tope alguno. Al contrario, se adapta, envuelven sus anillos,
otros cuerpos, porque al final rodea los obstáculos. Metidos
en el pez, contando horas, en idioma silábico, de acentos pares,
con lágrimas más dulces que amargas, buscando las esdrújulas
impávidas del murmullo dactílico, para acentuar en sexta
ÿ en décima, el periodo de enlace, el troqueo, para llegar,
enfático, ahí mismo, donde la voz se cumple en su memoria.
Pero, Cíclope torvo, acres dátiles, mezcla en su cuarto oscuro
la conciencia, y aparece en sus manos una imagen, un instante
preciso y detenido. Mi amigo traductor —un extranjero que
pasaba—, me dio estos papeles: con su tinta de único relámpago:
Yo iba como otros por la calle…
Ficha del autor
Autor de siete libros de poesía. De 2000 a 2006 fue miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. En 1997 obtuvo como director de proyecto la beca otorgada por la Fundación Rockefeller y el Conaculta. Imparte diplomados de Ensayo literario y Poesía mexicana contemporánea.