Entrevista a David Toscana
Eduardo Ruiz Sosa
Se trata de un escritor que no ha dejado de sorprenderme. Una voz única, a mi juicio, en la narrativa mexicana, que recientemente ha recibido el Premio Xavier Villaurrutia. Lector feroz del Quijote, Toscana ha construido una obra plena de ironía y sutilezas, de crítica y locura.
Existe un parteaguas notable en tu escritura a partir de tu mudanza, hace varios años, a Polonia, desde donde firmaste dos novelas que, si bien siguen la línea argumental, de ideas, de personajes, que planteaste ya en libros anteriores, obedecen a esa transición personal, a esa mudanza y al nuevo espacio en el que escribes. Evangelia, en cambio, escrita también en la distancia con México, es una novela sin un anclaje espacial que pueda asociarse directamente al tuyo, al espacio regiomontano de Santa María del Circo o Duelo por Miguel Pruneda, o al polaco de Los puentes de Königsberg y La ciudad que el Diablo se llevó. Con Olegaroy, la novela más reciente, has regresado a los espacios originarios, a Monterrey, a México, aunque sigues viviendo fuera del país. ¿Se puede considerar un regreso?
He sido lector de la obra de David Toscana desde que conocí, hacia el año 2001, la novela Santa María del Circo. A partir de entonces, y por la impresión que me causó aquella lectura, he seguido su recorrido literario: pronto llegué a los cuentos de Lontananza, luego Estación Tula y de ahí al resto de novelas: Duelo por Miguel Pruneda, El último lector, El ejército iluminado, Los puentes de Königsberg, La ciudad que el Diablo se llevó, Evangelia y recientemente Olegaroy. En cada una de ellas, el asombro, el aprendizaje y la admiración han ido creciendo.
- No lo considero un regreso porque propiamente no me marché. Hay novelas que nos vienen a la cabeza ya envueltas en cierta geografía, y por más regio que me sienta sería imposible situarlas en Monterrey o en el norte de México. Lo mismo hay novelas que podría situar en cualquier lugar, pero elijo ubicarlas en Monterrey. Olegaroy, por ejemplo, podría contarse desde otra ciudad. Los puentes de Königsberg necesitan el juego entre Monterrey y la ciudad de Kant. Cuando vivía en Varsovia sí pude escribir una novela con personajes polacos, pero ahora que estoy en Madrid no puedo escribir una con gachupines. A los polacos los escribo en español mexicano, y el lector entiende que lee una traducción, y lo mismo puedo hacer con los judíos en los años de Cristo; pero en cambio me siento incapaz de escribir español madrileño.
En Evangelia los personajes tienen un peso histórico y cultural importante: desde ese Dios celoso de los poetas griegos hasta Herodes, la virgen María, José, los ángeles. La marginalidad se centra en la hija, esa mesías que nace mujer y que es desplazada porque la profecía dice que el salvador debía ser varón. En el resto de novelas, en cambio, los personajes son, siempre, habitantes de los márgenes, descentrados de su participación en la sociedad, excéntricos. Olegaroy es un personaje así, se mueve en esos límites. Me parece que es otra forma de regreso, como la del espacio, a una preocupación constante en tu obra: la de existir en los márgenes sin perder nunca el contacto con aquello que, precisamente, otorga la marginalidad a los personajes. No creo que tu intención sea la de historiar esa existencia en los márgenes, sino la de estudiar el comportamiento humano a partir del reconocimiento de ese «estar afuera». ¿Es así?
- Siempre he hablado de que mi modelo es Don Quijote. Me interesa como personaje excéntrico porque eso le da libertad a la palabra, a la imaginación. Con Evangelia no me alejé de la idea quijotesca, pues de algún modo el Cristo de los Evangelios es un Quijote y Pedro un Sancho Panza. Buena parte del mundo no ve a este par de personajes bíblicos como locos, pero lo cierto es que son dos sabrosos personajes literarios. La palabra «caricatura» suele ser un insulto para quien escribe, pues suele referirse a un texto plano y simple; pero a mí me gusta si entendemos que «caricatura» es una deformación humorosa de la realidad para verla más claramente y reírnos de aquello que, en la realidad, no tiene gracia.
Pensando en lo anterior: hay un momento de reconocimiento de la propia singularidad en los personajes, en Olegaroy, por ejemplo, pero en prácticamente todos los personajes de tus libros; en ese momento en el que reconocen el «estar afuera» reside el impulso que los hace actuar, que hace posible el libro y su trama. Pienso, por ejemplo, en los personajes de La ciudad que el Diablo se llevó, que reconocen esa singularidad al inicio del libro cuando logran salvar la vida. Olegaroy, de alguna manera, antes de la noticia del asesinato de Antonia Crespo, se encontraba paralizado, estático frente a un mundo frenético. Con la lectura de la nota policiaca se despierta en él un movimiento y comienza su aventura. ¿Qué es, para ti, ese impulso?, ¿un deseo, una necesidad, una forma de la locura?
- En el nivel más elemental, se trata de un detonador para contar una novela. Pero yéndonos a un lado más humano, se trata de la circunstancia, del parteaguas que nos despierta y extrae nuestras posibilidades. Sin la Revolución, Pancho Villa habría sido un bandolero y Calles un cantinero. Sin Hitler, Churchill habría sido un simpático fumapuros. A veces, se puede situar una novela en un momento importante de la historia, como Vida y destino de Grossman; a veces, en una mera contingencia individual, como El capote de Gógol; a veces, el personaje puede ser el que hace la historia, como en los Evangelios. En el primer caso, el autor no tiene que inventar el entorno. Grossman no se sacó de la manga la guerra ni el estalinismo ni la batalla de Stalingrado ni el Holocausto; pero convierte los terribles hechos en algo bello, como lo hace Goya. Gógol tiene que crear un micromundo; o García Márquez un macromundo. Iván Ilich debió de ser un personaje sin chiste hasta que le detectaron el riñón flotante. El personaje será él y sus circunstancias, tal como las definía Ortega y Gasset: «aquellas porciones de la vida de que no se ha extraído todavía el espíritu que encierran». Así, pues, el novelista ha de extraer el espíritu.
A partir de esa salida a la calle, Olegaroy, como otros de tus personajes, se encuentra en medio de una suerte de absurdo. En algún momento lo llamaste «realismo desquiciado». Sí, hay un desquiciamiento. Creo que también podría llamarse «realismo absurdo». En el fondo, no obstante, creo que ese desquiciamiento, el absurdo, no es otra cosa que el resultado de un intento de interactuar con un mundo que lo ha relegado, o al que él mismo, tiempo antes, renunció o al que no pudo entrar. ¿Crees que es así, que es un modo que define a buena parte de tus personajes?
- Cuando vemos un predicador en la calle, nos parece un trastornado. En cambio, los que dijeron la misma sarta de extravagancias hace dos mil años son profetas o mesías o iluminados o santos. Aunque los filósofos se empeñan en argumentar desde la razón, la mente prefiere regirse por emociones. Con esto quiero decir que la razón o el absurdo tienen una carga de subjetividad que cambia según la época y persona. La magia de don Quijote radica en que nunca podemos decidir si es loco o genio o si los genios son locos. Del mismo modo, veo que Olegaroy es un tipo excesivamente razonable, y eso lo vuelve sospechoso de excentricidad. Sócrates nos parece un filósofo excepcional, pero como ser contemporáneo sería un loco, un impertinente, un pesado.
El miedo a la muerte es una presencia constante en Olegaroy. Sobre todo, el miedo a la muerte violenta. Sin embargo, su aproximación al crimen de Antonia Crespo, a la violencia del crimen, es diferente a su interés por el accidente de avión del equipo italiano de futbol y por todos los casos de muertes violentas que componen la Enciclopedia de la desgracia humana: es lo contingente de las segundas muertes lo que hace la singularidad; es la voluntad del asesino lo que incide en la diferencia en el caso de Antonia Crespo. ¿Es esa pugna entre lo contingente y lo volitivo la idea central que se aborda en el libro?, ¿es una preocupación que te interesa abordar a lo largo de tu obra?
- Olegaroy se ocupa sobre todo de la desgracia, la cual tiene algo de azaroso, de involuntario, y, por lo mismo, puede evitarse. El avión es el símbolo de estos temores. El pasajero pone su vida en manos de otros hombres y circunstancias de las que él no participa. Entonces, a sus ojos, todo se vuelve azar. Y ni se diga en 1949, cuando viajar en avión era un riesgo patente. En esos años, los accidentes eran cosas que pasaban, sin que hubiese modo de evitarlos ni un claro responsable. Llegaba mucha gente del campo a la ciudad sin cultura de atravesar calles, por las calles circulaban unos enormes armatostes difíciles de maniobrar; la combinación causaba muchísimas muertes. Cuando escribí la novela pensaba en una paradoja. En México tenemos más posibilidades de que nos mate un coche a que nos mate un criminal. Sin embargo, no le tenemos miedo a los coches.
A lo largo de la novela se citan corrientes filosóficas, artísticas, científicas, autores variados que han recibido la influencia de Olegaroy, de su excéntrico pensar, o que han coincidido con él sin saberlo, y que enriquecen el discurso de la novela con referentes, prospecciones, escenarios que van de la reflexión honda al humor sin que sea necesario que medie ni una sola barrera. En toda tu obra el humor es fundamental. A simple vista, ese uso del humor podría considerarse como una sátira, pero creo que hay algo más: el humor como consecuencia ineludible cuando todo llega a sus más extremas consecuencias.
- Creo que los cuestionamientos de Olegaroy son muy válidos. Si el ser humano cambia, entonces por qué considerar que una pareja es la misma cuando se casa que tiempo después. También cuestiona el amor por los cadáveres, la validez de un testamento, la forma de conocer las cosas, la imposibilidad de conocer la verdad, y tantas otras cosas. Eso es la filosofía, algo que incomoda a la gente que prefiere no hacer preguntas. La filosofía podría preguntar muchas cosas sobre el futbol. ¿Por qué seguimos un equipo? ¿En qué nos afecta que gane o pierda? ¿Por qué nos emociona que una pelota traspase un plano imaginario? Puesto que un equipo acaba siempre por cambiar a toda su plantilla de jugadores, ¿qué es lo que sigo cuando sigo a un equipo? Son apenas preguntas para iniciar socráticamente una discusión, y éstas nos llevarían a cuestiones más profundas. Pero la razón estorba en esta y muchas situaciones de la vida. El aficionado al futbol prefiere la sinrazón. El ser contemporáneo prefiere la sinrazón. Eppur se cree razonable.
Teniendo en cuenta la pregunta anterior, ¿cuáles son tus referentes filosóficos, artísticos (pintura, teatro, música, cine, por ejemplo), científicos?, ¿cuáles, por otro lado, los referentes de tu sentido del humor?
- En las humanidades se pueden tener referentes contemporáneos o de hace miles de años. El filósofo que más me seduce es Nietzsche, pero es el más difícil de seguir en la vida real. Por eso hay especialistas en él que no tienen nada de nietzschecianos. Igual pasa con las artes. Quizás mi pintor preferido sea Caravaggio, mi escritor preferido Cervantes; personajes que vivieron hace siglos. Pero en ciencia tengo que estar con lo último. Como científico Aristóteles no vale ya la pena. Galileo tiene una biografía muy interesante, son de llamar la atención sus descubrimientos, pero una conversación con mi vecino, que es astrofísico, me ilumina más si el tema es la ciencia. En cuanto al humor, éste debe ser tan natural, tan personal, que no debe haber referentes. Tratar de emular a los autores cuyo humor me gusta, como Cervantes o Hasek solo me haría descarrilar el tren. En todo caso podría decir que mi visión humorosa de la vida la desarrollé por ser regio y haber tenido la familia y los amigos que tuve. Eso hay que tomarlo en cuenta. No toda la literatura viene de la literatura.
No contaré el final del libro, de ninguno de los libros, pero creo que siempre terminas las novelas con finales que poseen una carga poética intensa, más allá de que en general tu discurso narrativo posee una carga poética notable. ¿Es «lo poético» una forma de internarse, de responder, en la lucha entre lo contingente y lo volitivo?
- Busco que los finales tengan un clímax en la prosa y en el significado, no en el argumento. La sensación de haber llegado al final se alcanza igual que en la música. Hay que saber que la historia y la novela no siempre terminan en el mismo punto. En la novela policiaca sí. La anécdota se redondea al mismo tiempo que se llega a la página final. Don Quijote por supuesto que termina historia y novela en el mismo punto; Cervantes lo aclara y lanza una amenaza para que nadie más quiera continuar el relato. Pero hay muchas donde no ocurre tal. En algunas de mis novelas queda la sensación de que la historia continúa, pero ya no hay que decir más. En otras, anécdota y novela tienen su fin simultáneo.
Por último, no considero que tu obra sea hermética, difícil. Al contrario, es una prosa que envuelve al lector con cierta fraternidad. Pero se percibe una evolución en el discurso, en la forma de construir los capítulos, de intervenir con el narrador en el tejido de la historia, de estructurar, incluso, la sintaxis de cada enunciado. ¿Cómo ha sido ese proceso a lo largo de los años?, ¿cómo lo ves hacia el futuro?
- La escritura debe ser siempre diáfana, rítmica, musical, pero esta puede ser superficial o cargada de significado, de doble o triple sentido, tener críticas veladas o claras. Cualquiera entiende la mera exposición de anécdotas. Pero pocos navegan por los mundos subterráneos de la prosa. Pocos captan los guiños o la ironía, que es cosa de sabios. El buen lector es una especie en vías de extinción. Ve demasiada televisión y cine como para después pensar que puede leer una novela. Por eso el género literario de nuestros días es la novela negra, que es una extensión de la televisión. El cine es plano, obvio y encima se vale de la música, actores de moda y efectos especiales para condicionar al espectador. La buena literatura no tiene los recursos del cine, solo tiene la palabra, pero eso le basta para ser la diosa cuando tiene delante a un lector inteligente y sensible.
Fichas de los autores
David Toscana
Narrador (1961). Su novela Estación Tula ha sido traducida al alemán, inglés y griego. Becario del Centro de Escritores de Nuevo León, 1990, y del FONCA. En 2005 obtuvo el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada (premio honorario) y el Premio de Narrativa Antonin Artaud por El último lector. Premio José María Arguedas 2008 por El ejército iluminado. Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por Olegaroy.
Eduardo Ruiz
Escritor mexicano (1983). Autor de los libros La voluntad de marcharse, Anatomía de la memoria y Cuántos de los tuyos han muerto. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo. Textos suyos han aparecido en cinco antologías tanto nacionales como extranjeras.