Nueva memoria del tigre. Poesía (1949-2000): una relectura
Óscar Paúl Castro
Sintetizar la experiencia de lectura de un libro (un libro de libros) como Nueva memoria del tigre es una faena que se antoja improbable, si no imposible, y es una cuestión que tiene poco que ver con el tiempo. Ya en principio sabemos que ningún comentario, por más acertado que tal fuera en su momento, puede suplantar el contacto directo con una obra, y que la misma persona que somos en este instante es una suma en movimiento, transformándose implacable e imperceptiblemente.
Esta lectura (debido a una charla que estaba preparando en torno a la obra poética de Lizalde) de Nueva memoria del tigre ―en este sentido― implicó, para mí, el retorno a un territorio a un tiempo familiar e inédito. Los poemas de Octavio Paz, Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, José Emilio Pacheco, Eduardo Lizalde y Francisco Hernández, conformaron muchos rasgos de lo que sería la educación sentimental, y en gran medida estilística, de la generación de los poetas nacidos en los sesenta y los que todavía alcanzamos a ser de los setenta y que empezamos a escribir poemas en los finales de los noventa. Sus libros forman parte sustancial de lo que pudiéramos llamar nuestra <<tradición tangible>>: poetas con una obra ya con peso específico propio que, en algunos casos, seguían creando y evolucionando, y que a través de ellos fue posible e imperativo remontar las aguas hasta el archipiélago dorado de Los Contemporáneos, López Velarde o la poesía española de la primera mitad del siglo XX, y poder ir trazando así la propia cartografía de las tradiciones heredadas y las tradiciones elegidas.
La poesía de Eduardo Lizalde fue ―sigue siéndolo― una de esas pesadas macetas que los ávidos transeúntes que éramos en aquellos días buscábamos desesperadamente nos descalabraran. Cómo decir el misterio, por ejemplo, que guarda Luz (II), ese fugitivo poema de La zorra enferma, cómo trasladar la experiencia de ese brevísimo sismo de prolongada onda expansiva a otro lenguaje. Porque toda verdad es un secreto. Y así como la experiencia de ese poema ―el negro sol de su misterio― permanece intacta, también es necesario confesar que no es lo mismo El tigre en la casa quince años después: y no por el tigre, sino porque el que somos ya no es aquel que contemplaba fascinado y distante la fabulosa bestia, y ahora comparte con ella ―en no muy buenos términos a veces― las estrecheces de la jaula; y calan más hondo, hay que decirlo, esos terribles poemas de amorosa bilis, de furia de espejo que se estrella en el rostro nuestro de cada día. Poemas de amorodio en espesa sustancia y materia, oscura, burbujeante, buscando salpicar la cara de los que alguna vez creímos que el amor era algo completamente inmune al tiempo o a la muerte.
También está el juego, por supuesto, con su sonrisa de colmillos afilados; la celebración del cuerpo de la amada, del camino de la carne, la bravata, el vino y el dolor, por supuesto, pero con una buena-mala música de fondo y con cerveza fría que reconforte e ilumine con luz secreta el cardenal rostro del boxeador que mantiene ―aunque la amada lo haya derrotado por nocaut o por puntos― la jactancia de haberle sabido entrar al quite.
Esta invitación al juego, a la comunión en la risa, en la ironía, recorre toda la obra y convive, entabla siempre ―de forma natural y misteriosa― un perfecto equilibrio con las pasiones y obsesiones de Lizalde: la pintura: el juego de sombras, la luz esculpida que resuena constantemente afinando su eco de palabras desde Velázquez hasta José Luis Cuevas; Dios, terrible en su divinidad ciega quien ―quizás como a Blake, quien logró mirarlo, despierto en ese sueño al pie de la escalera, abriendo el compás de luz creadora, y ya aniquilante, sobre el mundo― ya solo podría aparecerse para decirnos: <<Yo no existo>>; la música: el mejor ruido, espejo luminoso del silencio, eco del dolor y la alegría; la filosofía, con su orden espinoso, su espesa sombra, tierra fértil para los temperamentos de concentrada luz rumiante; la ciudad, la urbe, La Ciudad, así, con letra capital: la madre asesina, creadora y mortal y eterna de Tercera Tenochtitlan, siempre envejeciendo y siempre joven e insaciable, capaz de digerirlo todo en sus jugos inmemoriales; con el futuro garantizado por sus ruinas; en donde las palabras avanzan con memoria implacable, amorosa y cruel, requebrando el frío tepalcate y pisando sin tristeza, con alegría a veces, el suelo cubierto de jades de plástico o espejos rotos y sucios de sangre: contemplando cómo se aleja por vez última un tranvía que parte en dos mitades de silencio una noche perseguida y olvidada; y los otros, los poetas, hermanos de tinta y espejos quebrados, ecos floreciendo junto a la mano y la mirada, en los libros, en las cantinas, en los Cafés, en la soledad o en el viaje: Montes de Oca, Bonifaz Nuño, Elizondo, Paz, Huerta; también los más lejanos: López Velarde, Kafka, Pound; los relámpagos traducidos, cartografía de las mejores pasiones-obsesiones de Lizalde: Pessoa, Rilke, Blake (William, por supuesto), Joyce, Dante, Shakespeare; y la palabra, último secreto, sombra sin cuerpo; Babel minúscula de la cosa, a quien Lizalde, con los perros de la burra en firme mano, se atreve a decirle: Cosa que incendia el ojo del lince / con la yesca de estar, / acércate a mi mano, / pobre cachorro del ser, / abre la boca y gruñe y haz el muerto. / Ven cosa, yo te diré tu nombre.
Yo celebro.