Juan José Rodríguez
De niño la Ciudad de México me inspiraba un temor que no sabía explicar.
Todos los días, en el Canal 5, entremezclados con las caricaturas, veíamos a niños que se habían perdido en la ciudad. Canal Cinco al servicio de la comunidad: presentamos aquí este niño de aproximadamente ocho años de edad que fue encontrado por el rumbo de la Merced. Dice llamarse Paquito; su mamá se llama Alejandra y no proporciona más datos. Mayores informes al teléfono cinco doce siete siete siete siete… Todo esto con la voz afable del Tío Gamboín en off. Mis padres me explicaron que la capital era tan grande que los niños se perdían, cosa para mi inconcebible, acostumbrado a vivir en un puerto que, si bien me parecía inmenso, yo sabía que con solo encontrar y seguir la línea del mar podría llegar siempre a mi casa. La Ciudad de México era un monstruo cuyas víctimas más inmediatas eran los niños como yo: Saturno y Kali engendrándonos en el canibalismo perpetuo y arrojándonos a un mundo convulso donde todo volvía a su origen.
Para mayor desazón, incluso un día me enteré que existía una calle llamada «Niño perdido». ¿A quién se le ocurriría ponerle así a una rúa? Solo a la bizarra capital de mi patria. Supe de esa vialidad ante el programa «Sube, Pelayo, sube», donde soltaban a volar un globo con un premio y ahí veíamos a la gente corriendo, casi matándose en el camino, hasta dar con el globo que quedaba atorado en una azotea, enredado junto a un tinaco y una antena de televisión que entonces parecían veletas sin viento al cual seguir… hablo de una época en la cual a la «tele» era necesario ponerle un cable conectado a una figura geométrica, similar a un clip estilizado en lo alto de los edificios, como mágica llave celeste para ser contemporáneo de las voces del mundo.
Mi madre, desde nuestro idílico rincón de la provincia a orillas del Trópico de Cáncer, nunca se tomó la molestia de enviarle una carta al Tío Gamboín para que me tocaran sus fanfarrias, estridente honor que, viéndolo bien, no era la gran cosa. ¿Por qué no mandaban regalos a los niños aplicados, como lo hacía Chabelo los domingos, en vez de transmitir una insulsa grabación con una minúscula melodía? ¡Tantos juguetes que presumía el Tío Gamboín y nunca vi que ninguno de sus sobrinos recibiese alguno de ellos! Pero a mi familia le tocó algo de esa gloria en un tiempo donde las microondas recorrían el cielo muy lejos de la cocina y las palomitas de maíz: mi primo Marcos se le extravió a mi abuela Bertha allá en la Ciudad de México durante unas vacaciones y alcanzó el minuto y medio de fama de aparecer en cadena nacional.
Claro que fue un drama. Todos los familiares e inquilinos que vivían en la Casa de Asistencia de mis abuelos lo buscaron desaforadamente, hasta que una de mis tías, a la cual se le había comisionado mirar las caricaturas, identificó a mi primo Marcos entre los otros niños de rostros pétreos y risas incontrolables que posaban en vivo como sospechosos de un crimen… A la fecha, él se jacta de ser uno de los pocos auténticos sobrinos del Tío Gamboín. Y se manifiesta agradecido de ello: de no haber sido por él, hoy sería uno de esos personajes callejeros tan peculiares como el «Hugo Bocinas» o el también mítico «Carrizos».
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Cuando fui a la Ciudad de México por primera vez, tenía cinco años. Ardía en deseos de probar un Twinky Wonder o ir a Burger Boy, sitios repetidos con insistencia en la programación nacional. Además, la ciudad se me hacía un sitio no solo remoto en la distancia sino también en el tiempo: anunciaban a Cepillín a la cuatro de la tarde, pero el programa del payasito de la tele iniciaba en Mazatlán a las 3, cosa de la que —hasta la fecha— no parecían percatarse los invisibles locutores. No solo vivían en un mundo distante donde la cronología corría distinta, sino que tampoco parecían darse cuenta de donde estaban. Al día de hoy siguen diciendo «del interior de la República, llámenos por lada 800», aunque es muy evidente, viendo cualquier mapa, que ellos son los que están en el interior y nosotros, los confundidos provincianos, en los alrededores de la gran metrópoli devoradora de niños. ¿Y esa gente era la que nos gobernaba, me preguntaba yo desde 1975? No conocían el tamaño del país que tuvieron en sus manos.
La Ciudad de México era un sitio muy omnipresente en la vida de quienes teníamos la tele como espejo del mundo y, a la fecha, al transitar por sus calles me agolpa la memoria de recuerdos audiovisuales. Aldama y Mina, la esquina que domina. Circo Atayde Hermanos en Buenavista, Buenavista, Buenavista… Muebles Troncoso en Francisco del Paso y Troncoso. Eckar de Gaaaaaas. El Concierto de Aranjuez siempre será la Magdalena de Proust para evocar a los Hermanos Vázquez, quienes así se apropiaron para siempre de este tema musical… Televisa Chapultepec 18. xew, Ayuntamiento 53… La Arena Coliseo, calle Perú donde se transmitía el box internacional todos los sábados, antes de la película del mazatleco Pedro Infante.
Debo decir que a mis 5 años, la ciudad me pareció un sitio menos catastrófico que lo esperado. Me sorprendió la cantidad de árboles, especialmente los eucaliptos, poco comunes en las costas por su escasa resistencia ante el viento de los huracanes. Árboles y árboles, tan numerosos como los que pueblan la poesía temprana de Octavio Paz, desfilando quietos y en rumor de follaje tanto en la Alameda Central como el parque Sullivan, frente a la casa de asistencia que mis abuelos regentearon por ese tiempo. A propósito, ¿alguien sabe por qué en la Ciudad de México se les llama así a las pensiones estudiantiles, como si fueran instituciones de misericordia pública, y a las empleadas domésticas «criadas», tal si fueran mujeres recogidas en la infancia? La verdad, conversando con licenciados o médicos que cursaron sus estudios en la Urbe de Hierro, uno se topa con agradecidas historias hacia las familias que por algún tiempo los invitaban a comer cuatro veces por semana o no les cobraban por largas semanas el alquiler de su cuartito. (La casa de asistencia de los abuelos dejó de ser negocio cuando se llenó de familiares, la mayoría en los grados más remotos e inesperados.)
Ya en esos años, los medios insistían en la acuciosa contaminación del Valle de México. Imágenes apocalípticas de chimeneas veíamos en algunos perentorios comerciales y hasta en Plaza Sésamo se nos hablaba de no tirar la basura en la calle. El Pato Donald tenía dos avatares chilangos: uno era «el Cochinón» que arrojaba papeles en la vía pública y aparecía en la hoja antepenúltima de los cuentos; el otro, menos corajudo pero hipócrita, anunciaba con felicidad un refresco de cartón muy común en las esquinas sucias. Cantinflas, otro personaje de la fantasía, por su parte se disfrazaba de barrendero y pregonaba la necesidad de limpiar bien una «ciudad con ángel», aunque un poquito renegridito por el «smog», palabra que ya casi nadie pronuncia, como si el smog ya fuese una cosa perdida en un pasado en blanco y negro.
Pero al llegar a dicha metrópoli mortífera, mi primera visión desde el avión fue la blancura de sus silenciosos volcanes, envueltos por amenazadoras nubes azules. Vaya, aparte de poder extraviarme en la ciudad o envenenarme con sus nubes químicas, yo podría ser vaporizado por una repentina tormenta de fuego pompeyana. La realidad siempre superaba a la imaginación. El df podría desaparecer en cualquier momento como la Estrella de la Muerte de Star Wars o hundirse en lo profundo a la manera de la Atlántida.
Esa primera noche en la Ciudad de México, usé pijama por primera vez (en Mazatlán bastaba un leve short para el clima) y me dormí sin ver televisión. Nos leyeron el inicio de un libro de cuentos que no era para niños: El Principito, de Antoine de Saint-Exupèry y esa velada la pasé con la inquietud de que los volcanes arrojasen su potencia destructiva, aprovechándose de la distracción de los humanos dormidos. Me encantaban entonces las rocas y pasaba tiempo analizándolas. Tanto los arrecifes llenos de penachos de espuma en Mazatlán como las oquedades de las minas de Copala, el pueblo de mi mamá, por lo que una montaña viva despertaba mi fascinación. Quería ser Ingeniero de Minas para andar en un jeep, usar un casco de explorador y que todo mundo me llamase «Ingeniero» con auténtico respeto y, sin saberlo entonces, de paso cumplir uno de los sueños de mi madre. Mi abuelo había sido un gambusino que dejó tras de sí una leyenda de bonanzas y la búsqueda afanosa de una veta perdida… Donde mejor canta un pájaro es en su árbol genealógico y, donde mejor se afianzan sus raíces, es en el tejido secreto de su árbol geológico. La Ciudad de México a edad temprana enraizó con fuerza en mi memoria y en mi genésico imaginario selectivo, entonces dominado por el embrujo de la televisión y su microondas. En el Museo de Historia Natural, vi las maquetas de los volcanes y la explicación sobre el candente lecho donde flota la capital. En una ida fugaz a Puebla, presenciamos desde un mirador su silueta en escorzo. Pero la maravilla monolítica que más se me grabó fue la visión de las meteoritas (se llaman meteoritos hasta el momento en que se desploman contra la tierra, cambiando así de manera sublime la palabra que los invoca) colocadas como guardianes cósmicos a la entrada del Palacio de Minería, donde una tarde crepuscular nos llevaron a caminar por el Centro Histórico, a ver la Alameda, el Caballito de Carlos iv y a comernos un algodón de azúcar en el Zócalo. Ahí nos subieron a mí y a mi primo Marcos a una de esos pétreos emisarios de la nube de Oort… Veintiséis años después, tendría la suerte de ganar el premio nacional de cuento Gilberto Owen, hijo a su vez de un gambusino, y el galardón me sería entregado ahí durante una feria del libro, a los treinta y dos años y en un momento muy crítico de mi vida laboral universitaria. Emocionado y feliz, hablé del orgullo de recibir una placa metálica en una ancestral escuela de minería, donde mi abuelo materno se habría sentido orgulloso de ver a uno de sus nietos y también —imposible de olvidarlo—, donde mi abuela paterna me había llevado de muy niño a cabalgar sobre la cima de un meteorito.
Ficha del autor
Narrador (1970). Ha obtenido los premios: Premio Nacional de Poesía Ignacio Manuel Altamirano 1988 por Ven y mira. Premio de Cuento El Corredor de Noroeste 1992 por La mujer del capitán. Primer lugar en el Concurso Estatal de Cuento Universitario Enrique Félix 1989 por La ventana de Justina. Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen por el libro inédito Los hombres del Ave María (2004). Su obra está incluida en el libro El carnaval de Mazatlán (1997) y en la antología Narcocuentos.