Denissa Miranda
¡Qué chilo! Cuando venimos a la playa ¡es el mejor día de mi vida!
Mi maestra de tercero dijo un día mientras leíamos el libro de Sinaloa, que El Maviri no se llama así, sino Las Ánimas, y es una isla. Pero cuando leo esa palabra, me da mucho miedo y mejor le digo El Maviri.
Siempre que venimos a la playa no salgo del agua. Mamá dice que deberíamos vivir aquí para que se me quite lo «Ecoloco». Me da risa eso, aunque no sé qué quiere decir.
Ya traigo puesto el short, me quito los huaraches y empiezo a corretear una ola. Luego viene otra y también la sigo. Y luego otra, y otra.
Cuando menos pienso, estoy todo empapado y no alcanzo a pisar la arena. Entonces, nado mar adentro.
En esta profundidad, veo a lo lejos un enorme pez. Es tan grande, que creo que es el que se tragó a Jonás. Cuando en catecismo nos cuentan esa historia, se me figura don Jonás, el señor del abarrote que siempre corre a los niños de las maquinitas. Parece que lo veo, muerto de miedo, en el hocico de una ballena, y siento tristeza por él porque al Jonás de la Biblia lo vomitó el pez, pero este Jonás no creo que se salve. Antes de que mis huesitos abran el apetito del enemigo, mejor me retiro y cambio de rumbo.
Cerca de allí, descubro algo en el fondo del mar. Es una cosa muchísimo más grande que toda mi colonia. Bajo, y al acercarme un poco, noto que eso fue un barco. Es una fortaleza ovalada cubierta de algas y otras plantas marinas. No distingo bien porque todo está muy oscuro. Tal vez sea el Titanic, ese barco que se hundió hace cien años. Lo vi en una película que mamá siempre pone aunque termine llorando. Cuentan que murieron más de mil personas. Pienso en mil fantasmas rondando, y mejor me voy.
Intento subir a la superficie, pero un brazo atrapa mi pierna. Quiero soltarme y no me deja. Entonces lo veo. Es un gran pulpo, como el de los documentales de Jacques Cousteau que vi en Discovery Channel cuando apenas era un niño de 7 años. Ahora soy grande. Ya cumplí 8 y no le tengo miedo a esos enormes tentáculos anaranjados. Calamardo de Bob Esponja es simpático comparado con este ejemplar. Recuerdo entonces las clases de karate de mi primo el Chino y, con un rápido empi uchi, me zafo. En adelante, cuando mamá quiera servirme un coctel de pulpo como el que le prepara a papá, me negaré rotundamente. No pienso tragarme un monstruo.
Nado hacia la orilla, salgo del agua y me pongo a hacer castillos de arena. Esta vez no están ahí Yeni, mi hermana menor especialista en tumbarlos, ni Javier, mi hermano mayor que siempre insiste en enterrarme en la arena desde el cuello hasta los pies. Dice que los grandes lo hacen como terapia, pero de todas maneras yo no quiero. Sospecho que un día de estos me entierra hasta la cabeza.
Volteo a todos lados y no veo a mis hermanos. Sólo encuentro a papá y mamá debajo de una palapa. Él enciende uno de los veintitantos cigarros que se fuma durante el día. Se los he contado. Papá fuma y fuma aunque estemos a cuarenta grados.
Papá y mamá no hablan. Solo lo necesario. Ya olvidé cuándo fue la última vez que los vi platicando solos, y mucho más hace que no los veo darse un abrazo o un beso. Me daba guácala verlos besar sus bocas, pero en el fondo sentía bonito al mirarlos contentos. Ahora, cada quien está en sus cosas y en sus pensamientos.
Me pongo triste. Mejor vuelvo al agua. Nadando, me alejo otra vez de la orilla. A veces me siento un tritón, y otras, quisiera ser Nemo para ir muy lejos y conocer otros océanos. Distraído, pensando en mis papás, no me doy cuenta de que algo viene hacia mí. En la superficie solo distingo una aleta que se aproxima velozmente. Pienso en la ballena, en las ánimas de la isla, en los fantasmas del Titanic y hasta en los tentáculos del megapulpo, y tiemblo de terror.
Me asomo debajo del agua para ver qué es aquella criatura, pero todo está revuelto. La aleta se acerca más. Miro hacia atrás y lamento haberme alejado tanto de la orilla. Veo chiquita la palapa de mis papás. Quiero gritar y no puedo. Quiero nadar y las piernas no responden.
Allí, solo, flotando en medio del mar, cierro los párpados esperando lo peor.
Un chillido me hace abrir los ojos. A unos centímetros de mi cara, un pez sonríe. Sorprendido, lo recorro con la mirada. Mide casi el doble que yo, pero ya no me asusta.
Como que lo conozco…
¡Sí!, ¡es el Pechocho!
¡El delfín Pechocho! Cuando lo visitamos en las vacaciones de Semana Santa en su estero muy lejos de Topolobampo, el guía de turistas dijo que este pez nunca sale de su hogar, ¿cómo llegó hasta aquí?
El Pechocho comienza a nadar a mi alrededor, da unos saltos gigantes y voltea a verme como invitando a seguirlo. Puedo mover de nuevo las piernas y voy hacia él, que se aleja y luego vuelve brincando.
Como esos competidores de las Olimpiadas que he visto en la televisión, el Pechocho y yo nadamos de pecho, de mariposa y hasta de muertito. En eso estamos cuando oigo claramente que el delfín me habla: «Varito». Vuelvo a espantarme.
«Varito», repite. Miro a mi amigo pez, que sigue haciendo piruetas, y confirmo que la voz no viene de su garganta.
«¡Julio Álvaro!, ¡es hora de levantarte y bañarte! ¡Ay, no, otra vez mojaste la cama». El grito de mamá parece trueno. Abro los ojos, me siento en la cama y descubro que un océano está en mis sábanas.
Ficha del autor
Narradora (1981). Ha realizado diversos trabajos relacionados con la corrección en periódicos y medios impresos.