
HABITAR-ME
Mi casa es un museo de objetos
que me dicen de dónde vengo
y a dónde voy.
Me miro al espejo y encuentro
el reflejo de mi madre,
el de mi abuela; y el de tantas otras
que pasaron por aquí.
Hubo mujeres tejiendo historias
en las trenzas de niñas por venir
y con servilletas coloridas
adornaban las mesas
y los caminos empedrados
mientras la máquina de coser
les remendaba las heridas.
En mi habitación se esconden
las mujeres que ya no están:
las escucho por las noches
y me cuentan sus secretos,
susurran a mi oído
y me dicen que la historia
no debe volverse a repetir.
UN ARTÍCULO DE PRIMERA NECESIDAD
Cierto es que hay mujeres
que en un afán por volver real
el sueño que se construye jugando a las muñecas,
se aferran al vestido de novia
como si este fuera
un paracaídas que habrá de salvarlas
de cualquier golpe o situación adversa
que pudiera presentárseles;
y lo vuelven un amuleto,
un artículo de primera necesidad
y hacen de él lo único importante
como si la vida misma no tuviera
más que ofrecerles.
Pero cuando menos lo esperan
la burbuja se revienta
y lo soñado se viene abajo
como los muros y el techo
de una casa en ruinas.
El vestido de novia, en realidad,
es una promesa que no existe
una impostura y aunque nos esforcemos
por creer lo contrario, no nos da
ningún estatus ni nos salva de nada.
Esto sería como creer que el ave presa
vale más que aquella que vuela libremente.
Y como siempre sucede
las copas de cristal caen
y se rompen;
y de todos es sabido
que una vez pegadas ya no lucen
de la misma forma.
Quizás por eso
en las bodas de mis amigas
me vuelvo río.
Me aterra la idea de verlas caer
como cristales rompiéndose
encima de la mesa
o contra el piso.
Por último, debo decir
que en mi familia
ha habido pocos ajuares de novia:
somos mujeres que se han
quedado esperando
“el vivieron felices por siempre”.
La que hasta ahora ha vestido
los ropajes del matrimonio,
ha vuelto a estar sola
a causa de la madrina oscura,
porque el vestido de novia
puede también ser una tumba.
EN LA QUIETUD DE LOS MUELLES AL ATARDECER
Tal vez la vida es eso: una cicatriz
Elisa Díaz Castelo
El mar es una cama vacía:
sábana extendida con hilos en plata
que devora a los muertos
el paisaje se dibuja frente a mí.
En la quietud de los muelles al atardecer
la marea sube hasta chocar
con la planta de mis pies gastados
un cosquilleo me recorre el cuerpo.
Dialogo con las voces del oleaje
que me arrastran
entre líneas de sal y arena
Mi voz tiene también deseos.
Lo pienso una, dos,
tres veces:
¿qué diferencia hay
entre flotar y sumergirse,
si en ningún lugar estoy?
Desvío el cuerpo
se me olvida la mirada