Tres poemas de María Padilla, poeta de Los Mochis

Quizás vino/quizás agua  

 Suelta el cántaro

su fruto oscuro: la noche.

El agua sube

                      y baja,

-como mano—

por el tibio costillar

de una granada.

Mi saliva se alza,

máximo mástil,

y devora hormigas

que husmean su sangre.

Incide un vino

de peregrina sombra:

recuerdo su beso,

como hostia amasada

por monjas que también besan.

La granada

desgaja velos de mi piel

—Dios olvidó cerrar mi cuerpo—

y, al mismo tiempo,

se consagra dulce

como nodriza enfebrecida. 

Desde el manto de tu garganta,

te desvestías

de cruz y clavos.

Tus palabras:

llamas de un bosque

que se extingue.

Tu amor:

esqueleto único

de mi fe.

Yo, desnuda de agua,

sobre el cuello rígido

de un fruto viejo

–con sed soñaba—

que el río me abriera sus ojos

y en toda mi aridez mirara.

Pero el vino se abrió en ti:

cincelando tu cavernosa boca,

y tu lengua:

racimo de uvas.

Luego abriste el vino en mí:

sin ambages,

mataste mi desierto

en tu cántaro.

Pese a matarme,

prefiero siempre el vapor

de la granada,

sus escamas, sus peces de mármol.

Y me pregunto,

–no puedo evitarlo—

¿Cuántos desiertos menos habría

si las mujeres se sirvieran más copas

durante más noches

desde un cántaro

o desde el íntimo vino de sus bocas?

Ramificar la sombra

Le quito la cáscara

al silencio de mi madre:

exprimo su voz

como a una fruta.

Sus palabras, gajo a gajo,

revientan en mi lengua

mientras mastico sus ácidos paisajes.

Mi madre, a veces,

madura mujeres en sus ramas,

como aquella higuera de Sylvia

que colgaba múltiples destinos

en La campana de cristal.

Pero a mí se me escurren sus caras,

una a una.

A mí se me escurre mi madre

como un páramo herido 

que, al tocarlo, chilla.

Y en mí, su semilla gotea

ansias de semejanza

que mi deseo de no callar,

empuja.

Mi madre, a veces,

se parece a una fruta seca:

con esa sed dulce

que tienen los ríos

cuando aún no existen.

Como estatua de azúcar,

mi madre se desbarata;

despliega su sombra femenina,

que, insistente,

cultiva sus huertos murmurantes

sobre mis vocablos todavía verdes.

Tal vez nací

para hablar de lo que, en mi madre,

escurre.

Tal vez me odie 

por tender al sol sus secretos.

Tal vez me ame

por escribir poemas

a sus mutismos.

Tal vez su ajada esperanza

cerrará de pronto,

como el párpado penoso

de un álamo viejo.

Tal vez mi madre tenía miedo

de que se me durmiera

—como a ella—

el gorjeo.

Tal vez, ahora,

tiene mucho miedo

de mi gorjeo despierto.

De lo no dicho

Si hubieras sido tú la que aguardaba

en mis orillas

y quien sobre los labios

–debilitando lo entérico de lo no dicho—

desfigurara a la mentira

deshaciendo los nombres en mi lengua.

Si hubieras sido tú

la partera de mi segundo nacimiento

el rostro inaugural de mis primeros restos

y aquella hiena

que concibe, indómita,

un encarnado lazo.

Si hubieras sido tú

el lujoso déshabiller de las palabras

que chorrean de mis naranjos;

el hilo femenino de todas las referencias

y la que empuñando su discurso

vocifera todas mis negruras.

Si hubieras sido tú la conocedora

de mis frugales señas

y mi víspera de no saber 

cómo se llama la tiricia

ni cómo se aferra

a mi torso vástago:

germen espinoso del silencio.

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María Padilla (Los Mochis, Sinaloa, 2003) estudia Ciencias de la Comunicación en la UAdeO, con especialización en periodismo. Fotógrafa y gestora cultural, se desempeña como hostess en Casa Matilda, donde coordina redes, diseño y proyectos como Nadie nos lee, colectivo poético en formación. Ha colaborado en la Casa de la Cultura profesor Conrado Espinosa en el área de comunicación visual. Actualmente forma parte del taller de poesía El cuerpo del poema, impartido por Ernestina Yépiz en la EVA.

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