Aquel muchacho por Geney Beltrán

Aquel muchacho venía a Difocur por las tardes muy seguido. Allá por los años de 1991 y 1992, estos eran sus rumbos. Luego de sus clases en la prepa, aquel muchacho venía desde su casa, en el bulevar Madero a media cuadra de la Sepúlveda, caminando bajo el sol tenso de las tres de la tarde. Abría la puerta de la biblioteca pública Gilberto Owen —sí, la biblioteca que llevaba el nombre de nuestro poeta, el autor de aquel verso inmortal: “Y luché contra el mar toda la noche”—; hurgaba en los estantes y tomaba en préstamo un libro, dos. Su mundo era esa biblioteca. Algunas tardes entraba también a las funciones de la Sala Lumière. Luego pasaba a la redacción de El Diario de Sinaloa, por la Rosales, donde redactaba notas, reportajes y entrevistas para la sección de cultura.

Volvía a su casa hacia las seis o siete. Así eran sus tardes. Iba y venía, dudoso, inmerso en un movedizo mundo de lecturas, de poemas y cuentos; vagaba a lo largo de estas calles calurosas del centro, parecía flotar sobre las banquetas quemadas por el sol detenido. Con mil preguntas bailando en el aire de sus pensamientos, observaba los rostros ausentes, los pasos apresurados de personas que nada sabían y nada podían saber de todo cuanto se movía entre sus sienes. Pues aquel muchacho, luego de leer Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y Crimen y castigo, de Fiódor Mijáilovich Dostoievski, había descubierto su vocación como un mandato que no había modo alguno de callar: quería ser escritor.

Sin saber por qué, aquello que leía lo exaltaba, haciéndolo subir a una esfera de belleza y asombro, al tiempo que lo desafiaba, lo hería, lo trastocaba en las vísceras de modo tal que todo le era ajeno: lleno de desasosiego, con un viento de furias y de penas en la mitad del pecho, aquel joven temía haber caído en una trampa, creía verse siguiendo una vocación imposible, un futuro huidizo y vulnerable, un camino de brumas y tormentas que nadie salvo él veía en el corazón del verano eterno de Culiacán. Su mayor miedo era haber elegido una vocación para que no le alcanzara el talento; quedarse en el camino. Fallar. Su mandato era: Escribe, pero escribe con la más sincera ambición; escribe para entregar a los lectores del futuro obras a la altura de Dostoievski y García Márquez.

Han pasado muchos años.

Hoy querría volver a ser aquel muchacho de quince, dieciséis. O querría poder hablarle con la voz serena del escritor que, mal que bien, soy ahora. Esta voz, acaso, le habría permitido caminar sin tantos miedos, sin esos temblores en la piel del alma. Cómo querría poder decirle: sí valió la pena seguir aquel llamado, sí estuvo bien y sí fue justo seguir aquella vocación.

La noche de hoy tiene para aquel adolescente el sentido de un regreso a casa. Estos lugares, el viejo Difocur, la biblioteca Owen, fueron el territorio hospitalario en que la soledad y el desasosiego de un muchachito de quince años entroncaron de modo firme sus caminos con los caminos de la belleza de la literatura y el diálogo y la esperanza del arte. ¿Qué habría sido de mi vocación si no hubieran existido estos acervos a diez cuadras de mi casa? ¿Cómo habría avanzado en aquellos senderos de confusión y vacío sin todos aquellos libros y películas, sin aquellas obras de teatro y aquellas exposiciones de pintura? Por eso, nunca está de más insistir en un deseo: que estos lugares sigan siendo la casa del espíritu, silenciosos remansos para el hambre y la sed, y el “amor doloroso a la hermosura” —como dice José Martí—, de quienes, en sus primeros años, en esa estación difícil de la confusa adolescencia, buscan en la escritura la definición, el porqué y el honor de su vida futura. Muchas gracias.

 

 

Discurso leído durante la entrega del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, en el Centro Centenario de Culiacán, el martes 11 de junio de 2024.

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