La medida de todas las cosas por Eduardo Saravia

De alguna manera, sólo he vivido para tener a qué sobrevivir. Al confiar al papel estos fútiles recuerdos tengo conciencia de realizar el acto más importante de mi vida. Yo estaba predestinado al recuerdo.

Oskar Milosz

 

 

Al final de su arte poética, Czeslaw Milosz nos dice que un poema se escribe en contadas ocasiones, con desgana, y casi siempre bajo una presión insoportable. Si pensamos en lo que el poema significa para cada uno de nosotros, no podemos estar menos de acuerdo. Pero si pensamos en el poema como esta aventura íntima, casi confesional, no tardaremos en darle la razón al poeta.

 

La medida de todas las cosas, libro con el que acaban de hacerme el honor de otorgar el prestigioso premio nacional de poesía Gilberto Owen, surge de esta fragua. Y dado que soy un orgulloso alumno del poeta Antonio Deltoro, me veo obligado a contarles “el chisme”, la historia detrás de este libro. Una historia no sólo de un poema, sino un lector, y, guardando todas distancias, de la salvación de esta obra.

 

Siendo becario de la Fundación para las Letras Mexicanas, allá por el año 2005, un compañero me preguntó cómo había comenzado a escribir. No tuve que pensar mucho tiempo para responderle: Se lo debo a mi papá, le dije. ¿Te apoyó? No, se murió. Como sucede en los núcleos familiares patriarcales, en casa nos debíamos a la obediencia. A él no le gustaba que yo, adolescente entonces, perdiera el tiempo escribiendo tonterías. Entonces me olvidé de aquella inquietud por varios años. Cuando murió no supe qué hacer salvo ponerme a escribir, si no mal recuerdo, bajo una presión insoportable:

 

 

Como de costumbre

mi padre

se levanta alrededor de las doce.

 

Pesadamente camina

hasta el comedor y se escucha

el correr de la silla, el golpe

de su vaso en la mesa.

 

Recorre la casa silencioso

para asegurarse de que todo está bien,

de que la noche es perfecta.

 

A veces me pregunto,

¿No seré yo quien se levanta en la penumbra,

no será mi hermano que inconscientemente

imita sus mañas y gestos y palabas?

 

Nada nunca evitará

los lentos recorridos de mi padre.

Él no sabe que nosotros

ya no podemos verlo.

Él ignora que su trabajo

es estar muerto.

 

 

Escribí La medida de todas las cosas en el año 2006, siendo todavía becario de la Fundación, y con el título de “Padre Oscuro”. Nunca lo presenté en la tutoría. No lo compartí con los compañeros de poesía, salvo con uno, al que mejor conocía. Está bueno el libro, me dijo, mándalo a un concurso. Pero lo que decía en él era demasiado personal y, a decir verdad, lo escribí más como una catarsis que como un libro de poemas. Estoy seguro de haberlo dicho antes: yo odiaba a mi padre. Esa fue la razón por la que, en cuanto entré a la Fundación, me cambié el apellido de Domínguez por Saravia. Nunca fue con una intención “literaria”. Y ese libro, escrito en un par meses, quedó sepultado en lo más profundo de un disco duro. Escribir un poema sobre tu padre está bien, pero un libro completo… me parecía indecente.

 

Siguió la vida, a veces sin mí, pero conmigo dentro. Años después mi amigo y yo dejamos de vernos, tal vez por tres o cuatro años. En ese tiempo cambié de correo electrónico y hasta de computadora, y la verdad es que perdí el libro. Cuando retomamos la comunicación le pregunté si todavía tenía el libro del padre que le había mandado alguna vez. Él asintió. Me lo mandó por correo diciendo que debía

revisarlo y concursarlo, porque era el menos malo de mis libros. Esta vez así lo hice. Debí concursarlo unas ocho o diez veces. Pero lo que sí no hice fue volver a leerlo. Para mí, parafraseando a Cioran, sus verdades eran irrespirables.

 

Siempre he pensado que la salvación de los libros está en el vínculo que creamos con ellos. En nuestra pasión por ellos. Hay ciertas épocas de la vida, ciertos eventos que estarían totalmente olvidados si no fuera por la referencia del libro que leíamos entonces. La medida de todas las cosas me trajo hoy aquí, frente a ustedes, más por la constancia de un lector que por la audacia de su autor. Cuando mi amigo leía un libro cuyo tema era el padre, siempre recordaba el mío. Como si para él fuera una medida. Una especie de padreómetro o algo por el estilo. Una mañana a principios de 2023, en cuanto me vio, dijo: Acabo de volver a leer tu libro y ya sé por qué no funciona, por el título. Tenemos que cambiarle el título. De acuerdo, respondí. Al día siguiente le presenté tres o cuatro opciones. Sin dudarlo me dijo: Este. Una frase de Kafka que aparece en el libro.

 

 

En cuanto recibí la noticia del premio le llamé por teléfono y le dije: Nos acabamos de ganar un premio. Se lo dije con toda sinceridad. Así que, de alguna manera, él es el único poeta que se ha ganado el Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen dos veces. Dedico este premio a mi lector, Christian Peña, a quien le debo tanto y que es, lo sé, una medida para muchos de nosotros.

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