Una reseña de Iván Rocha sobre Los muertos indóciles, de Cristina Rivera Garza

Desapropiarse, crear presente: lectura de Los muertos indóciles, de Cristina Rivera Garza

Iván Rocha

Lo que nos ocurrió a los culiacanenses el pasado 17 de octubre del 2019 fue noticia de alcance internacional. Los detalles a gran escala son por demás conocidos: la toma de la ciudad por grupos armados del Cártel de Sinaloa que buscaban la liberación de Ovidio Guzmán López, uno de los hijos de Joaquín “El Chapo” Guzmán. Sin embargo, lo que tuvo un escenario mucho más reducido en los noticieros fue la desesperación de quienes quedaron atrapados entre el fuego cruzado; la angustia de quienes tuvieron que refugiarse en negocios, escuelas, oficinas, de quienes no pudieron volver a casa; el miedo de la sociedad civil que, como ciertamente ha ocurrido ya en otras ocasiones, permaneció rehén durante varias horas de los narcotraficantes y sus asesinos. Y es que, decían muchos, lo que pasó en octubre es inenarrable: ¿cómo es posible articular un sentido sobre los hechos de aquella tarde? ¿De qué manera se puede ordenar la trama de ese jueves en el que los vehículos en llamas y los disparos fueron el signo distintivo? ¿Alcanzan las palabras para describir, ordenar, exponer esa experiencia?

Es conocida la sentencia del pensador Theodor Adorno con respecto al lugar del arte una vez concluido el dominio nazi en Europa: después de Auscwhitz, escribir poesía sería imposible. Nosotros, desde la distancia que nos otorga el siglo XXI, debemos aproximarnos al enunciado del filósofo con cautela, con minuciosidad. Es verdad: es difícil, si no es que imposible, que los horrores del genocidio puedan organizarse en una narrativa lineal, sistemática, que imite –aristotélicamente– los efectos, los instantes, la vivencia del terror. Solo un cambio profundo en la forma de construir desde el lenguaje –y, por consiguiente, un cambio en la forma de concebirlo– podría aproximarnos a creaciones que pudieran hablar de la barbarie.

Este ejercicio de de-construcción, como lo plantearía Jacques Derrida, consistiría en abrir los canales del texto para delinear las diferentes emergencias de sentido, develar las voces que lo componen y colocar a los lectores en el centro del acto de escritura, es decir: pluralizar el espacio literario, re-configurar la noción de autoría, sacudir los cimientos de lo que convencionalmente ha sido dado en llamarse lo literario. De esta forma podrían establecerse correspondencias ahí donde se habían planteado tradicionalmente divisiones: ficción y realidad, historia y literatura, subjetividad y objetividad. Así se hicieron posibles estrategias estéticas que tomaron en cuenta lo verdaderamente inenarrable del acontecer humano: la realidad cruda, el presente, lo-que-está-sucediendo, el trauma, la angustia del Dasein. Esta inclinación por nuevas formas de enunciar lo que ocurre es ostensible en las literaturas del Holocausto, las obras sobre las dictaduras latinoamericanas, la narrativa de los Balcanes, pero también en la escritura que nace con el influjo de las redes sociales, la literatura que nace con las lenguas indígenas, entre muchas otras. Cristina Rivera Garza da cuenta de ello en su libro Los muertos indóciles, necroescrituras y desapropiación, publicado por editorial DeBolsillo en noviembre del 2019.

Escribimos porque la realidad no nos pertenece, porque nuestra lengua es un préstamo, porque existe una deuda con el otro. Escribimos para desapropiarnos de lo establecido (del canon literario, de la identidiad, del yo). Así se construye la comunalidad. Esto es planteado por Rivera Garza en los ensayos de este libro. Nos sitúa al inicio de la sentencia de Adorno para poder decir: , es posible narrar la tragedia, es posible construir relatos del dolor, de la muerte; es posible tramar la crónica de lo que está sucediendo. Para ello es necesario des-componer los códigos discursivos, las pautas de orden que a lo largo de la historia de la literatura dictaminan qué es lo que debe o no debe ser considerado valioso en términos artísticos, con toda la carga autoritaria que eso implica. Es preciso entonces volver a una de las preguntas iniciales: ¿qué estrategias, qué modos en el manejo del lenguaje nos permitirían re-construir, desde lo literario, experiencias como la del 17 de octubre en Culiacán?

Desde luego que no existe una respuesta única. No hay un método. El libro de Cristina Rivera Garza no es un manual de redacción. Sin embargo, es una obra que logra clarificar muchas cosas al respecto. La escritoria mexicana despliega una serie de reflexiones que invitan al lector a considerar el acto literario como un fenómeno compartido en el cual opera una descentralización del yo en pos de abrir puentes hacia la pluralidad de voces que componen las obras. Esas voces no historizan el presente: lo crean. Esta desapropiación se desarrolla desde lenguajes con una importancia histórica-social singular puesto que surgen desde diversos nichos de la realidad que comunmente son relegados por los grandes gremios. Son lenguajes que crean tiempo, que hacen historia. Las redes sociales (particularmente Twitter), el universo digital, los nuevos alfabetos, son los dispositivos desde los cuales despegará esta dinámica. Desapropiarce es tomar una posición frente al acto creativo y la realidad. Una toma de postura necesaria, urgente. Un reflejo ético en el espejo del arte.

Los muertos indóciles es ya en sí misma una obra de desapropiación: Rivera Garza no se ciñe a los parámetros academicistas para la redacción de sus ensayos sino que explora distintas combinaciones, hace que diversos cuerpos discursivos dialoguen, expone la visión de las/los otros/as a través de un conglomerado de citas, referencias, menciones que no terminan por ser una carga puesto que la voz de la escritora mexicana posee una amenidad propia de la conversación, del diálogo inteligente. Esto, combinado con la solidez de sus argumentos, su (des)apropiación conceptual, su mirada historiadora, coloca al lector frente al espejo de la crítica para desdibujar la frontera establecida entre la comunidad y la literatura, con “l” minúscula.

Podría haber una cercanía entre la poética de Roberto Juarroz, poeta argentino, y la visión que Rivera Garza expone en Los muertos indóciles. Para Juarroz, la poesía parte del extrañamiento, de la transvaloración de la identidad ante la existencia. Con un eco de Nietzsche, en la poética juarrociana no hay un Dios –“Dios ha muerto”–, un sistema o un código preestablecido, pues no hay sujeto. El yo se ha des-apropiado para que el lenguaje (poético) desprenda nuevas posibilidades de realización del Ser. Algo así ocurre entre el lector y el texto en la de-construcción derridiana: la muerte del autor –anunciada por Roland Barthes y Michel Foucault– es otro fenómeno de realización, otra apertura significativa; son los lectores los que construyen los textos; con esto se descentraliza el sentido de las obras, se pluralizan sus alcances. Hay muchos textos en un cuerpo de palabras, hay muchas voces detrás. Por eso la escritura es una con-dolencia, una necrología. Las palabras, como guiños fantasmáticos, traen de vuelta a los muertos. Y la literatura es al mismo tiempo un diálogo con la muerte. Se trata de una reiteración de nuestra finitud: otra forma de des-apropiarnos. Cristina Rivera Garza encuentra esto en esas literaturas que buscan trastocar el orden, que confrontan la costumbre, el canon: necroescrituras, les llama. Las localiza, con tacto arqueológico, en el Twitter, en los referentes comunales mesoamericanos, en Kathy Acker, Elizabeth Lowry, Dave Eggers, en la voz de las/os poetas documentales, en la experiencia de las/os escritoras/es de blogs en Internet.

Probablemente ahí esté fraguándose el sentido que aún no hemos encontrado sobre aquel “jueves negro” en Culiacán. No hace falta, tal vez, el distanciamiento que nos brinda el pasar del tiempo, esa distancia que el historiador Henri Marrou denominó como perspectiva histórica. Quizá las voces ya están hablando, ya están urdiendo sus propias tramas. Probablemente, en algún timeline de Twitter, en algún círculo de lectura o a través de alguna lengua marginada el acontecer de la violencia esté tomando cuerpo en forma de necroescrituras, esas formaciones literarias a las que no nos hemos acercado porque se nos ha instado a pensar en el Arte como una burbuja, como un safe room al que se accede siguiendo ciertas normas y honrando ciertas tradiciones. Leer Los muertos indóciles es una invitación a abrir(nos), a pluralizar nuestro panorama, a acercarnos a la literatura sin pretender que algo nos eleve del suelo, sin ánimos de superioridad. La escritura nos arraiga en la tierra que compartimos, indefectiblemente, con los otros. La escritura, en este sentido, restituye nuestros lazos, los solidifica. Cristina Rivera Garza insiste en recordarnos que el acto literario ocurre aquí y ahora; nos señala que la historia es eso-que-está-ocurriendo. Precisamente ahí radica el núcleo de su libro, en comprender que des-apropiarse, a final de cuentas, es crear comunidad, crear presente.

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