De la Comunidad del anillo a la comunidad del taller literario
La primera entrega de la saga cinematográfica El señor de los anillos, titulada La comunidad del anillo, muestra a un grupo compuesto por un mago, un elfo, dos humanos y tres hobbits (que no parecen tener ninguna idea del peso de la encomienda que enfrentan), unidos por un objetivo común. Eventualmente, su aventura los llevará a separarse para continuar su lucha desde distintos frentes. Los talleres literarios que he conocido a lo largo de más de veinte años no son muy diferentes a esta imagen: el objetivo de cualquier taller es la formación de sus participantes, la creación de textos y, si todo sale bien, la búsqueda de la voz particular de cada integrante, no solo como autor o autora, sino como lector y lectora, como quien comenta, desde su forma particular de ver el mundo y la literatura, las creaciones que nos confiamos al interior de las sesiones.
Dentro de cada taller se crean vínculos con distintos matices, que van desde la amistad hasta el encuentro de un primer lector o primera lectora, una voz o un eco que responde especialmente a nuestra voz, a nuestros personajes e inquietudes, a nuestro lenguaje. Habrá quien, al igual que el elfo y el enano, inicien su relación a través de la competencia y concluyan el camino acompañándose, y habrá quien constantemente dé ánimos a otros y termine siendo, al estilo humilde de Sam Sagaz, la persona que termine realizando la encomienda creativa que otros no pudieron completar.
Si algo demostró la experiencia de la pandemia, fue nuestra necesidad de hacer comunidad. Los talleres literarios se volvieron espacios virtuales donde cientos de internautas nos encontramos para leer y escribir, para comentar sobre el desarrollo de un personaje, el uso de los puntos y las comas, el manejo del diálogo, la construcción de un desenlace. Ahora que esta pausa involuntaria está tocando su final y la nueva normalidad nos devuelve a nuestros centros de trabajo, a las rutinas de trayectos y responsabilidades que reclaman el ritmo acelerado en el que vivíamos, muchas de estas comunidades han resistido y sobrevivido.
Como tallerista, tuve la oportunidad de participar en varios de estos grupos y presencié el crecimiento de voces que esperan ser publicadas, que desean participar en concursos y hacer llegar sus historias a otros. Sin embargo, observo el impacto que la crisis tuvo en la industria editorial, de por sí cerrada y competitiva. Los concursos, que solían recibir un número menor a los cien manuscritos, ahora suscriben, gracias a las convocatorias electrónicas, cantidades abrumadoras de aspirantes, como fue el caso de la más reciente convocatoria del Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola, en la que participaron 600 manuscritos este año. Los apoyos económicos para publicaciones están sumamente competidos y las posibilidades de que las personas que se iniciaron en estos talleres formen parte de los elegidos por las editoriales independientes que compiten por estos apoyos, son mínimas. Por otro lado, los monopolios editoriales también están sufriendo: como parte de sus medidas de supervivencia, igual que todo negocio haría, están menos dispuestos a arriesgarse con voces que no se han escuchado. Hay también, por supuesto, negocios atentos a los impulsos personales, listos para cobrar grandes cantidades por trabajos sin ningún cuidado editorial. Existen también convocatorias digitales para primeras publicaciones, como el premio propuesto por Amazon, una estrategia de ventas disfrazada de oportunidad para quienes engrosarán los títulos de su catálogo y promoverán su plataforma, ilusionados por alcanzar un premio que, en realidad, recibirán personalidades con la mayor cantidad de seguidores digitales.
Hasta aquí, el panorama para estas nuevas voces se manifiesta tan desalentador como el que enfrentaba aquella comunidad del anillo en la ficción de Tolkien. Sin embargo, al hablar con las integrantes de un taller durante la sesión de cierre de nuestro curso, recordé que, justamente, es haciendo comunidad que se superan los obstáculos. Al igual que los grandes cambios sociales que añoramos, las oportunidades para nuevos artistas no vendrán de los espacios establecidos, sino de su creatividad y su motivación. Además de volverse cómplices en la intimidad del taller, los nuevos autores tendrán que poner el corazón y la cabeza en marcha para crear, más allá de la obra individual, los cimientos para nuevos proyectos en común.
Hay una serie de consideraciones a tener en cuenta y que, una vez más, me remiten a ese grupo diverso que he mencionado al inicio de este artículo: no todos van a llegar al objetivo. Es duro pero cierto, y en ese sentido, el compromiso de quienes impartimos talleres requiere que confrontemos a los nuevos creadores con la realidad: el inicio de una carrera como escritor o escritora siempre es mucho más modesto de lo que pinta la biografía de J. K Rowling o el memoir de Stephen King. Quienes pretenden ser bestsellers, aspiran a ver su obra adaptada a película o serie de televisión o convocar una master class con la cantidad de asistentes que logra reunir un nombre como el de Mariana Enriquez, necesitan volver a la pregunta básica: ¿para qué escribo? Porque si es para la fama y el reconocimiento, el camino no solo es largo sino que invita a reproducir las voces, temas e inquietudes que se han vuelto trending topic en lugar de responder a lo que la experiencia de la escritura más honesta puede aportar: el gozo de encontrarse a sí mismo, a sí misma. Quienes se propongan iniciar todo un movimiento literario y crear La Nueva Gran Obra, también se toparán con muchas frustraciones porque, aunque hay quien cree que estas ambiciones son más dignas que los objetivos comerciales, tienen como fondo el mismo impulso de validación universal.
Las posibilidades de los pequeños espacios que se pueden alcanzar en conjunto serán también pequeñas, por lo que parte del compromiso de quienes participen tendría que incluir una muy buena dosis de humildad que, sin embargo, no está peleada con la aspiración de lograr un trabajo digno, de calidad y que alcance a un círculo de lectores más amplio que nuestras familias y amigos. Una humildad que se alía con una respuesta más existencial a la pregunta que constantemente se hace a los autores y autoras encumbrados: ¿para qué escribir? ¿qué es lo que a mí me aporta esta historia? ¿qué es lo que me aportan todas estas horas de trabajo frente a la computadora, estas ensoñaciones que me habitan mientras lavo el coche, los platos, o mientras viajo en camión? Porque más allá de la publicación, será la experiencia misma del acto creativo y lo que, consciente o inconscientemente, hayamos depositado en ella lo que dará sentido a toda la experiencia.
Si somos honestos y cargamos de un significado ya no individual, sino compartido, lo que experimentamos en los talleres, podemos interesarnos por ver plasmado en una publicación o en un medio que podamos compartir, no solo el trabajo propio sino el de los otros.
Vuelvo a la imagen de El señor de los anillos, que fue proyectada por primera vez en cines cuando yo empezaba mi experiencia en talleres como alumna y compartía con otros aspirantes espacios muy similares a los que ahora acompaño como tallerista. Lo que inició como un grupo grande, terminó (tanto en la película, como en mi vida de escritora) en parejas y pequeños grupos luchando desde distintos territorios. Cada uno se transformó en el trayecto y quienes alcanzaron metas que no eran necesariamente las que se habían propuesto, o no de la forma en la que pensaban lograrlas. Hubo quienes sufrieron traiciones, quienes abandonaron y quienes descubrieron que, al final, había que pagar un costo altísimo y que, como Frodo, se vieron al borde de un volcán. Las antologías, las autopublicaciones compartidas, las revistas de un solo número, los espacios digitales, fueron una fuente de aprendizaje que trascendió los talleres en los que nos conocimos. La generosidad que algunos de nosotros descubrimos en otros, se volvió una red de apoyo que nos permitió no desfallecer. Sin ser todavía grandes estrellas literarias, todavía la procuramos porque sabemos lo difícil que es el medio y el oficio.
Personalmente, me descubro a veces pesimista pero también esperanzada y sorprendida por lo que aprendo de los grupos que ahora puedo acompañar como tallerista y a quienes quisiera compartirles una fórmula mágica para que publiquen y prosperen en el mundo literario: pero no la hay o quizá la desconozco. Lo que sí sé, es que no solo llevamos un libro dentro, sino muchos: hay que encontrarlos y escribirlos, sabiendo que no todos llegarán a publicarse. Y que trabajando en conjunto es más probable ser constante y menos difícil abrir camino.
Cecilia Magaña. Autora de La cabeza decapitada (Premio Gilberto Owen, 2010), Old west Kafka (Editorial Paraíso Perdido, 2018), Silenciosa y sutil y Todos los ruidos del mundo (Paraíso Perdido, 2016). Participa en las antologías de cuento LADOS B 2015, Catedrales en la Arena, Cuatro estaciones y Solo Cuento 10. Fundadora, junto con Ada Cabrales, de Atípica Editorial. Conductora del videopodcast Juego de Pomos. Su novela Principio de Incertidumbre (Paraíso Perdido, 2020) recibió el Premio Bellas Artes para primera novela Juan Rulfo, 2013.
Arte de María Vez.