La tía Leticia llevaba años sin sentirse bien, parecía como si fuera a desmayarse de un momento a otro. Se notaba muy ansiosa, como si esperara que algo malo ocurriera en cualquier instante. Se retorcía las manos y respiraba con fatiga conforme llegaba la tarde.
Nunca pude comprenderlo bien del todo. Para mí, al igual que para el resto de la familia, era incomprensible aquel comportamiento, como si fueran algo más que las simples excentricidades de una anciana.
Es cierto que mi tío Julián, el esposo de la tía Leticia, había fallecido hacía muy poco tiempo y ella se había quedado sola, es verdad que nunca tuvieron hijos y eso hacía sus tardes aún más solitarias mientras recordaba el pasado con nostalgia, aun así no me sentía cómoda en esa casa teniendo que cuidar de mi tía.
Nadie quiso estar al tanto, y cuando mis padres me encomendaron la tarea, acababa de cumplir quince años. Tuve que mudarme a la casa de la tía Leticia para que recibiera la atención necesaria y, además, le sirviera de compañía durante los días en los que su comportamiento llegara a ser una amenaza para su propia seguridad.
Todas mis amigas que vivían por aquel rumbo me dijeron lo espeluznante que era cuidar de la llamada “loca oficial” del vecindario que no cesaba de golpear las paredes, en especial durante la noche.
Era asquerosamente humillante que hubiera vivido en esa casa llena de polvo y humedad. Mis padres no le hicieron caso a ninguna de mis quejas, tenía que sobrellevar la situación lo mejor posible y asegurarme de cumplir mi tarea principal.
Por lo general, era fácil lidiar con el comportamiento de la tía Leticia durante las horas del día, en general bastaba con dejarla tranquila y, en el peor de los casos, de seguirle la corriente cuando se trataba de consentir alguna de sus peticiones repentinas.
Ella dormía durante buena parte de la mañana y no se despertaba hasta que llegaba el medio día y me tocaba servirle el desayuno.
Durante la tarde tampoco solía haber muchos problemas, ella únicamente se dedicaba a ver por la ventana un punto fijo en la nada, algunas veces gesticulaba y hacía señas hacia la calle vacía, pero nada más. Sólo un par de veces llegó a autoinfligirse lesiones en los brazos y en las piernas que se extendían con un leve reguero rojo del cual tenía que ocuparme antes de que llegara a mayores.
La tía siempre actuaba como si estuviera en trance, como si estuviera recordando el pasado de forma permanente, como si pudiera volver a ser la misma joven fresca y alegre que estaba en las fotos que guardaba en su almanaque, aquella de trenzas negras, ojos negros, siempre de falda amplia que acababa de salir del pueblo.
Mi papá mencionaba con frecuencia que durante su juventud la tía Leticia había sido muy guapa, pero por alguna razón siempre parecía tener mala suerte en todo, y así había sido hasta que, prácticamente de un día para el otro, comenzó a ganar mucho dinero. A todos los miembros de la familia les pareció extraño, aunque nadie dijo ni una sola palabra al respecto.
Y ahora, sólo era una anciana melancólica que divagaba con sus propios recuerdos durante el día. Pese a todo, las horas donde aún había luz natural eran fáciles de sobrellevar, el verdadero problema era de noche, cuando la tía se ponía a hablar con alguien, a reclamarle, a golpear las paredes y las ventanas hasta que terminaba rompiendo los vidrios y haciendo profundos hoyos en los muros.
Los vecinos jamás se quejaron, supongo que ya estaban acostumbrados a que eso sucediera todo el tiempo, se conformaban con murmurar cuando ni la tía ni yo estábamos cerca, a quejarse en privado de la mala suerte a la que parecían condenados.
Después de un par de semanas, yo también me acostumbré al ruido, aunque nunca me atreví a presenciar mucho de aquellos actos extraños, ya que me parecían aterradores a pesar de que sólo se escuchaba la voz de mi tía gritando groserías e insultos.
Un día esa situación cambió de manera drástica. Una de tantas noches, me quedé despierta hasta tarde haciendo una investigación para la escuela, porque al día siguiente tendría que presentarla frente a la maestra de Historia. No podía darme el lujo de reprobar, ya que no había conseguido buenas calificaciones a principios del año.
En cuanto llegó la noche, los gritos, insultos y golpes comenzaron de la misma forma en que siempre iniciaban, con la misma violenta reacción en mi tía.
Para esos momentos, ya estaba más acostumbrada a los espectáculos de la tía Leticia, por lo que no le di importancia y me fui a dormir.
Unos minutos antes de quedarme dormida, los golpes se detuvieron y solamente se oía la voz de la tía hablándole al silencio.
Como siempre, sólo se escuchaba la voz de mi tía insultando y maldiciendo como todas las noches desde el día en que llegué a su casa durante las vacaciones de invierno.
Todo iba “normal” hasta que escuché una voz que se reía del otro lado de la pared del cuarto, una voz grave que sin duda no le pertenecía a mi tía, una voz que ni siquiera podía pertenecer a este mundo.
–Leticia, te recuerdo que ese día en el monte hicimos un acuerdo. Yo ya cumplí mi parte del trato, es hora de que tú cumplas lo que prometiste.
–¡No! ¡Atrás!, retrocede de una maldita vez o juro que…
Se escuchó un gran estruendo contra la pared, como si el cuerpo de una persona hubiera sido lanzado y los huesos frágiles comenzaran a tronar debido al impacto.
Una vez más, volvió a escucharse la voz espectral.
–Es hora de que me pagues con intereses todos los favores que alguna vez te hice. ¿Ya se te olvidó quién te hizo rica cuando no tenías ni en donde caerte muerta? No te olvides que soy parte de ti, soy lo que jamás podrás olvidar por más que tu cuerpo envejezca, soy la locura a la que le entregaste tu miserable destino.
Lo siguiente que se escuchó, fue una serie de gritos y quejidos, así como el inconfundible sonido de desgarramiento y un líquido cayendo.
La voz siguió hablando.
–Al menos tuviste el acierto de invitar a esa jovencita a tu casa, con eso terminarás de pagar la enorme deuda que tienes conmigo. Seguro su sangre sabrá más deliciosa que la tuya.
El sonido de una serie de pasos se abrió camino desde el cuarto de mi tía hasta mi habitación.
La sangre en mi cuerpo se heló durante unos segundos en los cuales el terror me paralizó.
De nada me sirvió rezar ni soltar maldiciones, igual que la tía Leticia alguna vez había hecho, ahora estoy atrapada en esta casa junto con mi tía y la entidad que alguna vez se autonombró como su locura, esperando por el instante en que eso me devuelva los ojos que me arrancó la noche en que llegó a cobrarle a mi tía.
Karla Hernández Jiménez. Nacida en Veracruz, Ver, México (1991). Licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Lectora por pasión y narradora por convicción, ha publicado un par de relatos en páginas nacionales e internacionales y fanzines, pero siempre con el deseo de dar a conocer más de su narrativa. Actualmente, es directora de la revista Cósmica Fanzine.
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Ilustración de Meel Cerecer.