Hace muy poco tiempo ―un par de semanas a lo sumo―, hice la siguiente reflexión: los primeros textos que leí por voluntad propia, a los que no llegué obligada por una tarea o alguna actividad escolar adicional, nacían de premisas fantásticas. El primero, un libro de cuentos irreales pero divertidísimos de imaginar, Historias del país de Rutabaga, de Carl Sandburg, una preciosa colección de cuentos cortos, con un lenguaje muy sencillo, que bien podrían tratarse de la boda de la muñeca de trapo con el palo de escoba, o plantear la existencia de una especie animal tan imposible como improbable, mezcla de liebres y arañas. El segundo, Olga encuentra su media naranja, de Michael Bond, la historia de una cuya con el talento y la imaginación para contar historias a un público compuesto por un erizo, una tortuga terrestre y un gato negro. A los treinta y siete años, he caído en cuenta de que mis primeros acercamientos a la literatura, a través de la experiencia lectora, fueron en los géneros especulativos.
Pero antes de aprender a leer, mi mamá me contaba un cuento que trata de un niño a quien su madre, tras darle el dinero justo para comprar cierta cantidad de carne, lo envía con sus hermanos menores a la carnicería para comprar lo que la familia comerá durante varios días. Una feria está de paso por el pueblo, así que el niño se gasta el dinero en chucherías y juguetes de mala calidad para él y sus hermanitos. Al darse cuenta de que ha dejado sin carne a toda su familia a causa de su impulso infantil, pide papel de estraza, una bolsa de plástico y un cuchillo al carnicero, pero en vez de comprar la carne con él, recuerda que un par de días antes enterraron en el cementerio local a un hombre a quien nadie le lloró. Entonces, con ayuda de sus hermanitos, remueven la tierra sobre la tumba y exhuman el cadáver fresco, y de él toman la carne que hubieran comprado con el dinero que su madre les dio, y hasta un poco más. Por la tarde, cuando el padre llega hambriento de trabajar en el campo, hay sobre la mesa guisos que, aunque huelen muy bien, ninguno de los niños apetece, y se inventan dolores de estómago y de cabeza para evitar la ingesta de la carne del muerto. No obstante, durante la noche el cadáver mutilado acude a la casa para reclamar eso único que desde siempre fue suyo: los trozos de su cuerpo que un par de niños le despojaron. Me sabía el cuento de memoria, y el sueño se me espantaba cada vez que mi mamá lo repetía, pero no podía dejar de escucharlo por una simple razón: en mi cabeza siempre surgían nuevas preguntas. Lo primero que me pregunté fue en cuánto tiempo los niños habrían perpetrado la tumba, porque para mí lo habían hecho con la sola fuerza de sus manos y sus brazos. Lo segundo, cómo sabían las partes del cuerpo que debían cortar, y al elegirlas, cuánto habrían tardado en manipular el cuerpo para colocarlo en las posiciones más convenientes. No buscaba las respuestas, lo importante era pensar en las preguntas.
Y creo que ese ejercicio de imaginar historias fantásticas podría ser un pasado común entre la mayoría de las personas: leyendas comunitarias y familiares, cuentos inventados al momento, historias leídas en voz alta o fabricadas a dos o más voces. Me parece muy probable que, pasando los treinta años ―quienes ya los pasamos―, si nos ponemos a rascar en la memoria, entre aquellos primeros recuerdos, nos reencontraríamos con historias fantásticas en las que no hemos pensado en mucho tiempo, pero que han permanecido archivadas en algún rincón de la mente para salir en el momento correcto. Y nutridas o nutridos por estas historias, que no necesariamente tienen que razonarse, no resulta extraño que eso fantástico, antiguo, increíble, mágico, todo eso que podríamos llamar lo insólito, nos habite sin que siquiera seamos conscientes de ello.
Lo insólito es lo extraordinario, aquello fuera de lo común. Por eso nos asombran los cuentos que las abuelas nos contaban para convencernos de ir a dormir temprano, o aquellos personajes que nos recompensaban tras cumplir con algún ritual. En nuestro imaginario mantenemos la tradición de Santa Claus y los Reyes Magos, del ratón de los dientes y los duendes que nos ocultan las cosas. A uno de mis primos del pueblo, cuando aún era pequeño, lo asustaba la idea de los chaneques que se llevaban a los niños que no obedecían a su mamá. Pero escuchábamos hablar de los chaneques con la misma naturalidad con la que se mencionaban a los guatemaltecos, los salvadoreños o los hondureños que cruzaban el pueblo en su paso a los Estados Unidos. A mi primo también le aterraban los migrantes, aunque de ellos teníamos una representación muy clara: gente pobre, del mismo color de piel que nosotros, con acentos parecidos a los del sur del país, cuya única diferencia era que no podían llamarse poseedores de una casa, una cama o cualquier cosa que no cupiera en sus mochilas en las poblaciones cercanas a donde vivía mi abuela. Los extranjeros que venían del centro y del sur del continente se convertían también en algo insólito, e inspiraban en niños y niñas lo mismo que cualquier otro personaje desconocido. Ahora pienso que quizá lo que nos parecía extraordinario era la posibilidad de que una persona no poseyera algo tan básico como es un techo y una cama para dormir.
Y aun cuando crecemos y cada vez buscamos más respuestas para comprender el mundo, cuando los libros dejan de ser sólo algo que nos permite imaginar para convertirse en cosas que nos ayudan a hallar respuestas, la necesidad de lo insólito palpita en algún lugar primitivo de la mente. En la adolescencia, consumimos el realismo mágico de Gabriel García Márquez, las historias fantásticas de Julio Cortázar y quizá las historias aterradoras de Amparo Dávila de la misma forma que escuchábamos el cuento del muerto que volvía de su tumba para recuperar su carne robada. Pero luego eso no fue suficiente y descubrimos otros elementos insólitos que nos mantuvieron a raya algún tiempo: otros escritores o escritoras, series, películas, videos a media noche, música, juguetes, animales, leyendas urbanas convertidas en mitos. Y así vamos alimentando no una necesidad individual de respuestas para comprender el mundo, sino una exigencia ancestral de preguntas que nos dejen cuestionar la lógica, que nos permitan pensar que hay algo más de lo que vemos, escuchamos o tocamos. Que esas cosas que sentimos, cuya existencia no podemos comprobar a veces, existe. Porque, finalmente, ¿qué sería del ser humano si perdiera esa capacidad de creer en aquello cuya existencia no puede comprobar?
La idea de lo insólito no es sólo la creencia de que la Llorona busca a sus hijos en las noches. Es también la grieta en el pensamiento que ha permitido soñar a las sociedades. Es eso que le ha dejado creer en dioses y explicar el origen del mundo. Es lo que le ha permitido suponer la posibilidad de que no existe un solo mundo. Lo que le ha dado oportunidad de suponer otras perspectivas, otros caminos, algún más allá. Y eso que en un principio fue insólito después se convirtió en un conocimiento que tuvo explicación. Y sin importar eso, sin importar los avances o la evolución, ¿qué sería del ser humano sin la idea de lo insólito por sí sola? Sin esa diminuta grieta que deja pasar la luz para mostrarnos que el mundo es tan vasto, enorme y diverso, que siempre habrá espacio para imaginar algo más.
Xóchilt Olivera Lagunes. Estudió ingeniería agrícola en la UNAM. Ha publicado relato, cuento, poesía y ensayo en la revista digital Cronopio, El Universal, Tierra Adentro y El Beisman. Es cofundadora de la revista digital Semillas de Sauce y coeditora y colaboradora en Anfibias Literarias. Es autora de la novela corta Ojos de gato (Proyecto Literal, 2016) y de la colección de cuentos Un pájaro en el ojo (Casa Futura Ediciones, 2021). En 2020 ganó el Premio Nacional de Novela Joven José Revueltas con la obra Aprovéchate de mí.
Arte de María Vez.