A Ronaldo, mi maestro. Por empujarme, nuevamente, a esta muy nietzscheana andadura.
Iván Rocha
Cuando un lector va a una librería buscando a los «clásicos» de la filosofía occidental no tiene dificultad en localizar algún compendio —regularmente barato aunque dotado de una cuestionable calidad— de las obras más reconocidas y difundidas del autor que llevó al curioso hasta ese establecimiento. Casi por inercia toma uno en el que se lee un título que lo escandaliza: El anticristo. Basta con hojear algunas páginas del libro de Friedrich Nietzsche para que el lector sienta un travieso cosquilleo en el bolsillo como llamándolo a aproximarse a la caja del local para comprar el que quizá sea su primer libro de filosofía. ¿Por qué precisamente este autor y no otro? Tal vez porque no es extraño escuchar un poco de él en las charlas con pretensión intelectual, ligándolo a la ideología nazi o al ateísmo irracional; tal vez porque al hojearlo encontró alguna especie de placer al toparse con una escritura fragmentaria de innegable frescura y hasta con cierta visceralidad en la forma en que el pensador expresa ciertas ideas. Después de pagar, el lector probablemente comience a sopesar el tipo de acercamiento que tendrá para su autor si en verdad le generó congoja lo que alcanzó a leer en aquella primera hojeada. Si decide el lector ir hacia el texto portando en su mirada las anteojeras del prejuicio no tardará en encontrar destellos de lo que podría ser el ideal nacionalsocialista, un ateísmo apabullante que asesina dioses y desmonta el orden de las cosas sin piedad y sin contemplaciones, o lo que sea que la fama del filósofo prusiano imponga con violencia sobre la lectura de sus textos.
Nietzsche es un clásico y esta multitud de lecturas, de posibilidades que sus libros abren para sí, es una de las cosas que lo convierte en tal. Es interminable la cantidad de ángulos desde los cuales el lector puede observar este panorama filosófico sui generis que vio la luz a finales del siglo xix; un siglo donde una obra como la de Nietzsche es ya una contraposición arisca e incómoda ante los más duros sistemas de pensamiento, los ismos grandilocuentes que para la época habían logrado clavar su bandera conquistadora en el terreno de la cultura occidental. Es también profunda la actualidad de muchas de sus ideas; nos puede llegar a ser familiar ese sentimiento de desazón ante un mundo confuso y agreste; puede sernos muy esclarecedora la sugerencia, nunca pasiva y en buena medida festiva, de cambios, de transformaciones radicales de las cosas que damos por sentado; puede seducirnos la invitación a dar rienda suelta a la habilidad que confiere el pensamiento de desmontar esas verdades y mostrar su realidad, no siempre agradable, casi nunca digerible. Y aunque son dos las lecturas de Nietzsche que han servido de alimento al monstruo del estereotipo —el Nietzsche protonazi y el Nietzsche oscuro, el depresivo, nihilista— podría, el lector primerizo, aventurarse en una exploración todavía más excitante que la que lleva a descubrir la geometría perfecta del bigote de Hitler bajo el que se dibuja en el rostro del pensador que hizo hablar a Zaratustra. Se trata de una lectura vital, crítica, ética, que vigoriza un modo de pensar que nos aproxima a aquello que realmente está más allá del Bien y del Mal: la vida sin más; la inmediatez de las experiencias; la colorida y emocionante intensidad de las superficies.
El siglo xxi que nos ha tocado vivir hasta el momento es un siglo abrumador, donde aparentemente el agua en la clepsidra de la Historia se ha detenido mientras que el cronómetro de las experiencias inmediatas ha acelerado exponencialmente su velocidad. Parece que nada queda velado, que conocemos el mundo al dedillo con solamente dar un click, que no hay algo que permanezca fuera de nuestra disposición, que las grandes verdades se han desmoronado como fruto de la circulación permanente de información, que somos participantes activos de lo que ocurre a cientos de kilómetros de donde estamos porque la globalización nos ha unido a todos de alguna manera u otra. Los instrumentos y los aparatos más sofisticados que la ciencia ha producido son ahora elementos básicos del hogar; la curiosidad se vuelve un mero afeite de los más pretensiosos y la llamada “productividad” se torna una virtud de las más altas; se reformulan las identidades profundas de las personas volviéndose mercancía, producto de un mercado salvaje; los acontecimientos históricos parecen tener una durabilidad para nada histórica: algunos son de días, de horas, y luego quedan cubiertos por el maremoto del olvido.
¿Qué es la vida en este siglo sino un deambular de sombras que se pierden no por ser sombras sino por el exceso de luz que las borra? La vida vuelve, como en la Edad Media, a ser una pura abstracción desdibujada no ya por la imposición de otra abstracción desde la cual se comprendería el Todo (la idea de Dios), sino por el valor excesivo que se ha dado a la proliferación de pequeñas verdades —la información bruta, la codificación del mundo humano a través de las redes sociales, el surgimiento de cierta metafísica orientalista-medievalista en las elites emprendedoras, la aparición de un fundamentalismo moral y religioso renovado y altamente agresivo, el extrañamiento de la realidad acudiendo a las drogas o a cualquier elemento que sirva de vehículo—, mismas que se corresponden con el consumo, el desencanto, el hedonismo y la ilusión del fin de la Historia (Baudrillard dixit). Las experiencias inmediatas pierden su profundidad que paradójicamente reside en su superficialidad; nada vale si eso que se dice que es el mundo no ha sido dicho primero a través de la plataforma Facebook; la vida ocurre ahí donde el consenso de ciertos grupos ha deliberado qué es lo correcto y qué es inaceptable; se expande el hambre por permanecer a la vanguardia de la moda, de las tendencias, de compartir el meme con mayor divulgación; se virtualiza la andanza escabrosa que realmente es la existencia humana.
Es en este punto donde se incorpora la lectura vitalista de Nietzsche, su apuesta ética: ahí donde el farfulleo de la red intensifica la segregación de la humanidad a través de una ilusión de unidad; ahí donde se empieza a percibir un incremento de los racismos, las violencias de género y de clase como fruto de la numerosa información des-informante; ahí, en fin, cuando la existencia humana se reduce a las cifras y los algoritmos matemáticos, cuando la Verdad absoluta ha reencarnado en las verdades empequeñecidas en sustancia pero engrandecidas por la necesidad imperiosa de consumir, de comprar certezas, es donde la apuesta ética nietzscheana hace presencia. Bien apuntaba German Cano, uno de los mejores estudiosos de la obra de Nietzsche[1], que su filosofía desgarradora no apostaba —como han querido sus admiradores nihilistas— por destruir sin más, cual terrorista, el sistema de valores occidental, por arrojar a nuestro mundo al caldo espeso de la Nada, por dejar al ser humano sin la posibilidad de creer en algo esperanzador. Cano decía que ese desgarro, ese final trágico materializado en la muerte de Dios es más bien unwertung: una revalorización de las verdades que oprimen al individuo que quiere, simplemente, vivir, y vivir con dignidad. La filosofía de Nietzsche, en tanto que voltea a ver a la vida en su necesidad de ser vivida sin más, es una filosofía del cuidado de sí, o lo que el mismo Nietzsche llamaba una filosofía para espíritus libres: una apuesta ética, pues todo cuidado de sí es «condición de posibilidad de cuidado de los demás» (Cano dixit).
La utilidad de la filosofía de Nietzsche para la vida
es incalculable. El lector que ahora incursiona en esta otra posibilidad de
leerle encontrará algo que podrá encontrar también en escritores como
Montaigne: una involuntaria guía que
no responde acerca de cómo vivir de forma correcta, pero sí pregunta, y pregunta
bastante, acerca de lo que consideramos que es
la vida. Se topará el lector con enunciados que dotan de sustancia vital a las
preguntas acerca de cuánta es la cantidad de matices que plasman a esa vida en
el lienzo de la existencia y cuáles son los posibles caminos que el individuo
tiene ante sí, sobre los cuales es invitado a andar, no atrapado en la ceguera de aquel que asume que lo que
importa es el final del camino, sino armado con la audacia del que concibe que
es el camino en sí lo realmente importante. Ese camino está más acá de su
desembocadura, más acá de la Muerte, más acá del Final y más allá del Bien y
del Mal: es la vida. La vida que quiere
ser vivida.
[1] Véase Como un ángel frío: Nietzsche y el cuidado de la libertad. Ed. Pre-Textos. Valencia: 2000.