A. J. Rodríguez
Uno de la multitud le contestó:
“Maestro, yo te traje aquí a mi hijo
porque tiene un espíritu que lo ha dejado mudo
Marcos 9:17.
Son las 2:30 de la mañana.
Dos hombres, jóvenes, parados en la acera.
Frente a ellos, un edificio abandonado; las paredes perdieron el color hace muchos años, deterioradas por el resquebraje del ladrillo viejo. Imploran vida.
Uno de los hombres mira su reloj, todavía tienen unos minutos antes de comenzar. El otro le hace una señal, mientras se pone en cuclillas, frente al par de mochilas en las que traen el equipo de video, y comienza a rebuscar entre ellas. El otro se acomoda delante de la casa, enmarcando su cuerpo con los bordes del edificio.
El tufo a orín rancio flota en el aire.
Es martes, once de marzo.
El viento nocturno, lleno de residuos de energía primaveral, navega con libertad sobre el pabellón cubierto de césped sin cortar, frente a la casa de la familia. Se localiza en Villa Galaxia, una región dominada por maestros, jubilados y sus pequeños negocios.
Acogedora.
Segura.
Dentro, en las habitaciones del piso superior, cubiertos por la confianza que brindan sus sábanas, descansan los dos hijos mayores; Jaime de seis y Luis de ocho. Cada uno en su propia cama, ajenos a las advertencias de peligro que rondan la casa.
Sumida en un letargo semiconsciente, Carmen, la niñera duerme en el primer piso, en el cuarto que alguna vez fue de visitas. Espera la llegada de los padres.
El último pensamiento que flotó en su mente, antes de dejarse caer en el mar de pliegues que es su cama, fue la hora. Los señores de la casa nunca llegan tan tarde de sus salidas nocturnas.
—Buenas noches, bienvenidos a esta transmisión de Lugares de Ultratumba —su voz resuena amigable en la calle vacía. Es de cara regordeta, con una barba mal cerrada y el cabello pegado al cráneo con gel —yo soy Ángel Martinez —anuncia con una sonrisa dental —y detrás de escenas me acompaña Jorge Rubio —el chico que sostiene la cámara apunta el lente hacía su rostro, sacando a su compañero de escena. Es delgado, pálido, con cejas poco pobladas y nariz aguileña. Saluda con incomodidad a la audiencia. —Noche de martes, noche de investigación. Encantados de estar nuevamente en esta hermosa ciudad, que siempre nos recibe con los brazos abiertos —continúa hablando Ángel. —Y vean nada más en qué lugar nos adentraremos esta madrugada —.
Hace un gesto torpe con los brazos, para mostrar el edificio, tratando de imitar a los presentadores de concursos que veía de pequeño en la tele.
Una figura, un dios lóbrego, se materializa entre la oscuridad.
Analiza con poco interés su transformación humana, tan conocida para él. Su nombre se ha perdido en el letargo del tiempo y las dimensiones.
Sale a una calle con un deficiente alumbrado público. Se mueve siguiendo un rastro que se enraíza en sus entrañas. Lo guía por esta época desconocida para su ser. Esculca entre los milenios de recuerdos en su mente. Busca referentes de este lugar, de esta época.
Nada.
Eso le alegra.
La casa, con sus dos pisos de altitud, estampa la oscuridad de su interior ante la cámara de Jorge; una negrura espesa, tibia, húmeda.
—Hay muchas teorías acerca de lo que pasó en este lugar —continúa Ángel —no les voy a adelantar nada, pero dicen que fueron cosas muy maníacas. ¿Cuántos espectadores tenemos? —.
Jorge revisa su celular, aferrado a la cámara por un tripie, donde tiene a la vista las interacciones y conteo de los espectadores.
—Quinientos veintiuno —responde. Un solitario auto pasa a su espalda.
—A los mil comenzamos con el tour —agrega Ángel, con falsa euforia —Si tienen algún lugar macabro que les gustaría que investiguemos, dejen la info aquí en los comentarios y lo vamos a checar. También les quiero presumir que ya tenemos a la venta mercancía oficial del canal —Ángel señala efusivamente la playera mal estampada que lleva puesta. Da un par de vueltas para presumir ante la cámara.
La sangre en el organismo del dios se mueve, hambrienta.
Saborea el futuro bocado.
En uno de los bolsillos lleva una esfera de cristal. Un par de gotas oscuras giran en el centro. Bailan a un ritmo que disminuye, cayendo en una espiral carmesí, presagiando la extinción de su lazo con este mundo.
La ruptura de una promesa de sangre.
—Rosa, de Tijuana, pregunta si iremos pronto al Panteón de Juan Soldado en su ciudad —comenta Jorge, leyendo los comentarios.
—Fíjate que no es mala idea, nomás que andemos cerca de allá —se iluminan sus ojos. Le encanta que los “ultratumbos”, apodo que él mismo dio a sus seguidores, le faciliten el trabajo. Pero sobre todo, le fascina tenerlos en la palma de su mano, esperando a esta, su primera transmisión, a mitad de la madrugada. Un riesgo, como lo mencionó Jorge, pero era la única forma en que su contenido podría destacar, entre el mar de cazafantasmas amateurs en internet. Se hicieron la promesa mutua de no dejar de grabar, pasara lo que pasara. De alguna forma tenían que conseguir su rebanada del pastel.
—Marlén Osuna pide saludos, dice que nos ve desde el 2019 —.
—Muchísimas gracias por estar con nosotros desde entonces, Marlén. Todo esto que hacemos es para ustedes, para su entretenimiento. Así que por favor, compartan la transmisión con todos sus amigos trasnochados, que ya casi vamos a empezar. A los mil espectadores, ¿cuántos faltan? —.
—Van novecientos cuarenta y nueve —responde Jorge. —Pregunta Tavo Guess si estamos en directo —.
—Pero claro, todo aquí lo hacemos en vivo y en directo para ustedes… —.
—Ya estamos —lo corta Jorge.
—Hola a todos los que van llegando, bienvenidos a otra transmisión en vivo de Lugares de Ultratumba… —.
Un Datsun rojo, de bordes cuadrados. Se detiene frente a la casa.
Perlas frías caen por la frente de Luis, el padre, el conductor. Baja del auto con dificultad; el sonido del motor se funde con el silencio de la calle.
María, su mujer, en el asiento del copiloto, lleva las manos manchadas de sangre, la mirada abandonada y una parte del vestido rasgada. En sus dedos, carga el frío fantasma de un arma.
—A mi punto de vista, son muy parecidas las vibras. Tanto impacto, tanta fuerza, como por ejemplo la que vimos en Torreón… —.
El dios observa a sus deudores desde algún rincón de la noche.
Hay un par de pistolas de este mundo colgando de su cintura. No las usará. Le gusta confundir a los mortales, dejarles pistas de su existencia en los lugares donde llega a robar vida, a dejar su presencia lúgubre, en las entrañas de sus poblados y ciudades.
Así cualquiera puede encontrarlo, cualquiera dispuesto a solicitar sus servicios y pagar los intereses.
Ángel se detiene frente a la puerta de metal, cubierta por capas de herrumbre y marcas de tiza blanca. Jala la agarradera, pero el mastodonte metálico no cede. Para no volver a fallar ante su público, camina hacía la cochera de la casa, solo protegida por una malla.
Hay una abertura en la parte inferior. Grande. Pasan por ella.
Jorge, el camarógrafo, se encarga de captar cada decrépito detalle.
Su plan es sencillo; pasar allí un par de horas, recibir el amanecer dentro de la casa, exagerar cualquier cosa rara que encuentren, y si tienen suerte, captar algo “paranormal”. No es que Jorge crea en eso, al contrario de lo que proclama su figura pública.
Los años que ha pasado trabajando con Ángel le han enseñado que el tipo de contenido que crean, no suele pasar de un par de jumpscares mal hechos y exceso de producción.
Aún así, prefiere eso, a seguir grabando fiestas de quince años en el pueblo remoto, extraviado del resto del mundo, del que salió.
Sus pasos crujen al ritmo de bolsas de sabritas descoloridas, latas de aluminio y cartones viejos que se acumulan en la entrada a la casa.
—¿Quién vive?—vocifera Ángel. Se eleva en su pecho la extraña sensación de que algo está a punto de terminar —creo que nadie —se responde a sí mismo con algo de inseguridad, solo un deje, que desaparece tan pronto llegó. —Me llena la energía de la casa. Todo se siente un poco movido —continua Ángel, mientras avanza un par de pasos, profundizando en la penumbra.
Lanza un manotazo al aire frente a él.
Un bicho zumba a unos centímetros de su rostro.
La cámara enfoca una silla rota, y luego un par de graffitis en una de las columnas.
—A mí me causa una gran impresión. Sobre todo por lo trágico de los sucesos y el hecho de que nunca localizaron ningún casquillo de las armas que terminaron con la familia —agrega Jorge, detrás de cámaras. Un leve silbido del viento le roza la piel de sus brazos y la punta de la nariz. Se concentra en encontrar las mejores tomas para la transmisión, algo que no le resulta sencillo sin poder editar el video antes que llegue a los espectadores.
—Yo creo que debe de ser un sitio popular entre los vagabundos —responde Ángel con algo de su sorna característica. Nota algo bajo la luz artificial.
La pared de fondo.
Se acerca.
Observa.
Le hace una señal con la mano a Jorge para que lo siga.
—Esto parece ser, si puedes enfocar mejor, Jorge, ¿ven? —le habla a su público. —Ya está descolorida, pero estoy seguro que esto es sangre de una de las víctimas —. Como gotas de pintura oscura, adheridas a la pared, secas, detenidas en el periodo de la tragedia, tanto tiempo atrás.
Un ruido a sus espaldas los hace voltear.
El aire se vuelve denso, lleno de esa espesura que altera los nervios.
La cámara localiza un par de ojos atemorizados que los observan.
—Es solo una rata —agrega Ángel.
Exhala y suelta una risa incómoda para el público.
Luis, el padre, corre por las habitaciones, desesperado, despertando a todos.
Demasiado emocional. Impreciso. Existencial.
Laura, su hija, no aparece por ninguna parte de la casa. La niñera, en pánico, con los ojos hinchados por el sueño interrumpido, le recuerda que se fue a dormir a casa de su prima. El resto de los hijos, se encuentran revolviendo los cajones en sus cuartos, buscando los pedazos de su vida que llevarán consigo.
Aquellos que quepan en sus mochilas.
Avanzan por la sala. Lento.
Jorge procura no pisar nada que contenga registros de humedad.
No quiere encontrar mierda fresca.
Ángel, el presentador, carga en la parte baja de la nuca la pulsación de sus sentidos. Se define a sí mismo como un temerario, imagen que le resulta sencillo transmitir en público, cuando las cámaras graban y el resultado se puede modificar.
Le cruzan por la mente varios pensamientos de inseguridad.
Hay algo en el ambiente, algo pesado, que no lo deja tranquilo. Algo que hiela la habitación. Como un par de ojos con la mirada firme sobre sus hombros. Como si la casa escondiera su corazón en una de las habitaciones, donde se agranda conforme más se internan en sus pasillos, como un terrible secreto escondido.
Un gran temor.
Evita darle vueltas al pensamiento, no quiere ponerse más nervioso.
El dios echa una mirada al reloj en su muñeca y una mueca macabra se extiende por su rostro. Les dará el tiempo suficiente para que falsas esperanzas les bañen la mente. Calcula el número de vidas en el interior de la casa. El tiempo que le tomará terminar con cada una de ellas. Los años que se agregarán a su colección.
Nota que falta la hija menor. No deja que lo afecte.
Será un cabo suelto en el contrato de sangre.
Tres once de la madrugada es la hora que elige. El instante atemporal que marcará a esa casa como uno de sus lugares de horror. La casa, el emblema de la promesa que hizo con esa familia de mortales.
Todo ser vivo en ella.
Todos sus años restantes y los intereses atemporales de sus deudas de espíritu.
Se prepara para comenzar a reclamar la sangre.
Los comentarios desaparecen del chat en cuanto son enviados. El óvalo rojo en la parte superior de la transmisión tiene a Jorge ocupado.
Casi diez mil espectadores. No esperaba tanto éxito.
Por su mente fluyen los cálculos y expectativas de venta de mercancía.
En su estómago efervescen las cervezas de la tarde, el aroma salado a playa y el ceviche a la orilla del mar. Se imagina el resto de su vida como unas vacaciones casi perpetuas. Una sonrisa ambiciosa se dibujaba en su cara. Puede sentir el olor a transferencia bancaria en la punta de su nariz.
Ve la hora, son las 2:40AM.
En el coche, María, la madre, sigue mirando a la nada. Piensa en lo que hizo esta noche. Murmullos. Velas. El susurro de las túnicas al rozar entre ellas.
La sangre en sus manos gotea sobre su regazo.
Todo le parece inexplicable en el río sin cauce que es su conciencia.
Con tal de salir del agujero que era la colonia mísera en la que Luis y ella crecieron, se repitió muchos años de su vida que el precio a pagar era mínimo. Desde el día que se dio cuenta que la fé en el dios de sus padres era cuestión de sentimientos, cuestión de amor.
Por pertenecer a la sociedad más alta de la que tenía noción, la inexistente clase media a la que tanto envidiaba, volcó su fé en los únicos sentimientos que podía dominar; las entrañas devorándose a sí mismas por el hambre y la desesperación de sentirse indefenso ante el mundo y sus demonios.
¿En serio creía que podían engañar a esa entidad ancestral que invocaron hace tanto tiempo? Pensaba que vivirían la comodidad que les trajo ese pacto por muchos años.
Un par de lágrimas se forman en el rabillo de sus ojos. Su mente le grita que no hay nada que hacer. Lo inevitable está cerca. El final será el mismo de una u otra forma. Las consecuencias de romper sus promesas, de no entregar a sus hijos por voluntad propia a ese demonio sediento de muerte.
Escucha los gritos de su esposo, amortiguados por los cristales del auto.
Tiene ganas de vomitar.
Jorge alcanza a Ángel en el marco de una habitación que desprende un olor putrefacto. Pasea la vista por el cuarto. La débil luz de la calle llega apagada, arrastrando penumbras, se mece sobre las paredes astilladas, sobre las estructuras viejas.
Al fondo hay algunas cobijas y cartones, con pedazos de mugre manteniéndolos tiesos y unidos entre sí.
Luis, el padre, sale a toda prisa de la casa. Una pesada maleta en los brazos. Su cuerpo tiembla de forma incontrolable. Le grita algo a su esposa, que lo mira con pupilas vacías, rendidas. Deja la maleta al lado de la cajuela.
Regresa a trompicones al interior, mientras continúa con las órdenes histéricas a la niñera y a sus hijos, que no han bajado las escaleras.
El gato de la familia, asoma su cara desde el segundo piso.
Regresan al pasillo.
Sus pasos hacen eco entre las paredes vacías.
—Según las leyendas, aquí se realizan rituales satánicos a la hora de los asesinatos. El momento en que se escuchan las ánimas en pena. Algo que hoy vamos a comprobar… —.
Ruido en la casa.
Una tensión, que se va haciendo más densa.
Como los latidos de un enorme corazón enfermo.
La estancia se vuelve cada vez más fría.
Algo los observa.
Se acerca.
Durante un instante, sus miradas fantasmales se cruzan. Perciben en ella secretos escondidos, que se asoman por su piel, navegan desde los rincones más ocultos de su ser, hacía el exterior.
Miedo.
María, la madre, no siente el momento en que se le aproxima. La figura, con una velocidad sobrenatural, se abalanza sobre ella. Sus manos dejaron atrás cualquier rastro de la humanidad que las cubría. Cada uno de sus dedos se extiende de forma grotesca.
Tentáculos rodean con su oscuridad el rostro de la mujer. Buscan al tacto la frente de su víctima. Encuentran el centro de sus pensamientos, ese punto que hierve de miedo, dolor y silencio, pues el dios ha robado sus gritos. Se apodera de la desesperación de la mujer, y la hace propia. La transforma en esa sustancia que nutre los deseos más oscuros de la humanidad.
María trata de encontrar los ojos en ese monstruo que la devora. Busca cualquier posibilidad de redención.
El arrepentimiento llena sus entrañas.
Uno de los tentáculos le rompe el cráneo, creando un estallido penetrante, que perturba la noche como si fuera un proyectil disparado por un arma. Se expande por la razón de María y devora todo recuerdo feliz, cualquier destello de alivio y seguridad. El dios extiende sus entrañas por el interior de su deudora, tragando cada átomo de vida.
Cuando termina, el cuerpo se desploma, destilando muerte. Sangre densa escurre por el asiento del auto donde cae el primer cadáver de la noche.
Se acerca, con pasos lentos. La lámpara no alcanza a alumbrar la figura.
—¿Quién vive? —pregunta Ángel. Su voz pierde toda seguridad, sale como una débil vibración, desprendiendo un ligero vaho helado, apenas perceptible en la oscuridad.
Jorge siente una presión en los hombros.
La gravedad del lugar los mantiene pegados a donde están.
La sombra disminuye su andar.
Con cada paso que avanza, el horrible presentimiento de ambos toma una forma más clara. Consciente. Horrorosa.
El padre, lanza un grito gutural desde el marco de la puerta. Un segundo de parálisis. El dios se dirige a él, sonriendo.
Luis corre a la calle. Sus pies se lanzan a una velocidad que no conocieron en ningún otro momento de su vida. Ni cuando más joven huían de las pandillas que azotaban su colonia. Ni cuando tenía que esconderse en algún rincón nuevo e improvisado de su casa, esperando que su padrastro no lo encontrara esa noche. Tampoco cuando tuvo que huir de una balacera en el centro de la ciudad. Recuerdos en sus células, perdidos en el tiempo.
Avanza, corriendo, intentando desesperadamente aferrarse a este mundo, a esta vida.
Su cuerpo se arquea cuando los tentáculos lo alcanzan por la espalda. Otra descarga de oscuridad que rompe la noche. Luis grita, en silencio. Lanza al aire sus últimos destellos de vida. Mientras su mente se desvanece, un pensamiento le invade el corazón.
Sus hijos.
Condenados
Lo huelen a medio metro de distancia.
Ambos se sobresaltan.
Un hombre; sucio, harapiento, cubierto de costras de mugre.
Un hilo de saliva cae por su boca. Los ojos desorbitados, iluminados por la luz led.
El miedo desaparece, se transforma en el recuerdo de una broma cruel en su subconsciente.
—Está a punto de llover sangre… —dice en un susurro. Su voz tiembla, seca, por falta de uso.
Los dos jóvenes se miran, desconcertados.
—Señor, ¿qué hace aquí? —pregunta Jorge, con un filamento de voz.
El hombre vacila su mirada sobre sus caras, notando por primera vez su presencia y la cámara.
—Ya casi comienza la matazón —repite, ahora alterado, mientras avanza cojeando, a una velocidad sorprendente, hacia la puerta de salida.
Continúa gritando conforme se aleja.
Ambos lo observan partir mientras el vagabundo arrastra su podredumbre, fuera de la casa, a la seguridad de la calle.
Carmen, la niñera, aprieta las manos sobre el dije de oro que cuelga de su cuello. Escuchó los gritos. Las detonaciones. Y como la buena católica que es, se lanza de rodillas, con los ojos cerrados. Encomendando su vida al ser en los cielos a quién le dedicó tantas plegarias, desde hace tantos domingos, en su pueblo, desde que acompañaba a su abuela a misa. Repite cada una de las oraciones que ha conocido a lo largo de su vida. Salen con una voz débil, rendida.
El monstruo se detiene. Deja un espacio entre ambos.
La observa. Divertido.
Frente a ella tiene a un verdadero dios creador, y lo único que la mortal hace es pedir auxilio a ese ser imaginario colectivo de los humanos. El monstruo lanza una carcajada que retumba en las paredes, resquebraja los vidrios de las ventanas, altera los nervios.
Carmen se niega a abrir los ojos. Sus plegarias salen más rápido, de forma desesperada. Las palabras se sobreponen una a la otra.
Y un temor tan grande como su fé, se apodera de su cuerpo.
La desesperación le hiela las extremidades, la paraliza, le roba la voz. Sus labios se mueven, pero de ellos solo sale aire vacío. Inocuo.
El dios se expande. La rodea.
Absorbe cada pieza del rompecabezas que alguna vez conformó su cordura.
La niñera pierde el conocimiento antes de morir.
La transmisión continúa. Comentarios, reacciones y likes no dejan de fluir.
Los espectadores crecen. Se reúnen, presos del insomnio digital que los mantiene pegados a sus teléfonos.
Ángel y Jorge dan otra vuelta por la estancia, regresan a la cocina. Y en un silencio mutuo, ambos acuerdan continuar al segundo piso.
Avanzan despacio por los escalones, los cuales están cubiertos por mosaico arcaico, que parece resquebrajarse con el peso de sus cuerpos, formando un ruido seco al contacto, similar al de la grava.
Encuentran algo al pie de las escaleras.
—Hay muchas velas por esta parte de la casa —Jorge acerca la cámara. Hileras de cirios viejos, derretidos por su uso, hace tiempo. Ángel se pone de cuclillas para tocarlas. Capas de polvo las cubren, forman una pasta aceitosa, que el chico frota entre ambos dedos, solo para dar un efecto dramático ante la cámara.
—Tal vez estamos viendo la confirmación de los rituales que cuentan y en algún momento nos topamos con el cadáver del gato de la familia, crucificado, como dicen las leyendas que lo encontraron —agrega en broma, nervioso, pestañea, cambia de tema. —Recuerden visitar nuestra tienda online donde podrán comprar esta playerita que diseñamos con tanto amor…—.
Se escucha el maullido del gato, que baja las escaleras de forma tranquila, despreocupada.
Encuentra al dios lúgubre.
Lo olisquea un poco y restriega su cuerpo por una de las extremidades del monstruo, que regresa a su forma humana, a excepción de sus dedos, ahora más cortos, que se pasean por la columna del gato, ahora en sus brazos, el cual le responde de forma afectuosa, ronroneando, rendido ante las caricias del asesino, quien piensa que podría hacer una excepción por esa criatura.
Pisadas en el piso superior lo distraen. Los niños. El plato principal.
Los tentáculos regresan, rodean al gato, quién, muy tarde, trata de defenderse con sus pequeñas garras.
El monstruo deja caer el cuerpo sin vida del animal al suelo de la sala, a lado de la niñera, con las manos aún aferradas al dije en su cuello. Una idea profana recorre su mente.
Estampa el cadáver del gato en la pared. Abre la delicada piel de su vientre, deja que la sangre caiga a chorros, que maldiga este lugar. Y como toque dramático, clava cada uno de los miembros del animal muerto de una forma que cualquier humano reconocería.
Sus brazos, este y oeste. Cabeza al norte. Pies al sur.
Al suelo.
Al infierno.
Son las 2:59AM.
Llegan a una pequeña recámara con una puerta de metal levemente abierta.
En las paredes cuelga el fantasma de lo que parecen ser dibujos infantiles, hechos con crayola y marcadores. Pequeñas aperturas en el concreto, más impactos de balas inexistentes.
El cuarto, sin ventanas, parece hacer eco de su silencio.
—La menor de los hijos del matrimonio fue la única que se salvó del terrible destino de la familia…—.
Ruidos de neumáticos en la calle, restregando el caucho de sus llantas contra el concreto.
Un manojo de llaves rasgando la cerradura.
El sonido de sus propios corazones en sus tímpanos.
Jorge, apaga la luz led, y cambia la cámara a la configuración nocturna.
Están alerta.
Se han encontrado con situaciones similares; algún guardia de seguridad haciendo vigilancia. Curiosos que entran a probar su falta de miedo. Un par de veces con la policía.
El rechinar de la puerta de metal, abriéndose.
—No sé si alcanzan a escuchar… —Ángel, se dirige a la cámara en un susurro.
Algo abajo capta su atención. Se distrae.
—Hay alguien abriendo la puerta de la entrada. Podría ser algún vecino, que se dio cuenta que estamos aquí… —continúa Jorge.
Una voz ahogada retumba en las paredes.
Las palabras son incomprensibles.
Los pies pequeños de uno de los niños, golpeando los escalones. Lleva una mochila a su espalda. Sus ojos se expanden cuando nota al monstruo. Se queda en el último escalón.
La figura sonríe, mostrando cada parte de su macabro ser al descubierto.
El niño. Frío. Mudo.
Se funde con la oscuridad donde se encuentra el resto de su familia.
Jorge no despega su mirada de Ángel, le extraña el repentino silencio. Observa cómo su frente comienza a transpirar miedo. Piensa en algo que decir, para regresarlo a la transmisión. No se le ocurre nada.
Respiración pesada. Rítmica. Profunda.
El corazón de la casa, creciendo entre las sombras que la invaden. Desprendiendo sus venas por los pasillos cubiertos de basura olvidada por el tiempo.
Ambos se mantienen callados. Sus sentidos tratan de captar cada detalle de lo que ocurre en el piso inferior.
Lentamente, Jorge siente como la angustia de su compañero se transfiere a él. Lo invade el frío que cae sobre la casa.
De nuevo, los gritos ahogados.
En ese momento nota los dibujos en las paredes. Su mente revisa con extremo cuidado, y esas formas macabras comienzan a tomar sentido.
Su subconsciente divaga en esa remota región del cerebro donde se alberga el miedo.
Entonces, las primeras descargas.
Queda una sola deuda que saldar.
El monstruo saca la esfera. Observa la sangre perder color, detener su baile, a punto de extinguirse.
Pero el dios no se siente satisfecho.
Quiebra el globo de cristal entre sus tentáculos, libera la promesa al suelo, la mezcla con la oscuridad de la que él mismo está hecho, y deja que su magia negra bañe las paredes del lugar. Su pasado, presente y futuro.
Transforma la casa en uno de sus templos, donde el tiempo, el espacio y materia se funden en uno, con los horrores que el dios ancestral arrastra desde el momento perdido en que comenzó a existir.
Un lugar en que los mortales y sus deseos lo puedan invocar.
—Puta madre—murmura Ángel, nervioso.
Corre a la puerta, la cierra con toda la suavidad que sus manos temblorosas, le permiten. Como si bendara una delicada herida en su piel.
Jorge se arrincona, sin dejar de grabar, con la lente fija en la puerta.
Y piensa.
Un remolino de arrepentimiento le invade el cuerpo.
Ángel a su derecha, cada vez más nervioso.
Respira con dificultad.
Detonaciones.
Silencio.
Son las 3:09 AM.
Y una vez que la casa se transforma en templo para su adoración, avanza al segundo piso, a paso lento y sonoro. Quiere que su última víctima lo escuche aproximarse.
Que le invada el miedo, la impotencia, la desesperación.
Se detiene ante la puerta. La energía cambia. El magnetismo horroroso de la casa le ha traído nuevas víctimas, rompiendo sus fronteras inexistentes de espacio y tiempo. Siente tres vidas encerradas tras la puerta.
Puede llevarse todas, le pertenecen.
Toma la perilla, mientras sonríe.
El silencio continúa por un momento.
Jorge ve los números de la transmisión; más de veinte mil personas.
Ángel, temblando, se levanta lentamente del rincón donde estaba acuclillado. Necesita saber qué está pasando abajo. Maldice al arquitecto por no incluir ventanas en esta habitación. Necesita aire fresco.
Una prueba de que todo está en su mente.
Se pone de pie, pegado a la pared y sus manos sienten un par de orificios en el concreto. Voltea y se da cuenta que quedan justo a la altura de su pecho.
Jorge da un vistazo a su reloj, 3:10 AM. Su mano sigue aferrada a la cámara.
Como el crujir de huesos, escuchan las pisadas de alguien subiendo las escaleras.
Los pedazos de azulejo, resquebrajándose, marcando el camino.
Ángel mira a Jorge, que en ese momento rompe su promesa y corta la transmisión.
Ya no importa cuantos seguidores estén viendo.
Ni todo el dinero que les puedan sacar.
Tienen que salir de ahí.
La muerte les pisa los talones y viene sedienta de sangre.
Ángel se desprende de la pared.
A punto de correr al otro lado de la habitación.
A la salida.
Entonces, la puerta se abre.
J.A. Rodríguez es freemen de nacimiento, mazatleco por adopción. Creador de universos y realidades alternas desde 1994. Informático de día, idol de noche. Ha sido publicado en Poetómanos y en la antología Voces del Puerto. Editor de contenido en Revista Alcantarilla desde 2020.
Arte de Loreto Soledad