Un cuento de Raúl Aníbal Sánchez

Raúl Aníbal Sánchez

Say what?

For Nora and her American Dream

You want hospitality, uh? Eh, pues, there’s a can of chinga tu madre right there on the table, why don’t you help yourself?

—No mames, pinche Cocoya, no me estés wachawacheando.

—Tienes que aprender inglés, carnal, o nunca te van a bajar de pendejo.

Así me dijo en 1996 el Cocoya, quien era para entonces algo así como el rey del barrio. Había vivido dos años en Houston, trabajando como cocinero en un buffet de comida china one dollar. Regresó hablando un pocho perfecto e incomprensible para nosotros, el cual no solo mezclaba palabras en inglés y español, sino también caló fronterizo de los años cincuenta y palabras pronunciadas al revés («por la lleca de mi rioba pasa el mionca en gachin»). A los cholitos de la cuadra parecíales poco menos que un semidiós. Enjuto, moreno, flaco y correoso, de músculos afilados como Bruce Lee en esas películas de los setenta en donde el dragón de San Francisco derrotaba sin pensar innumerables rivales con el torso aceitado y los nervios a punto de saltar fuera de la cámara. Cocoya casi siempre vestía impecablemente: pantalones Dickiesde colores claros, zapatos de trabajo bien boleados y blancas camisetas tres tallas más grandes de lo debido, adornadas con estampados de viejas camionetas Ford o autos Impala, en donde una sensual chicana besaba un arma humeante, cobijado todo aquello por la presencia de un águila real o una virgen de Guadalupe.

No se esperó a que lo deportaran. Juntó todo el dinero que pudo y regresó en un autobús de línea Greyhound para su casa. Trajo consigo buenas ropas, buenos discos, una videocasetera vhs y el casette original (un holograma estampado lo probaba) de Sangre por sangre, su película favorita. La había visto diez o doce veces y podía citar líneas y diálogos de memoria. Muchas veces parecían simplemente venírsele a la mente, y los citaba sin mucho caso, en medio de un partido de fútbol callejero o en una conversación de esquina cualquiera:

—«Quinientos años hemos sufrido la opresión de nuestra raza. Pero aquí, nosotros, vamos a parar ese desmadre» —decía el Cocoya, la mirada perdida viendo a un interlocutor imaginario, modulando la voz como el personaje que representaba. Tenía madera de actor, hasta eso.

No hubo muchacho en la cuadra que no viera Sangre por sangre en el televisor Hitachi de la casa del Cocoya. Blood in, blood out, la historia de tres primos que crecen en la década del setenta, un pintor, un boxeador y Miklo, un muchacho rubio de sangre mixta, discriminado por los demás chicanos debido a su apariencia y que termina como líder de las pandillas que manejan el tráfico de drogas en Los Ángeles.

—Güey, güey, aquí viene la mejor parte: «Alright you white bitch, give me some chon chon!» —decía el Coco al mismo tiempo que los personajes en la película, a la vez que nos daba golpecitos en el hombro para que pusiéramos atención. Mientras tanto en el televisor, Popeye, un líder menor de la cárcel de San Quintín, viola al güero Miklo, acto que más tarde le costará la vida. Estos gestos se repetían cada cinco minutos más o menos, y es que para el Cocoya todas las partes eran la mejor parte.

La casa del Cocoya era un desastre, o así me lo parecía: sucia y desatendida por la ausencia de la madre, quien había escapado tiempo atrás cuando se hartó de los tratos de Chuyín, un marido gordo, borracho y golpeador, quien ahora descuidaba a los hijos y era incapaz de hacerse cargo hasta de su propia persona. Aunque Reyes, la madre, vivía en la colonia Campesina (un arrabal, si se puede, aún más marginal que el nuestro), a media hora de camino del barrio, los hijos decidieron inexplicablemente quedarse con su padre, aunque mudaban cada tanto de casa y traían de la Campesina modas pandilleriles que nosotros ni siquiera imaginábamos: signos de las manos, palabras nuevas, albures, camisetas, redes para el cabello, navajas, pistolas, actitudes en general, todo un estilo de vida nuevo y complicado.

El Cocoya era algo así como el sostén del hogar. Vivía con sus dos hermanos menores a los que daba dinero para la escuela: Claudia, una muchacha un par de años menor que yo, y el David, el hermano de en medio, un mocetón gordo, alto y mofletudo, quien aún no terminaba la primaria a pesar de tener catorce o quince años de edad. David reverenciaba a su hermano, como hacíamos el resto de los chicos. Recuerdo que, mientras mirábamos la consabida película, Coco se ausentaba por momentos y preparaba sándwiches de pan blanco, mayonesa y salchichón para sus hermanos menores. A veces era lo único que comían durante días, aunque Cocoya sabía cocinar con habilidad, cuando menos las recetas de comida china que tuvo que aprender en Houston.

Cuando terminaba la película salíamos a la calle para platicar las noticias del día, los muchachos del barrio hechos bola alrededor de un poste de concreto de alumbrado público, como una especie de posta medieval que marca la propiedad de algún terreno.

Cocoya sacaba su grabadora a baterías, armado de cassettes que trajo de Houston, y platicábamos durante horas sin concierto mientras escuchábamos música. Gastaba una buena cantidad del dinero de su nuevo trabajo como tapicero comprando esas baterías gordotas doble D, hasta que lo convencimos de comprarse una extensión.

—La música tiene que oírse en la calle, homs —nos decía imitando acento chicano.

Dije que platicábamos sin concierto, pero por lo general él llevaba la batuta en las conversaciones. Trataban sobre su vida en Estados Unidos, sobre los chinos que eran sus jefes en el restaurante y él detestaba, sobre la migra, las pandillas de Los Ángeles y su tema favorito, el pasado dorado cuando los pachucos en Zoot suit se madreaban con marinos gringos en los años cuarenta. A veces, cuando una canción le gustaba mucho, bailaba de improviso sin dejar de hablar, mostrándonos sus pasos con vanidad. Y vaya que bailaba muy bien. Canciones oldies («viejitas pero bonitas») que amaba, no solo por sus aspiraciones culturales de cholo fronterizo, sino porque era música que de verdad le deleitaba. Lalo Guerrero, Ritchie Valens, Chubby Checker y el omnipresente Rey, Elvis Presley. Sin embargo Little Richard era el campeón. Cada que en la grabadora sonaba Good golly miss molly, Cocoya saltaba como un resorte y comenzaba un baile extático sobre nuestra calle sin pavimentar. ¿Cómo describir ese baile? Las rodillas ligeramente flexionadas, las manos chasqueando los dedos al ritmo del bajo, las piernas muy juntas que suben y bajan al compás de la música, como un cosaco que en cámara lenta baila el Kazachok.

Todo esto me parecía un poco impostado. Un esfuerzo mental muy grande que el Cocoya realizaba para vivir como sus héroes de película. Tenía otras habilidades más acordes con los tiempos que corrían. Por ejemplo, se sabía de memoria la letra de Boombastic, la canción de Shaggy, el cantante jamaiquino, quien por entonces sonaba en todas las estaciones de radio. Cuando yo escuchaba la canción no podía ni distinguir el inicio de una palabra del final de la anterior, pero con Cocoya cantando las aliteraciones se volvían claras y distintas:

Mr. Lover lover, Mmm, Mr. Lover lover, heh girl,
Mr. Lover lover, Mmm, Mr. Lover lover
She call me Mr. Boombastic,
Say me fantastic, touch me in me back
She say I’m Mr. Ro…
Mantic

Tampoco es como que la capacidad de composición de Shaggy tuviera ecos shakesperianos, sin embargo era grato darse cuenta que al parecer la canción tenía algo de sentido, y no era tan solo una serie de murmullos rítmicos imaginados al azar, una tarde cualquiera bajo el sol de Kingston.

Nunca supe por qué le decíamos Cocoya, o quién le había puesto aquel apodo. Su verdadero nombre era Jesús, como su padre, pero el siempre bienvenido «Chuy» o «Chuyín» nomás no le había pegado. Con los años me vine a enterar que, en Venezuela, cocoya es una palabra para referirse a la vagina, sobre todo en un contexto de trato infantil, usado de madres a hijas para cuestiones de higiene y demás. No creo que esta palabra viajara tanto por el continente para caer sobre la cabeza de mi amigo, con todo y que los apodos en aquel mundo no siempre eran agradables ni buscaban serlo. A su hermana Claudia, por ejemplo, le llamábamos «la Pelona», y uno de los vecinos era tan rubio que tenía el poco afortunado apelativo de «el Coruco», como los piojos amarillentos que se alimentan de la sangre de las aves de corral.

A diferencia de coruco, muy usado aún por los rancheros del estado, cocoya no era una palabra común en el slang cotidiano. En náhuatl quiere decir dolor, y en rarámuri, la lengua indígena de la región, existe la palabra kookorá, que significa padecer dolor. Me da por pensar que por ahí va la cosa. ¿Quién sabe de cualquier forma cómo nacen los apodos?

Y es que Cocoya era, con toda su alegría y su baile, un muchacho atormentado. Cierto empañamiento en la mirada al hablar de la vida en Houston dejaba entrever que no había sido tan placentera o pacífica como él nos decía. Durante un breve tiempo corrió el rumor en el barrio de que Cocoya había sido mula, que pasaba droga por la frontera.

Yo creo que tenía motivos menos siniestros para ser un cholo melancólico. Le preocupaba el futuro de sus hermanos y la lenta degradación alcohólica de su padre. Chuyín no dejaba de engordar mórbidamente y perdía, poco a poco, agilidad y movimiento. David era bruto como él solo, argüendero e irresponsable, tenía la inteligencia de una tabla. Y Claudia… bueno, ella era mujer, ¿qué futuro le esperaba de cualquier manera?

Cocoya tenía sobre la mesa un cuaderno Scribe en donde hacía sus placas, dibujos de firmas imaginarias con su nombre y el nombre de su pandilla en la colonia Campesina: Chois xiii. Dispersos por aquí y allá había otras imágenes alegóricas que daban cuenta de sus agitaciones internas: dibujos de payasos tristes vestidos como pachucos en el acto de quitarse una máscaras sonriente, cristos sangrantes que protegían a pandilleros encarcelados, rostros duros y masculinos que revelaban, tras una inspección detallada, el lánguido tatuaje de una lágrima negra sobre la mejilla.

Curioseando un día tomé su cuaderno de la mesa y en una de las páginas centrales descubrí un nombre de mujer, escrito en caracteres góticos, muy gruesos y firmes:

Pamela

We belong together

Vi algo de molestia en su rostro cuando me descubrió hojeando el cuaderno, pero en lugar de quitármelo se sentó a mi lado, se llevó la mano izquierda a la sien y cerró los ojos, como en un gesto de desesperación contenida.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Doce.

—¿Y tienes novia?

—No. Todavía no.

—Todavía no —la respuesta le pareció graciosa y sonrió por un momento. Unos pájaros se escucharon cantar allá afuera, posados tal vez en los alambres del alumbrado público de la calle, como que era primavera en el desierto. Cocoya quedó callado por un momento, viendo hacia la ventana de la sala, y de pronto, de la nada, casi sin provocación, me contó la siguiente historia:

El Shan Hu es el peor restaurante de todo Houston. Eso de que los chinos cocinan perros y gatos, o empanizan ratas y luego las venden como pollo es mentira. Pero la higiene del lugar era espantosa. Tenían varios años sin fumigar: la cocina estaba llena de cucarachas. Sin embargo yo comía ahí mismo. Quería juntar dinero para llevarme a Claudia a vivir allá, pero ya ves que aquí estoy. Así que casi no gastaba, el buffet costaba un dólar y comía una vez al día. A veces lograba escabullir un par de panes para llevarlos al departamento, aunque la vieja pareja de chinos que nos regenteaba lo tenía estrictamente prohibido. Ya te he contado lo mucho que los detesto… parece como si siempre volviera a lo mismo. Fucking chinks.

El departamento era otra cosa. Estaba a las afueras de la ciudad, era pequeño y de concreto, vivíamos 7 hombres amontonados, unos primos míos, y a la vez, unos primos de mis primos. Ya te imaginarás cómo olía el lugar. En Houston hace un calor de la chingada, mucho peor que aquí en Chihuahua, era horrible llegar a ese lugar, el encierro, el sol, el cemento hasta donde alcanza la vista.

Te pondré un ejemplo: el primer día, después de cruzar con visa de turista, no pude dormir. Sentía cosquillas por todo el cuerpo y en la mañana lo descubrí lleno de ronchas. Sentí mucha vergüenza con mis primos, en algún momento mi maleta debió llenarse de chinches. No dije nada, no quise causar alarma. Sacudí mi ropa, la saqué al sol, limpié mi lugar, barrí, compré un talco en una veterinaria. En la noche otra vez la sensación y nuevas ronchas por la mañana, aún más furiosas. Poco después mandaron traer un fumigador: mi secreto se había descubierto.

—Pinches chinches —dijo mi primo, mientras esperábamos en el estacionamiento del condominio—. ¿Qué tú no las sentiste? Yo te veía muy fresco.

—Discúlpame primo… no sé cómo pude traerlas de México —quería que me tragara la tierra.

—Cámara, homs —me dijo sonriendo, mientras ponía mi mano en su hombro—. Todo Houston está lleno de chinches, es una plaga, un hervidero. Hay que fumigar cada tres meses…

Así me di cuenta que Estados Unidos no era como lo pintaban. Nunca disfruté estar ahí, y nunca sentí que valiera la pena que me dejara el lomo con los pinches chinos, gritones y fastidiosos. Me hubiera regresado mucho antes, pero allá estaba Pamela. Y donde estuviera Pamela estaba mi hogar.

Me encantaba, de verdad que me encantaba. No hablaba ni una gota de español, y aún más que eso, su inglés era perfecto, como el de las películas de época, con los vestidos y los trajes y todo eso… pero no te engañes, ella era pocha, con el nopal en la frente. Llegó a trabajar al restaurante justo después de Navidad, cuando yo ya llevaba un par de meses. Cabello negro, piel morena, labios gruesos, ojos negros y grandotes, como almendritas, que se pintaba con mucho delineador. Atendía la caja de los chinos y era muy buena para las cuentas. Le encantaba Selena, que salía entonces a cada rato en la radio, e imitaba lo que la escuchaba cantar, un poco como hacemos nosotros con las canciones en inglés. Le gustaba esa de «No me queda más», le parecía, creo yo, muy noble, muy melancólica. Cantaba a la primera provocación.

No me queda más

Si tu regreso hoy sería

Una imposibilidad  

Un día me armé de valor para invitarla a salir, acabábamos de cobrar y por lo tanto me sentía chingón, impecable, poderoso. Por supuesto que empecé con el pie izquierdo:

—Esa canción que cantas no tiene sentido —le dije, no sé por qué, mientras íbamos saliendo del restaurante, después de que yo limpiara la cocina y ella hiciera el corte de caja.

Say what?

—Cuando dice: «y aunque siempre lo renuncies, para mí fue lo más bello», eso no tiene sentido… Selena no habla español, así como tú.

Pamela me volteó a ver con una cara que parecía de disgusto y se dirigió a la parada del autobús frente al restaurante, el cual llegó casi al momento. Aunque pensé que la había regado por completo, ella se volteó antes de subir. Parecía pensativa.

But it’s a really sad song. I suppose the final meaning is not in the lyrics, but the feeling. Don’t you think so? —me dijo y abordó el autobús. La vi agitar una mano en forma de despedida por la ventanilla. Ya no me gustaba, ahora estaba enamorado. Así soy de pendejo y fácil.

Comencé a pedir todos los turnos que ella tenía y así siempre estábamos al final de la tarde o de la mañana juntos, en esa estación de autobús. Vivía con su madre y no conocía a su padre. Alguien, un familiar cercano, le había dicho que el viejo era soldado, que había ido a Libia durante El Dorado Canyon cuando ella era muy pequeña y nunca regresó. Sin embargo su madre no hablaba de ello, tampoco recibían pensión por viudez, así que ella no creía nada de esas historias. «Todas las gringas que crecen con madre soltera se imaginan que tienen un padre soldado», me dijo. Ella no esperaba nada. Quería sacar a su madre de trabajar, la atormentaba verla consumirse y envejecer sin ninguna seguridad social, trabajando en un car wash. Con el tiempo y la conversación Pamela aprendió español poco a poco y yo mejoré mi inglés. No se engañaba con el trabajo de los chinos, ella lo que quería era estudiar enfermería en el Community College.

—Es trabajo bueno —me dijo chapurreando el español: de verdad hacía el intento y se veía aún más hermosa parando la trompa para pronunciar correctamente—. La medicina es tan cara y las enfermeras aún más. Solo estoy esperando la convocatoria para financial aid. —Esa clase de conceptos le costaba más trabajo traducir, aunque conociese el par de palabras que lo componían. Yo amaba su spanglish, de alguna manera inverso al de mis primos, quienes hablaban en inglés casi todo excepto esa clase de palabras, como si llenaran huecos diferentes cada uno.

Ahorré semanas de sueldo y quería hacer un movimiento maestro con ese dinero. Selena se presentaba el 26 de febrero, en el Astrodome. Tenía el corazón de Pamela muy cerca de mi mano, if you know what I mean.

—¿Ton’s qué, darling, te animas? —le dije mostrándole los boletos. Tenía yo una sonrisa grande en aquella parada de autobuses, debí verme, desde afuera, como un loco o un idiota.

—No sé qué decir, Jesús —me respondió, pronunciando con mucho cuidado la jota, que sonó más bien como una ge de gato. Pobres gringos.

—Pues say yes, no va a haber chicano en este país que no esté allí. La chica de los boletos me dijo que tuve suerte, están casi todos vendidos para las tres fechas —le dije presumiendo. La verdad es que no había boletos desde semanas atrás, pero otro primo mío, el Duncan MacLeod, era revendedor y me consiguió ese par aunque a un precio que no quiero ni contarte. Le decíamos el MacLeod por la serie de televisión que protagonizaba Adrian Paul, Highlander, «el Inmortal». A mi primo lo habían intentado matar a navajazos o balazos como 3 o 4 veces por pleitos de pandillas y siempre había sobrevivido. Él amaba el apodo.

Resulta que Pamela tenía un par de secretos. Así cae uno embobado por las personas, después de cruzar un par de palabras en una parada de transporte público sin saber qué tormenta llevan por dentro. Te dicen la mitad, soy de tal pueblo, vivo con tal, y uno cree que las conoce de toda la vida, o incluso antes, un momento antes del tiempo o de nacer, como personas predestinadas.

 Pamela me abrió su corazón ahí mismo, ¿qué más iba a hacer? Me contó que tenía un hijo desde los catorce años, y su padre era un gringo preso en Seagoville por drug dealing. ¿No te dije yo que era pocha? ¿Qué te extrañas?

—Y a ese güey, ¿todavía lo quieres?

Así le dije yo, y ahora solo de recordarlo siento una especie de humillación. Hay que ver cómo nos rebajamos por lo que sea, cómo terminamos diciendo las mismas pendejadas que se dicen las personas en las películas de amor y en las canciones melosas. Uno piensa que es diferente a los demás, pero esas películas y esas canciones existen por algo, ¿sabes? A mí no me importaba que Pamela tuviera un hijo, de seguro era hermoso como su madre, y yo ya estaba verijón para hacerme cargo de lo que fuera. Ni siquiera lo pensé.

Y aún guardaba una ilusión
Que alimentaba el corazón
Mi corazón que hoy tiene que verte
Como sólo amigo

—¿Pero entonces te bateó? —pregunté muy compungido. El relato del Cocoya me había transportado bastante lejos, cuando de pronto me di cuenta que él estaba aquí, frente a mí, y que no había ninguna Pamela a su lado. Había en su lugar una casa desvencijada con el piso de concreto agrietado, un olor permanente a borracho, cloro y salchichón rojo marca Chimex; había un videocasete de Sangre por sangre que comenzaba a borrarse en las mejores escenas, invadidas por rayas blancas y cuadros de colores, sin importar cuantas veces giramos la perilla del tracking, y una grabadora gigantesca que consumía demasiadas baterías.

—A raíz de su confesión le dije que a mí no me importaba, pero ella quería estar segura de lo que hacía, así que fue a visitar al bato ese hasta Seagoville, como doscientas millas al norte de Houston. Resulta que estando ahí el muy idiota intentó matar a su compañero de celda por quién sabe qué negocios y le extendieron la condena como 3 mil años. Pamela regresó destrozada y se dio cuenta de que no quería ir al concierto conmigo y no quería estar con nadie. Todos los homs dijeron que había sido el mejor concierto de sus vidas. Y pensar que yo me quedé en casa las tres noches, reflexionando, casto y puro, como los caballeros medievales en las películas. A Selena la mataron como un mes después y la cosa con Pamela en el restaurante se puso cada vez peor y más extraña: ya no cantaba ni las canciones tristes que le gustaban y yo comencé a pedir turnos diferentes para evitarla. Eso fue lo más triste: no nos alcanzaba para ser amigos…

Me quedé callado sin saber bien qué decir. Lo admiraba y hasta su fracaso me parecía, en ese momento, digno de los héroes. Pero otra parte de mí lo compadecía y eso arruinaba la efigie que tenía de él en mi cabeza. Había visto en su interior al asomarme a ese cuaderno y había encontrado a un joven frágil, consciente y temeroso del ridículo y del abandono. Él tampoco dijo nada por un momento y luego emitió un suspiro resignado. Tomó el cuaderno mientras se levantaba de la mesa y lo cerró, haciéndolo un cucurucho y metiéndoselo entre los pantalones.

—No pasa nada, ahora estoy con mi familia. Seamos honestos, siento que no le queda mucho tiempo al Chuyín y alguien tiene que encargarse de esas cosas —y luego agregó, casi gritando, con esa voz y acento característico de cuando imitaba a un personaje:

 —Life’s a risk carnal!

Ficha del autor
Ha publicado poesía, ensayo y cuento para jóvenes. 1984. Es Becario del FONCA 2013-2014 en la categoría de poesía. Es coautor, junto con Daniel Espartaco, de La muerte del pelícano.

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