Hernán Arturo Ruiz (Culiacán, Sinaloa, 1993) Estudió Derecho en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Fue becario del PECDA Sinaloa 2016-2017. Ha publicado el libro de cuentos Las horas que perdimos (Nitro Press/ISIC, 2020). En 2015 recibió la primera Mención Honorífica en el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo. Sus cuentos han aparecido en las revistas Timonel, Aldea 21, y en las antologías Once navajas, narradores menores de treinta años (FETA, 2015), Laboratorio para Narradores (Palabras del Humaya, 2017), Álbum Negro, narrativa sinaloense de ficción (ISIC, 2018), Lados B, narrativa de alto riesgo (Nitro/Press, 2018), Sin mayoría de edad (UNAM, 2019), El espejo de Beatriz. Volumen 2. (Ficticia, 2020) y Síndrome de Astier (Abismos Editorial, 2021). Actualmente es coordinador del taller Laboratorio para Narradores y estudia la Maestría en Historia en la Universidad Autónoma de Sinaloa.
- ¿Cómo es tu proceso creativo?
Antes de sentarme a escribir trato de primero encontrarle sentido en mi cabeza a la historia que quiero contar. Leo sobre el tema, busco autores que lo hayan abordado para ver cómo lo hicieron y qué cosa diferente puedo hacer yo. No puedo definir cuánto me lleva eso, a veces es una semana, a veces un mes o incluso más. De pronto algo hace clic, ya tengo la primera frase o la sensación que quiero que el texto genere al finalizar su lectura y entonces sí, puedo sentarme a escribir. Después corrijo, corrijo y corrijo hasta que el texto encuentra un espacio de publicación o llega otra historia y me absorbe de la misma manera que la anterior. - ¿Cuáles son tus principales preocupaciones en la escritura?
Que la historia no sea clara o que los personajes no tengan solidez y no sean verosímiles. Me fijo mucho en la construcción de mis personajes, en su forma de hablar, de pensar y en sus motivaciones. - ¿Qué autores han servido como influencia o modelos para tu obra?
Inés Arredondo, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márzques, Elena Garro, William Faulkner, Juan Marsé, Rosario Castellanos, Jorge Ibargüengoitia, Ernest Hemingway, Raymond Carver y Alejo Carpentier. - ¿Cuál es tu más reciente libro y sobre qué ejes temáticos y estéticos gira?
Mi libro se llama “Las horas que perdimos”, editado por Nitro Press y el ISIC, consta de ocho cuentos que giran en torno a la soledad, la muerte y la búsqueda de una vida mejor en un mundo en donde el tiempo siempre juega en nuestra contra. Muchos de los personajes viven con el deseo constante de recuperar esos momentos del pasado en los que fueron felices o pudieron hacer algo para que el presente fuera un lugar mucho más agradable. - ¿Puedes compartirnos algunos de tus proyectos de escritura en los cuales estés trabajando?
Trabajo en un proyecto de novela que explora la obsesión y la culpa en un mundo violento y machista. - ¿Qué temáticas, procedimientos de escritura o autores recientes son de tu interés?
La soledad, la desgracia y la marginación son temas recurrentes en lo que escribo. En ese sentido, J. M. Coetzee es un autor que últimamente he disfrutado mucho, algunos cuentos de Flanerry O’connor también y las novelas y cuentos de Carson McCullers. - ¿Qué opinión te merece la literatura que actualmente se escribe en Sinaloa?
Me parece que hay una gran producción en todas las generaciones. Autoras y autores están escribiendo y publicando historias comprometidas con su tiempo, con su realidad y, sobre todo, con su propia calidad literaria.
“Las horas que perdimos”
(fragmento)
Hubo un tiempo en el que mamá y yo visitábamos al abuelo en el panteón. Ella con un ramo de flores y una bolsa con veladoras, mientras que yo arrastraba una escoba y un balde lleno de agua.
—Tú barre las hojas y quémalas en aquella esquina —mamá repartía el ramo de crisantemos entre los dos floreros de granito y tallaba con un trapo todo el azulejo hasta dejarlo reluciente. Al terminar encendía las veladoras y un cigarro con la mirada fija en el lugar donde yacía su padre. Yo no lo conocí, y mamá muy poco, pues él murió cuando era una niña de cinco años—. Siempre que llegaba del trabajo me pedía que le quitara las botas y los calcetines, trato de acordarme de su rostro, pero lo veo borroso, distorsionado. Lo único que tengo presente es su voz.
Era lo mismo todo el tiempo. La historia de cómo una tarde le avisaron a mi abuela que una camioneta lo atropelló en el camino a La Cofradía de San José, y las horas que mamá tuvo que esperar con una tía que no dejaba de asomarse a la ventana y repetirle: Pobrecita, mi niña, tan chiquita, tan tierna. Y ella sin entender por qué le decía esas cosas, por qué no regresaban sus papás para llevársela a la casa. Hasta que al otro día, luego de esperarlos en la sala y quedarse dormida con los ojos hinchados por las lágrimas, le dijeron que tenía que ser fuerte ahora que su papá se había ido al cielo. Al contarme eso le daba una profunda calada al cigarro y se reía mirándose las manos.
—¿Tú crees que yo iba ,a ser fuerte a los cinco años? Ni siquiera sabía de qué chingados hablaba tu tío José. Porque fue él el que me dijo, no tu abuela, ella ni siquiera se acordaba de mí en esos momentos.
Nunca tuve una respuesta para eso. Lo único que se me ocurría era verla en silencio y mover la cabeza de arriba a abajo. Después ella seguía. Siempre seguía:
—No me acuerdo de su cara, por más que lo intento. Sé cómo era por las fotos, pero no es lo mismo. En el velorio ni siquiera me permitieron asomarme al ataúd. Yo necesitaba saber que era cierto, que mi padre estaba acostado en ese lugar aunque no entendiera bien por qué.
Sus ojos se clavaban en la tumba. Su mirada tenía una carga de odio que nunca supe a quién iba dirigida. Sí a mi abuelo por morirse tan temprano, a ella por no recordarlo claramente o a su propia madre que un día le juró: Por la virgen santa, hijita, que no voy a olvidar a tu papá, que lo llevaré clavado siempre en mi memoria, y sin embargo, una tarde apareció del brazo de otro hombre, lista para rehacer su vida. Después de eso la dejó en casa de tía Olivia para que terminara de criarla. Al llegar a ese punto encendía las veladoras con lo último que le quedaba del cigarro y luego de aplastar la colilla en la tierra húmeda encendía otro. Casi siempre estábamos solos pues era la parte más vieja del panteón. A varias tumbas la tierra se las había tragado. Si acaso tenían visibles un trocito de concreto o una cruz llena de óxido. Mamá terminaba la historia justo en el momento en que se vino a la ciudad a continuar sus estudios universitarios, después me pedía que recogiera todo para irnos.
—Ya nos vamos, papito lindo, nos vemos pronto, ¿sí? —su voz era delgada cuando se despedía, como si volviera a tener cinco años.
Muchas veces, antes de iniciar la marcha hacia la salida, enterraba los dedos en la tierra y decía: ¿Papá, papito? ¿Puedes ver mi mano? Soy yo, tu hija. Luego de unos minutos se levantaba y:
—Ahora sí, Manuel, vámonos que ya es bien tarde.