Área 51
Now, I am become Death, the destroyer of worlds.
J. Robert Oppenheimer
La cartelera anuncia a Paul Newman y Grace Kelly. La sala está repleta a pesar de las dudas que suscita entre el auditorio que los productores hayan decidido emplear a una pareja joven. Debido a la sobreventa de asientos, varios padres cargan a sus hijos; otros se sientan en el suelo, muy cerca de la pantalla, o en el pasillo de las escaleras. La mayoría, provistos con palomitas y refrescos, esperan ansiosos que la función inicie.
La pareja despierta con segundos de diferencia tras escuchar la melodía de un organillo que se filtra en su sueño. Con la tenue luz del amanecer, notan que no están en su habitación y el único motivo de alivio es reconocer el rostro del otro.
El hombre y la mujer, quienes bien podrían pasar por dobles de Paul Newman y Grace Kelly (de ahí que los productores les asignaran sus homónimos), no muestran signos de violencia; están deshidratados y reconocen la proximidad de la cefalea. Están acostados sobre un edredón y aún visten la ropa del día anterior. Tratan de ponerse de pie cuanto antes, pero el cansancio y la resaca actúan como un sedante capaz de detener su voluntad. La melodía ha cesado.
El público aplaude, las similitudes son asombrosas. Ambos son tan atractivos que los deleitan al instante. Los espectadores, atentos, miran la inmensa pantalla para no perder detalle.
Hacen todo lo posible por recordar: ninguno de los dos sabe la hora exacta en la que salieron de la fiesta, mucho menos quién condujo y cómo llegaron hasta ahí. Paul se sienta sobre la cama y conjetura para tratar de comprender la situación; dice que, seguramente, cuando volvían, alguien los detuvo en la carretera para robar su codiciado auto, un Karmann Ghia del año. Lo que no entiende es por qué no despertaron tirados en una cuneta, desaliñados y maltrechos. Grace menciona que tal vez quien conducía ignoró por completo una curva muy cerrada; cayeron en un precipicio, murieron al instante y este lugar es el limbo (tiene las razones suficientes para saber que no merecen la gloria, aunque tampoco están condenados). Se miran y no descartan una tercera opción: que algún conocido, testigo de su estado de ebriedad, decidió buscar una casa cercana para dejarlos reposar unas horas. Se lamentan más por el extravío del vehículo que por su propia suerte, y una angustia creciente los apremia a salir de la habitación.
Ella es la primera en ponerse de pie, alisa su entallado vestido negro y nota que conserva sus joyas; su bolso no está por ningún sitio. Él la secunda, arregla un poco su saco, reacomoda la corbata y encuentra su sombrero en la mesa de noche. No aparecen su cartera ni las llaves del auto. Comentan sus pérdidas y casi aseguran que la primera opción es la correcta: el móvil era el descapotable.
En la habitación no hay particularidades que les remita a un lugar familiar. Las paredes blancas y los escasos muebles no exhiben fotografías ni ornamentos. Buscan en el cuarto de baño, no tardan en encontrarlo ni en darse cuenta de que no hay un espejo para rectificar su ruinoso aspecto, tampoco agua corriente en el lavamanos, en la ducha ni en el retrete. Sin poder componer su pinta, deciden salir.
En el pasillo, dan voces para saber si hay alguien. No obtienen respuesta. Se miran y bajan por las escaleras. Llegan a la sala, encuentran objetos de cristal en un par de muebles y el retrato de una autoridad que no conocen; nada que delate algo íntimo sobre los ocupantes de la casa. En una mesa pequeña hay un teléfono, y Grace se dirige hacia él. En cuanto levanta el auricular, se da cuenta de que es demasiado ligero: simple utilería. Vuelven a escuchar el organillo. Cuando la melodía cesa, el silencio lo consume todo de nuevo. Se miran, contrariados, y prosiguen con la exploración. Paul, desconcertado, se pasa una mano por el cabello y frunce el ceño. Grace empieza a morderse las uñas.
Siguen indagando y llegan a la cocina. En una mesa cuadrada hay fruta, una jarra y dos vasos vacíos. Paul abre la llave del grifo. Nada. Se toca las sienes y decide sentarse, frustrado. Grace intenta abrir las gavetas; las que logra forzar están vacías, otras son falsas como las frutas de cera al centro de la mesa. Mira la alacena y descubre latas de conservas junto con un par de cajas de sopa deshidratada de cebolla y varios frascos de leche en polvo, nada de líquidos.
Los espectadores beben sus refrescos y malteadas. La pareja les contagia la sensación de deshidratación. Un vendedor de hot-dogs y otro de helados se pasean con dificultad entre las hileras de asientos.
Grace carraspera y le dice a Paul que necesita beber algo de inmediato. Él, pensativo, se pone de pie y le pide que salgan de la casa. Afuera se ofrece ante su vista un sitio que tampoco reconocen y que los hace dudar incluso de estar en la ciudad; ambos niegan haber estado allí antes. La quietud y el silencio desoladores los envuelven, un calor seco se extiende por el aire y los sofoca con discreción. Grace se lleva una mano al pecho.
No ven ninguna figura humana alrededor. Paul justifica esta ausencia al recordar que es domingo y, por la posición del sol, aún no es mediodía. Comienzan a avanzar por la acera e intentan hacer memoria, rescatar algo de lo ignorado, cualquier detalle, por insignificante que sea.
A pesar de que caminan durante varios minutos, el paisaje no se altera, es la repetición de la misma calle con las típicas casas norteamericanas estilo victoriano: perfectas y simétricas, mismo número de ventanas, techos a dos aguas, estructura de madera recién pintada y cuidados jardines amplios. En uno de estos es donde descubren a dos niños de pie que, estáticos, parecen jugar con una pelota inexistente. Al acercarse lo suficiente, se percatan de que ellos no mueven un músculo ni reaccionan a sus llamados.
No tardan en descubrir que los niños son maniquíes vestidos a la perfección, muñecos con delicados rasgos, cabello real y mirada de vidrio. Grace abre tanto los ojos que la intensa luz hiere sus pupilas claras y se humedecen. Su desconcierto es tal que ni siquiera atina a especular en lo que están inmersos. Recuerda la segunda opción: se han convertido en fantasmas ignorados, dos sombras huérfanas de cuerpo. Derrotada, se inclina y se descalza.
Paul hace un gran esfuerzo por no gritar, por no descargar su ira en una de las figuras. Toca el césped y reconoce la flexibilidad del engaño; después se decide por un crisantemo, consciente de que esa flor, la favorita de Grace, es de invierno. No se equivoca: el plástico de su tallo tarda en ceder a la fuerza del ataque. Su pulso se acelera haciendo que la vena en su sien derecha palpite visiblemente. Cuando escucha los pasos ahogados de ella acercándose, con el gesto descompuesto de quien conoce su sentencia, le extiende la flor sin pronunciar palabra.
Grace hace una mueca de disgusto al tocarla y la arroja.
Algunos espectadores aplauden. Ríen, apuestan entre ellos sobre quién de los dos perderá la cordura primero y no paran de consumir alimentos. La mayoría, con un sobrepeso visible, parece digerir mejor las angustias ajenas con grasas, carbohidratos y líquidos azucarados.
Abrumados, se alejan de la escena y continúan en la misma dirección. En una de las calles deciden girar. Encuentran un auto estacionado con una persona dentro. Se toman de la mano y tratan de componerse un poco; no disimulan una mínima alegría que se esfuma al llegar a la ventanilla abierta, pues la figura es otro modelo de aparador con un traje que hace juego con su sombrero. El Mercury es viejo y la pintura opaca, y caen en cuenta de que no han encontrado superficies reflejantes; ese territorio parece condenado a no repetirse. No cabe más falsedad en el mismo espacio.
Grace externa su desconcierto, niega con la cabeza en repetidas ocasiones y le pide a Paul que la saque de ahí. El hombre, con manos temblorosas y sudor en la frente, le ruega que reanuden la marcha. Sus piernas avanzan mecánicamente aumentando la velocidad hasta que se encuentran en una carrera desenfrenada por encontrar a otro ser humano, uno que los rescate del horror o les indique cómo escapar; una voz cualquiera que les haga saber que esto es sólo una broma y les muestre dónde se ocultan sus amigos.
La concurrencia se emociona y elige que se active la música. El suspenso los hace comprar abundantes carbohidratos y azúcares con creciente compulsión.
Ambos escuchan por tercera vez el organillo, que ahora se prolonga, y se detienen. Grace mira a Paul y le afirma que debe haber alguien que active el mecanismo. Tratan de localizar el lugar de donde surge el sonido, esa melodía que los despertó ante la pesadilla, mas este juego de adivinación no es equitativo: descubren en la punta de cada farol dos pequeñas bocinas encargadas de extender la tonalidad a cada rincón, acompañadas de cámaras.
La música tiene una presencia total y enloquecedora; Paul, en un intento por acallarla, se cubre las orejas y emite sonoras amenazas al aire. Grace, alterada aún más por la reacción de su esposo, se cubre la cara y se encoge sobre la banqueta, temblorosa; no llora, no permite que una sola lágrima desperdicie el escaso líquido que apenas conserva su cuerpo. No sabe qué tipo de reto es éste, pero no piensa perder.
La mujer decide no levantarse ni dar otro paso hasta que quien los ha llevado allí aparezca. Paul, tras fuertes inhalaciones, continúa andando y a dos cuadras encuentra edificios que se distinguen del resto de las construcciones. El único al que puede ingresar es una especie de templo carente de ornamentos religiosos. El organillo está justo en el centro, y a pesar de que el mutismo ha vuelto a reinar, la ira y frustración de Paul se vuelven incontrolables y comienza a golpearlo con un objeto metálico que encuentra cerca. Descarga en éste la furia acumulada, logrando que el artilugio se active de nuevo y adquiera una velocidad frenética que distorsiona sus tonos y crea una atmósfera desquiciante de repeticiones y sonidos agudos. Grace lo observa temblorosa desde la puerta y lo deja hacer, le permite empeorar la situación para pretender controlar, al menos, su ruina.
Los espectadores que votaron por Paul están confiados en que ganarán. Despreocupados, invitan rondas de helado y chocolates a los niños, quienes suelen asistir sólo por los dulces, sin preocuparse por lo que ocurre en la pantalla.
Paul se acerca a Grace. Las lágrimas de ambos son muestras involuntarias del fracaso. En silencio, retoman su trayectoria original y, con pasos lentos, continúan caminando. Ella suspira cada que una calle termina, arrepentida de haber escuchado las súplicas de Paul para ir a la fiesta de la noche anterior. Estaba intranquila desde que supo que la casa de campo de los Jackson estaba kilómetros al noroeste yendo por la carretera. No debía estar cansada, cubierta de sudor y suciedad en un pueblo plástico, sino en su hogar, disfrutando del brunch después de su baño en tina. Paul, por su lado, maldijo la hora en que no aceptó compartir auto con los Highsmith a pesar de saber que no se medirían con el alcohol. Ahora, su preciado Karmann está desaparecido y ellos vagan en una maqueta a escala real de quién sabe qué periferia. Empieza a temer por sus vidas, que Grace se desmaye por inanición y él pierda el juicio.
Varios minutos después, un enorme letrero de hierro con letras doradas y la palabra Celebration, sostenido por dos columnas de ladrillo rojo, señala la frontera entre el solitario desierto en derredor y el embuste del que intentan huir. Notan que la última manzana carece de edificaciones, sólo es un parque simulado con árboles ficticios y un par de bancas.
Identifican a un hombre mayor sentado en una de ellas y Grace corre hacia él. Esta vez es Paul quien cobra conciencia sobre la inutilidad de la precipitación, mas ella lo intuye como una salvación real. Lo llama, le pide ayuda con desesperación, pero el anciano no voltea, parece no escuchar. El perro echado a su lado tampoco muestra ningún signo de prestar atención.
Al acercarse lo suficiente, Grace nota un zumbido familiar: el vuelo de varias moscas al unísono. A punto de tocarle el hombro, su brazo se detiene a escasos centímetros del cuerpo, a la distancia suficiente para que uno de esos pesados insectos se pose sobre su palma. Lo aparta de inmediato sintiendo una profunda repulsión. Con la cabeza ardiendo y palpitando, presintiendo el horror de lo que tiene delante, prefiere no corroborarlo y empieza a alejarse. Ni siquiera piensa relatarle lo sucedido a Paul; no nombrará al horror, no lo volverá real, no le dará el placer de atravesar el enjambre de podredumbre para llegar hasta ellos. Regresa con la mirada baja para ocultar la humedad a punto de convertirse en llanto.
Las dos horas de la programación estaban por concluir. La pantalla muestra la opción de reanudar la función dentro de un descanso o dar paso al anochecer en el set. La mayoría, ansiosos del desenlace, sopesa la opción de la oscuridad. La votación es terminante: los dedos rechonchos oprimen el botón rojo para finalizar la transmisión. Las reglas son irrebatibles.
La luz comienza a extinguirse. Extenuados, no logran pensar en otra cosa que volver a dormir, con la posibilidad de despertar en otro lugar, quizá el indicado.
Deciden entrar en una de las casas lujosas, las que rodean la parte central del pueblo condenado. Ignoran por completo las figuras dispuestas en el comedor, ante una cena eterna. Suben a la recámara. Grace no pronuncia palabra, comprende lo vano de cualquier expresión y esfuerzo, de cualquier empeño por tratar de comprender lo que ocurre. Paul, resignado, dice que será mejor descansar un rato para recobrar fuerzas y salir más tarde a buscar la carretera.
Encuentran una cama y se recuestan fatigados, sudorosos. Paul, de espaldas a la única ventana, se dedica a mirar a Grace con ternura mientras toca su rostro con las puntas de los dedos. Lamenta no poder ayudarla, ignora cómo protegerla de una amenaza invisible que, sin embargo, es casi palpable.
Ella sólo quiere dormir y despertar en su hogar, olvidar la aridez en su cuerpo y el hambre. Cierra los ojos cuando los dedos de Paul se posan sobre sus cejas. Él también se abandona a la inconsciencia.
La última imagen en la pantalla es la de sus rostros asombrados cuando una blanquecina y enceguecedora luz, tan veloz como el fuego, invade por completo la habitación desde la ventana.
Treinta y dos segundos después de la claridad, los espectadores escuchan el sonido de la ansiada explosión. Pocos aplauden. Para el auditorio, acostumbrado a brotes psicóticos tempranos, comportamiento errático y prematuras manifestaciones de desequilibrio mental, el corto espectáculo de la pareja en el sitio de pruebas nucleares fue mediocre, como lo habían sospechado. Sin embargo, opinaron que valió la pena pagar los boletos sólo para poder observar el encanto de ambos. El dinero de las apuestas es devuelto. Abandonan con lentitud la sala. Algunos dejan cubos y platos de cartón con sobras de comida en sus asientos o en el suelo, otros los arrojan con desdén al único bote de basura, sin que les importe acertar o no, y algunos se retiran todavía masticando.
Lola Ancira (Querétaro, 1987) ha publicado ensayos, cuentos y reseñas literarias en diversos medios electrónicos e impresos. Es autora de los libros de cuento Tusitala de óbitos, El vals de los monstruos y Tristes sombras. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fonca. Su obra ha sido antologada, entre otros libros, en El ensayo 2 (UNAM, 2021) y Mexicanas. Trece narrativas contemporáneas (Fondo Blanco, 2021). Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2019 como uno de los ocho talentos mexicanos para su programa literario ¡Al ruedo! Su obra Despojos fue ganadora del Certamen Nacional de Literatura Laura Méndez de Cuenca 2021 en el género de cuento. Actualmente imparte talleres de cuento y cursos de literatura fantástica.
Arte de María Vez.