De cuando la pintura y la poesía salen juntas a jugar: entrevista al pintor mazatleco Antonio López Sáenz
Cuando viví en Mazatlán conocí la obra de Antonio López Sáenz. Al principio tuve mucha curiosidad por lo siguiente: “por qué sus hombres, mujeres y objetos tienen esas curvas”. En alguna ocasión una amiga nos invitó a comer ceviche y a tomar Pacífico en la playa. Cuando llegó el atardecer vi a una mujer levantando sus cosas de la arena. El viento le ladeó la falda y le levantó los cabellos. Y, sopas: vi. Toda ella se convirtió en curva, un solo trazo de viento teñido de oro.
El pintor Antonio López Sáenz vive en la calle Libertad del puerto de Mazatlán. Significativo: el nombre de la calle donde también nació este hombre habitado por un espíritu alargado, tan alargado como el de los hombres, las mujeres y los niños de sus pinturas; y uno que otro perro misterioso que siempre mira, que espía en el tiempo. No es casualidad que en sus cuadros las crónicas de los atardeceres violáceos-dorados de Mazatlán hayan quedado plasmadas de manera tan poética: en cada rincón del puerto, en cada ola quieta.
Un día, caminando por la calle Libertad me pregunté dónde vivirá López Sáenz. Ese creador de paisajes que apelan a la universalidad de los rostros sin ojos, sin nariz, sin boca. Cada cuadro es un velo de belleza mazatleca, pero sin nombres propios, una nota musical curveando la rutina del mar. Husmeando en una ventana cualquiera, me topo con los ojos de alguien que me mira desde el interior de su casa. Con pena me aparto de la ventana. El señor sale de su casa y muy amablemente me pregunta: “¿Le puedo ayudar en algo?”. “¿Usted sabe dónde vive el pintor Antonio López Sáenz?”, respondo. El señor Guillermo me mira con emoción y orgullo. “Somos amigos de toda la vida”, dice y me lleva a tocar a su puerta para conocerlo. La casa de López Sáenz está justo en frente. El pintor acepta nuestra inesperada visita, abre las puertas y me invita a mirar el dibujo en que ahora trabaja: un festín de amor y poesía donde cada pincelada ríe y sueña, es un hálito de felicidad para el espectador: el placer de sólo estar. Y otra vez un perro espía, jugueteando: ¡cuánta picardía!
“Pregúntame lo que quieras”, me dice con toda generosidad. Quería conocerlo, pero me tomó por sorpresa. ¿Qué podría preguntar si mis conocimientos de pintura son los de una simple espectadora? Tenía más curiosidad sobre él. ¿Cómo aprendió a ver? Parece fácil, pero quizá es el arte mayor de los creadores. Le pregunto de él, qué le gusta, qué no le gusta, sin embargo es él quien toma la batuta. “Hablemos de poesía”, dice.
Fue en 1953 cuando Antonio López Sáenz conoció la poesía de Gilberto Owen. López Sáenz acababa de llegar a vivir a la Ciudad de México para estudiar en la Academia de San Carlos. Y un día al recorrer la ciudad, en un puesto de libros encontró la primera edición de las obras completas de Gilberto Owen. En ese entonces, Owen era un poeta poco conocido que ya había muerto. La mayor satisfacción para López Sáenz, además de los textos mismos, fue saber que Owen había nacido en Rosario, Sinaloa: sintió una especie de empatía de paisano a paisano, sólo esa que se da entre dos flores amarillas que surgieron del desierto y un día, por azares del destino, se encuentran. Sin conocerse en persona, sólo se leen o se miran a través de un canal más amplio que la existencia.
“Nadie nunca me había hablado de él. Ahí leí por primera vez poesía”, comenta López Sáenz al recordar este episodio, cubre su rostro con ambas manos, manifestando una gran emoción. “Yo conocí personalmente a muchos poetas”, y con la mirada puesta en el pasado menciona los nombres de Rosario Castellanos, Dolores Castro y Jaime Sabines. Después de leer la poesía de Gilberto Owen, ¿a quién leyó? Y habla de poetas franceses: Paul Verlaine y Blaise Cendrars, entre otros. Pero antes hace un esfuerzo por recitar unos versos de Owen.
López Sáenz abre frascos de melancolía al recordar las palabras de Owen. “Pero, ¿para qué sirve eso de la poesía, maestro?” Era la pregunta siguiente, quizá. No la más atinada: él es pintor. Pues por eso. “Es una pregunta que muchos se han planteado y es absurdo responderla porque es la vida misma, es el amor”. ¿Existe el amor todavía? Ese amor de Walt Whitman que se brinda de ser a ser, aun violentados por su contexto, la injusticia y la corrupción en todos los niveles, en medio de una sociedad que cae y cae: “Sin amor nada puede existir, sin poesía nada puede existir. La gente se está matando. Si no hay agua, no hay camarones. ¡Si sólo somos una bolita de agua! ¿A dónde va todo esto?”
Hay algo que le duele. Hay algo que también le hace feliz: el hecho de despertar todos los días en su tierra natal, cerca de gente que lo estima y que creció junto a él. Mira entonces a su amigo Guillermo y le pregunta: “¿Recuerdas, Memo, cuando…?”. Y así López Sáenz y su amigo Guillermo toman la barca de la pesca para retornar a las playas en que ellos jugaron; hablan de la capirotada y de su verdadera receta “conocida por pocos”, aseguran. Yo sólo escucho. Ambos se preguntan por qué sucede esta violencia, esta despersonalización de la plática de dos personas que ya no se miran, los celulares, todo eso. López Sáenz, resuelve que como en la pintura, en la poesía, en el proceso de creación en general y como en la vida misma las cosas simplemente cambian y uno no se da cuenta. Sólo cambian, pero se reflejan en algo más allá de materia.
“Las cosas simplemente han cambiado”, cierra y continúa la charla recordando a su amigo Memo que él tiene un álbum de fotos donde aparecen “la Tere y la Rosa: de cuando éramos morros” y ambos ríen con nostalgia. “Nuestras hermanas se querían mucho”, agrega el señor Guillermo. “No quiero interrumpir más”, le digo a López Sáenz, “para que pueda seguir trabajando en su dibujo”. Agradezco mucho a López Sáenz y al señor Guillermo el tiempo destinado para una breve pero inolvidable plática. Antes de que el señor Guillermo y yo saliéramos de la casa del pintor, le hago una última pregunta: “Maestro, ¿cuál es su color favorito?”. “El tuyo”, responde con un guiño pícaro y alargado: libre como él.
Antonio López Saenz. Pintor y escultor mazatleco.
Yendi Ramos. Poeta, docente y coordinadora mexicana.
Arte de María Vez.