13 Habitaciones Propias: Mónica Maristain

Las estolas de la soledad me enredan como una serpiente asesina

Mónica Maristain

Vivo muy cerca de Samuel 27, donde vivió Roberto Bolaño (1950-2003) y a veces pasaba muy cerca de allí. Una casa modesta en planta alta, pintada de rojo, es decir, casi sin pintar y nadie que se anuncie desde la ventana.

Una vez fui a preguntar a la tienda de abarrotes que está abajo y no sé si es la Colonia Vallejo o la Industrial o la Tepeyac. Lo veía a él, a Roberto, lejos del centro, de donde todo se cocina y la gente me dice que en esa época La Condesa no era lo que es ahora. Que no todo era fresa en La Condesa. Pero era de todas maneras el centro. Vivían los Taibo, vivían los Pérez Gay y obvio que el barrio no era una pista de carreras para caballos como fue en los 20’s.

No sé quién es ese Roberto Bolaño que recuerdo y evoco en una tarde de domingo, así, sin pensarlo mucho, creo que no es ese del que todos hablan. Una vez, el padre, León, dijo que le pedía al hombre que vendía tacos que le fiara para cuando él llegara. Era como su barrio, ese donde el vendedor de tacos le habilitaba la comida. ¿Habrá contraído el cáncer hepático en esa época?

“Era pobre, vivía en la intemperie y me consideraba un tipo con suerte porque, a fin de cuentas, no había enfermado de nada grave. Abusé del sexo pero nunca contraje una enfermedad venérea. Abusé de la lectura pero nunca quise ser un autor de éxito. Incluso la pérdida de dientes para mí era una especie de homenaje a Gary Snyder, cuya vida de vagabundo zen lo había hecho descuidar su dentadura. Pero todo llega. Los hijos llegan. Los libros llegan. La enfermedad llega. El fin del viaje llega”, escribió en el ensayo “Literatura y enfermedad”.

“Líbreme de San Bofe, santo patrón de los hígados tocados, que algún día me ponga a gorjear como Camilo, mi freak favorito”, solía decirme cuando yo le ponía el ejemplo de Camilo Sesto, de Raphael, como hombres trasplantados del hígado que vivían la mar de bien.

“No debo escribir mensajes cuando estoy borracha a las ocho de la mañana, ahogando las tristezas de las enfermedades. Mil disculpas por el tono excesivo de mi pedido de escritura”. Un mensaje escrito por mí el 1 de agosto de 2003. Él ya había muerto el 15 de julio.

Es domingo a la tarde. Veo televisión como quien “bebe para olvidar”. Las palabras de Adrián Abonizio, hoy un artista distinguido de la ciudad de Rosario. Por entonces, un hombre que todavía tenía pelos y gritaba a los vientos por sus desgracias.

Un programa de domingo a la tarde como cualquier domingo a la tarde consiste en tirarse a la cama frente al televisor, con la computadora sobre la falda, mirar de reojo esa suprarrealidad catódica donde criaturas perfumadas brillaban y reían a más no poder, mientras que en la otra dimensión buscaba temas para escribir sus notas.

Los que trabajaban en televisión olían.

Olían a perfume de esos que se impregnan en los cuellos de la ropa y que tardan en irse, con una porfía similar a esas mujeres que se quedan después de una cita casual en las camas de sus conquistas y revelan misterios que nunca deberían ser expuestos.

La descomposición.

La de un perfume que recién rociado convoca la frescura de un aroma nuevo, brillante, hasta convertirse de a poco en un vaho pegado a las junturas de una prenda y se mezcla con los fluidos corporales para volverse un olor palpable, un despojo, una rémora.

El pase de estado. De líquido a gaseoso. De gaseoso a costra, a ungüento: airear es lo que urge, expandir, abrir, sacar de la atmósfera esa memoria olfativa para poder vivir el minuto que sigue libre de las sombras de aquello que fue y ya no es.

“Él tenía un trastorno inmunológico que afecta a las vías biliares y va dañando el hígado. Es una enfermedad de lenta evolución. Al principio estaba más angustiado que otra cosa y durante mucho tiempo estuvo bien. Pero sufría la angustia de estar enfermo, era muy sensible y cualquier exploración o examen era un sufrimiento para él”, dice el médico Víctor Vargas, en una nota publicada por La Tercera, diario de Chile, con la firma de Andrés Gómez Bravo.

“Siempre es agradable recibir una carta tuya, en cualquier fecha, a cualquier hora. Por supuesto, intentaré o hintentaré enviarte un cuento. Tú no dejes de escribirme. Espero, como se suele decir, que pases un feliz año nuevo en compañía de la gente que quieres o envuelta en las estolas de la soledad, que como imagen poética tal vez esté un poco pasada o remita a cierta poesía decadente, escenografías art-decó con fondo de llamas, pero que tampoco está tan mal. Un beso. Roberto”.

El mensaje del 31 de diciembre de 2002 tenía gusto a futuro. La vida se expandía con una fuerza inasible. Nadie pensaba que unos años más tarde esas estolas de las soledad sabrían a sufrimiento por todos los que no están, incluido él.

Dice Rafael Pérez Gay que en la locura no hay dolor. Vivir el Alzheimer es evitar en todo momento aquello que nos da puñaladas en la espalda cuando estamos solos. Dice Alejandro Dolina que todas las heridas de amor (y de muerte) son como puñaladas que no se van nunca. Que uno tiene que aprender a sentarse para que no le duelan tanto. Solo eso.

“Ay, Maristain. Aún respiro. Y ya soy el segundo de la cola”.

“Ay, Maristain. Tal como está tu relación con la palabra póstumo, lo mejor será que no esperes la salida de mi novela, porque igual es ídem. Las barricadas caen una detrás de otra y mi bandera ya más parece un pañuelo. Besos. Bolaño”.

Dormir. Una quimera a los 50. Una utopía. Una imposibilidad. Cuatro horas promedio al día y luego andar como zombi. Pero a estas alturas, se decía, qué importa dormir. Qué importa dejar de comer, dejar de fumar, de beber. No era no poder dormir lo que le molestaba cuando le molesta algo.

Era ese tic que le impedía entregarse al vacío sin paracaídas, esa absurda manera de estar siempre tensa, de no poder relajarse del todo, lo que la convertía en una especie de discapacitada y la hacía infeliz.

No era su culpa, por supuesto. Lo cual a los 50 también deja de importar. En esa edad que le dicen la Edad Media todos los crímenes de la Santa Inquisición comienzan a ser tuyos, se dijo en broma y en serio. Uno busca culpables cuando le queda mucho tiempo por vivir. Cuando la muerte está cerca, todos los actos son de contrición.

No hay que olvidar lo que no hay que olvidar, de todos modos.

Te gusta la palabra marcante. No es una palabra española y su traducción, marcadora, marcador, no posee esa fuerza del vocablo en portugués.

Marcante.

En esa época murió mi madre. Nunca sé exactamente el día. Le pregunto a mi hermana, Laura, me dice que fue el 22 de abril de 2005. Vivió dos años más que Roberto, que siempre mandaba saludos para ella y para mi hermana.

“Querida Mónica: No seré yo el que te diga que en política la realidad y el deseo son dos cosas bien distintas. Para mí Lula es, en principio, un antiguo obrero que promete hacer lo posible para que todos los brasileños coman tres veces al día. Como objetivo político, o de política social, no está mal, es razonable, aunque como utopía es francamente pobre. Es como si Joyce, por poner un ejemplo de utopía literaria, hubiera dicho que su objetivo era combatir el analfabetismo irlandés y hacia ese fin hubiera dirigido todas sus energías. Sobre todo, porque Joyce, si se hubiera dedicado a alfabetizar, no hubiera conseguido nada, que será lo que Lula, mucho me temo, conseguirá al final de su mandato. La gente seguirá suicidándose después de cada derrota de la selección de fútbol, la gente seguirá votando a Menem, la gente seguirá yendo a misa, la Marcha sobre Roma del fascio es imparable y se repite no cada año sino cada día, minuto a minuto. Quién gana. No gana nadie. Se podría pensar que gana la canalla sentimental, pero en realidad no gana nadie. Me llegaron las revistas y he leído con interés y ganas tus entrevistas, que son muy buenas. Tómate el DF con calma, con mucha calma, las tristezas allí son caníbales. Recibe un fuerte abrazo. Y perdona esta carta más bien depresiva, por lo común suelo ser un poco más alegre u optimista o algo así. Esta es una noche como para releer a Leopardi y su Canto nocturno de un pastor errante en Asia, que ya es mucho errar y mucho pastorear. Roberto”.

“Maristain querida: Hay que ver lo bien que acentúas. Me maravilla. Yo dejé de estudiar a los dieciséis y tal vez por eso a veces se me olvida. Pero por lo general tampoco lo hago tan mal. De hecho, tuve una vez un libro de gramática que casi me volvió loco. Era como el libro de Lewis Carroll, pero de gramática, aunque la gramática en ocasiones, si la miras de sesgo, se parece a las matemáticas y ahí empieza el peligro, el tarot de los números y de las letras. Hubo una época, cuando yo viví en México, que cada día tomaba un camión que pasaba junto a un gran manicomio en el extrarradio. No consigo recordar por qué razón tomaba ese dichoso camión infernal, mismamente el bateaux mouche de Caronte, pero lo cierto es que lo tomaba y cuando llegaba al manicomio, ahí había una parada, veía a los locos que se acercaban a la reja en el mejor estilo, explotado años después, de George Romero. Todos iban con pijamas. Todos eran locos pobres. Y para mí significaban algo, ¿qué?, no lo sé a ciencia cierta, tal vez una idea de cierta gramática, de otra gramática, una prosodia que se ramificaba en el aire. No te preocupes por mi salud. El asunto es tan corriente y vulgar que poco interés suscita en las musas, como dijo un clásico cuyo nombre, para variar, he olvidado. Siento mucho lo de tu madre. Espero que mejore. Recibe un fuerte abrazo.

Bolaño. PD: No bebas, no fumes tanto, cuídate. Saludos a tu hermana”.

“Maristain querida: Siempre es una alegría recibir unas líneas tuyas, pero yo te recomiendo escribirme más a menudo, porque en una de esas la he palmado. Desconozco qué fotos te enviaron, pero casi aseguraría que el fotógrafo es Basso Cannarsa. Digamos que estoy seguro en un 99.9 %. Y otra cosa: ¿puedo, después de que publiques la entrevista en Playboy, enviarla a Chile y Argentina? Te envío todos los besos posibles. Bolaño”.

Ahora estoy aquí, tal vez viva de milagro, sola en casa, sin poder dormir. Tomo mate. Hay una botella de agua de frutas sobre el escritorio y tengo a medio hacer una nota sobre Jack Huston —el nieto del gran John Huston—, que es noticia porque protagonizará El cuervo, la película que dejó truncada Brandon Lee, muerto por una bala que no era de fogueo en pleno rodaje.

Los libros se agolpan en el estudio y anoche, a las tres de la mañana, uno de los gatos saltó sobre mi cara, se cayó uno de los cuadros sobre mi cabeza y me lastimó un ojo, el izquierdo. Comí un yogur griego de desayuno. Hay un sol pálido.

Ese domingo es uno cualquiera.

Estoy sentada en el medio de la cama, con las tres almohadas detrás de la espalda. Ya no fumo, así que a menudo me levanto, recorro presurosa los 30 escalones que la separan de la parte de debajo de la casa rentada y busco algo en el refrigerador.

Me dolía la belleza, la fealdad me redime.

¿Fue Helena Rubinstein que dijo aquello de que “cualquier mujer podía ser bella si se lo proponía”?

Pero eso no era la belleza. La belleza era precisamente lo no planificado, lo no buscado, una fuga en el adocenamiento de los cuerpos que se levantaba con el orgullo de los elegidos.

Un punto brillante en la oscuridad. Eso que no decides y que en su caso se traduce en unos enormes ojos verdes, una cara armónica —sea lo que sea que eso signifique—, una cintura pequeña, unos pechos firmes a pesar de la edad.

La piel. Esa superficie tersa, sin manchas ni lunares, que le gustaba acariciar cuando salía de la regadera.

Leer, como una diatriba contra las estolas de la soledad.

Los apellidos Pescadas y Flusometer la llevaban invariablemente a su escuela secundaria y a la profesora de Castellano que una vez leyó un cuento humorístico relacionado con esos célebres nombres escatológicos. Ya por entonces, su pasión por la literatura la obligaba a protagonizar hechos absurdos. Como ese duelo a piñas al que desafiaste a una compañera que no te dejaba escuchar un poema de Neruda que la maestra se esforzaba por hacerles gustar a sus alumnas. Cuando llegaste a la esquina acompañada por tus devotas seguidoras, la desafiada espetó un rotundo: “Mirá, ahora no me puedo pelear porque me espera mi macho”.

“Un verdadero soldado literario”. ¿Quién sino tú podría ser capaz de batirse a duelo por un “quítame de ahí ese adjetivo” o “ponme menos adverbios que el exceso me causa indigestión”?

“Querida Mónica. Se me acaba de ocurrir. ¿Por qué no le pides un cuento o una crónica o lo que sea a Rodrigo Fresán, a mi juicio de lo mejorcito que corre por la nueva literatura latinoamericana? Si te interesa, dímelo y te mandaré su dirección electrónica. Lo de Aira bien merecido, se lo tiene ganado por hacer turismo de Congreso de Escritores. Ya no quedan héroes. Recibe un fuerte abrazo y un beso. Roberto”.

“Su evolución fue la típica de esta patología. Con el tiempo la enfermedad crónica del hígado genera una insuficiencia hepática grave. Fue cuando planteamos hacer el trasplante. De alguna manera, él tenía miedo de afrontar la enfermedad y durante un periodo tuvo una tendencia a negarla y no controlarse. Eso llevó después a complicaciones. Es una enfermedad de base inmunológica, no es infecciosa ni tóxica, no tiene relación con el alcohol ni con drogas; son anticuerpos que atacan la vía biliar”. Palabra de Víctor Vargas, el hepatólogo del Hospital Universitario Valle de Hebrón.

Trabajo en un periódico digital.

No hay que ser adivino. Sabes que el periodismo murió cuando ves a los nuevos “periodistas”: adolescentes clavados frente a una computadora, llenos de cables en el cuerpo, que por no levantar la voz ni hablan, que por no llamar la atención ni maldicen.

Puta mierda. Un periodista que no dice puta mierda no sirve para este oficio.

Pero era cierto. No había que ser mago para entender, como hace tiempo lo había hecho la periodista española Cristina Fallarás, que el periodismo ha muerto en tanto no cotiza como bien de mercado.

Las personas que leen periódicos o revistas, los que buscan saber qué pasa mirando los noticieros o leyendo esas notas neutras y mal redactadas de las agencias de noticias internacionales, se conforman con cualquier realidad. Y realidades hay muchas.

Esa virtual, hecha a base de acumular la misma noticia muchas veces, como en una cadena de montaje a veces fascinante, casi siempre terrorífica, le bastaba al ciudadano de medio pelo para sentirse “informado”.

Y los obreros de esa factoría siniestra eran los chicos dorados de la clase media con destinos de ninis si no se les hubiera topado “el periodismo” enfrente. Carecían de espíritu rebelde y estaban dispuestos a clavar el culo durante 12 horas a cambio de cuatro pesos al mes, sin protestar.

Cada tanto, alguien los mandaba a hacer un “reportaje de investigación” que publicaban con mucho estruendo en la portada.

Pero eso no era periodismo. El periodismo es la historia que descubres pateando las calles y que llegas a mostrar a tu editor con una sonrisa por un lado y un machete escondido entre las ropas por si no se deja convencer.

No había muerto el periodismo, sino los periodistas. A menudo conocías a un joven salido de la carrera de Comunicación que te narraba cosas interesantes que había vivido pero que no podía contar en ningún medio. Te rogaba por hacerlo gratis y si se presentaba la oportunidad incluso barrer la oficina. Los compadecías en secreto y a viva voz y sin que se lo pidieran comenzaba a darles consejos.

¿Te habías convertido en una vociferadora? Los consejos sobre el oficio eran una misión. Como si parada en medio de un naufragio, con megáfono en ristre, te dispusieras a dar las instrucciones para el salvataje.

Te emocionaba tanto conocer a personas con entusiasmo, verdaderos perdedores entrañables que hacían lo posible y lo imposible por evitar lo inevitable.

Ya no importaban el periodismo ni los periodistas. Estos eran los últimos bastiones de un oficio en remisión. Tenían saberes que al mercado no le interesaban y, por tanto, no pagarían.

Los poderosos medios de información que, como bien había hecho notar un famoso jurista sudamericano que fue a escuchar a una conferencia, no están al servicio del capital financiero internacional, sino que son el capital financiero internacional, habían encontrado su panacea, su El Dorado: las redes sociales.

Ya podían llenar sus espacios con el material de primera mano que proporcionaba esa nueva categoría humanoide: “los internautas” y contratar a cambio a jóvenes ambiciosos, con ganas de “triunfar en la vida”, lo que se traducía a tener una presencia fuerte en Internet, para que les resumieran las noticias.

Verdaderos esclavos de una cadena de montaje que como en una maquila se dedicaban a reproducir notas que siempre eran la misma nota disfrazada de una nueva. Obreros mal pagados de la información que jamás vieron a una vaca de frente y mucho menos se toparon con el maldito monstruo del oficio: ese fantasma que aparece en las noches y te obliga a sentarte en la cama, mirando el techo, preguntándote si era cierto lo que te contaron, a quién creerle, cuál sería el ángulo adecuado…cosas así.

Chicos con el iPod pegado a la oreja que jamás habían escuchado hablar de derechos laborales, de francos compensatorios, de jornadas laborales de ocho horas, de dos días libres a la semana.

El trabajo de la información se convertía mucho a mucho en una verdadera carnicería, la explotación como en la época de la Revolución Industrial, donde Don Dinero soltaba en la Semana Santa o en las Navidades aquello de “los feriados son para Godínez”.

Lo cual sin duda construía una idea muy equivocada del oficio, pero no había referentes para cotejar. Los nuevos periodistas sólo conocían eso: sentarse frente a una computadora, “googlear” por notas interesantes que habían escrito otros y hacer su propia versión, manipulada, de la noticia.

Se especializaban en las condensaciones, los resúmenes, las estadísticas, y nunca protestaban, nunca aportaban una visión propia, no indagaban, no desconfiaban.

Eran en general jóvenes adorables, conformes, muy limpios, tecnologizados hasta las cachas y muy ingenuos. Habían decidido que el fin del mundo los iba a sorprender con sus tenis Nike de último modelo, subidos a sus bicicletas plegables y comiendo semillas de chía. El magro sueldo que recibían a cambio de sus formidables sentadas en un minúsculo espacio de una “redacción” se lo gastaban en gadgets y ropa cara.

Tenían una capacidad de adaptación formidable y eran funcionales al sistema. Definitivamente, no eran periodistas.

¿Pero qué importaba? A menudo sentías que la extinción del oficio no era algo catastrófico. Sí, en un punto parecía la historia de un zapatero en un mundo en el que todos hubieran decidido caminar descalzos, pero eso no iba a pasar. En cambio, un mundo podía desarrollarse tranquilamente sin esos tipos obsesivos detrás de la noticia, a la caza de la información. No era una tragedia.

Aunque para ti y otros locos como tú, sí. Después de todo, era el ejercicio del periodismo el que te había compensado por haber transitado una infancia miserable en la que en más de una oportunidad se fue a dormir sin un bocado en el estómago.

Tu primera nota periodística importante la hiciste cuando le acercaste refrescos a los periodistas que cubrían los alzamientos militares en la recuperada democracia argentina, en los 80’s.

Eras una jovencita y miraste a tus futuros colegas con ojos de “aunque no lo crean, soy una de ustedes”.

Caminar. Alguien te habló del “pensamiento caminado” a lo Nietzsche. O lo leíste en una novela escrita por un autor de La Coruña (Entre culebras y extraños, de Celso Castro), pero antes de conocer el pensamiento caminado del filósofo tú ya caminabas. Ya pensabas.

Los recuerdos son la evocación del recuerdo. No hay anécdotas en la memoria. Solo las sensaciones feroces, los sentimientos hondos, como ese sentido del ridículo que revive con toda la fuerza cuando evocas una metida de pata o un desajuste en un contexto donde no deberías ni siquiera llamar la atención.

Una pena de amor se lava. Un ridículo cometido, en cambio, regresa una y otra vez a martirizarla. Esperar a alguien que nunca llegará es algo absurdo, ridículo y su vida está llena de personas que se fueron, que nunca regresarán y a las que esperas con una paciencia de Penélope tan extraña en tu cuerpo como en tu mente. Como una espera de otra en ti. Algo impropio y al mismo tiempo irrefrenable.

El cigarrillo encendido. Uno tras otro que encendía Krzysztof Kieślowski en un jardín de una casona en San Telmo. Cuando contó aquello de que al escribir el guion de Azul la primera opción fue tener a un hombre como protagonista, hasta que él y su coguionista Krzysztof Piesiewicz cayeron en la cuenta de que solo una mujer podría sobrevivir a la tragedia de perder a su hijo y a su cónyuge en un accidente.

¿Por qué no pensar, después de todo, que vivir es un asunto de lotería biológica más que el mérito aciago de una voluntad del ser irredimible?

Hoy vio a un ciego llevar a un perro. Vio al perro querer salirse de la correa y seguir el rumbo de un gran danés que se les cruzó a ambos en el camino.

La vida que se agolpa como si fuera un alud. Estás en el piso, esperando alguna sombra, algún vestigio, pero toda la existencia cae sobre ti, aplastándote.

Pensabas en Luisgé Martín, un hombre que leíste mientras todos estos recuerdos regresaban y creíste, como él, que la belleza física tiene gran cuota de valor humano, mucho más que los valores intelectuales.

Ser más viejo. Otro estado de la vida. Estás con esa edad tan temprana y al mismo tiempo el cuerpo se te empieza a hacer a un lado. Te duele un brazo y alguna vez leíste que el cáncer de pulmón se dio por un dolor de brazos y no quieres que nadie te lo vea, quieres hacer como si el brazo no te doliera.

Todos esos rostros vinieron a mi vera, como si yo nunca hubiera olvidado aquellos días en donde Pancho, ¿por qué lo nombro a él? Una vez me escribió en el Facebook y al otro día se moría por un problema de intestinos. Había nacido como yo, el 25 de octubre y le gustaba tanto Jethro Tull y Frank Zappa. ¿Qué hacer con los que se mueren en el Facebook? Pancho no recordaba nuestra juventud y me hacía comentarios confundidos, sobre un Juan pero no sobre un Carlos, sobre las plazas de San Martín pero no sobre un Pablo o un Marcelo. No importa. Ahora está en el Facebook, pero la realidad es que está muerto y todos los 25 de octubre —el día de mi cumpleaños— van a su muro y le desean felicidad, como si Dios, esa entelequia en la que ya no creemos se hubiera convertido en Mark Zuckerberg y nos trajera desde la distancia y los tiempos a las personas que ya no están.

Como esa mujer que se llamaba Leonor y un día amaneció asesinada por su conserje en un edificio de Polanco. ¿En quién confiar? ¿Cómo cuidarse en un momento en que las personas que te importan están en la realidad virtual?

“No lo sé. Tal vez si llegaba antes y lo poníamos en lista de trasplante con seis meses de antelación. O si él no hubiera tenido complicaciones, a lo mejor hacíamos el trasplante. ¿Y si salía mal. Las cosas se hicieron lo mejor posible. Roberto tenía una enfermedad terminal grave, que se complicó, tuvo una infección y fue internado en la UCI. La insuficiencia hepática terminal no se cura con pastillitas. Era un tipo muy especial, sencillo y con una mirada llena de ironía. A veces lo recuerdo ahí sentado, esperándome”. Palabras del hepatólogo del Hospital Universitario Valle de Hebrón: Víctor Vargas (en la nota citada).

“Querida Mónica: Mira que te advertí que estaba triste. En fin. No triste, exactamente, sino cansado y decaído (¿se acentúa?). Joder. Empiezo a olvidarlo todo. Dentro de unos meses me hacen un trasplante de hígado y yo no sé si es la nariz de la pelona o mi pobre víscera la que me orilla a esta especie de amnesia y de semivigilia que únicamente se suspende con la presencia de mis hijos, Lautaro y Alexandra, que son maravillosos. Te escribo otro día con la mente más clara. Por ahora recibe mi más afectuoso abrazo. Roberto. PD: Me llegaron las Playboy. Gracias por tus seis o siete o cinco razones para leerme. Si de mí dependiera solo hubiera puesto una: por caridad”.

Vivo cerca de Samuel 27. Aquí, al lado del centro. A veces pienso que conoceré al vendedor de tacos que te fiaba cuando eras adolescente.

“Hoy he vuelto a casa de las Font. Hoy he desgraciado a Rosario.

Me levanté temprano, a eso de las siete de la mañana, y salí a caminar sin rumbo por las calles del centro. Antes de marcharme escuché la voz de Rosario que me decía: espérate tantito que ya te preparo el desayuno. No le contesté. Cerré la puerta sin hacer ruido y abandone la vecindad.

Durante mucho rato caminé como si estuviera en otro país, sintiéndome ahogado y con náuseas. Cuando llegué al Zócalo, mis poros por fin se abrieron, me puse a sudar sin reservas y la náusea desapareció” (Los detectives salvajes).

La gente habla mucho de ti. Recrean el plano de los desiertos de Sonora y hablan de un regreso de la autora a través de ti. El poeta que solo es conocido porque era amigo tuyo. Esos escritos póstumos que la gente publica sin tu autorización. Los libros que ya no son de Anagrama. Leo tu libro editado después de tu muerte: El gaucho insufrible. Y lo leo una y otra vez.

¿Seré yo como el abogado intachable Héctor Pereda?

A veces sueño con volver. Pero no regresar a Buenos Aires, sino a una casa a la vera del río Uruguay. ¿Cómo hubiera sido yo si no hubiera partido de Entre Ríos?

“Querida Maristain: Apostilla a la carta que te acabo de enviar. Los chilenos NO son modestos. YO soy modesto. Humilde. Un pobre ermitaño lleno de llagas. Un río de lágrimas. Un árbol seco en medio del desierto. Besos. Roberto”.

“Querida Maristain: En efecto, me acuesto tarde y mis horarios son más bien los horarios de un alpinista joven y sano. Un alpinista gótico, claro está. Lector de Machen, Lovecraft, Stoker. En otra vida probablemente fui un deportista de alto riesgo. No sé cómo me las voy a arreglar cuando me cambien el hígado. Se supone que entonces tendré que tomar más de treinta pastillas diarias. ¿Cómo me acordaré? En fin, ya veremos. Tú no dejes de escribirme y de contarme de vez en cuando cosas de México. Y hazme caso: menos fumar y menos beber. Y hablando de música, hay una especie de rockero brasileño que me gusta, se llama Lenine, ¿lo conoces? Recibe todos los besos. Bolaño”.

Las estolas de la soledad me enredan como una serpiente asesina.

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