Lima, la gris, de Jorge Iván Chavarín

Lima, la gris

Jorge Iván Chavarín

Llegué a Lima alrededor de las 5:30 de la mañana en un vuelo con bastantes turbulencias. La media pastilla de Clonazepam que tenía en mi estómago apenas me hizo dormitar. Debí comerla entera. Quedé en un estado de trance donde se mezclaba el paso del tiempo con la ambigüedad del sueño. Por ello, cuando aterricé en el Jorge Chávez no controlaba del todo mi coordinación. Cabeza e ideas entumidas. Mi equipaje de mano cayó varias veces al suelo: era un zombi que se desplazaba en zigzag por los estrechos pasillos de un pequeño aeropuerto, insuficiente para la metrópolis en que la capital peruana se había convertido en esta última década.

Varias veces me perdí rumbo a Migración, área donde el trabajador se conformó con saber que no era venezolano y venía de turista. Un nuevo sello al pasaporte y una fotografía con los ojos cerrados.

Mi maleta roja fue de las primeras en aparecer por la banda, los remaches y parches la hacían fácil de localizar. Una sobreviviente a punto de la jubilación, llegará el momento donde no se pueda arreglar. Ya era una rutina el contrato que me obligaban a firmar las aerolíneas donde no se hacían responsables en caso de que mi maleta se despedazara en el trayecto.

Seli, quien vivió un año en Perú, me había advertido del protocolo a seguir. El aeropuerto está en Callao, una zona peligrosa llena de asaltos. No salgas, solo toma taxis oficiales y ni se te ocurra usar el autobús. A mi amiga, la inglesa, le quitaron su maleta y cartera una de las veces que volvía de Londres, y eso que ella ya llevaba varios años viviendo en Lima. Fui directo a la terminal de Greentaxis pese a la insistencia de los irregulares que prometían llevarme a cualquier punto de la ciudad por menos de 20 soles; pese a la insistencia de los irregulares que me prometían un asalto o un secuestro por menos de 20 soles.

La primera impresión que tuve de Lima, más allá del cielo gris (siempre gris) y de los 10 grados con que me recibió, fue su modernidad plasmada en los edificios —en unos años se convertirán en rascacielos—, la mayoría adornados con carteles de Coca-Cola o Starbucks y pantallas gigantes que cambiaban de video cada veinte segundos: 20% de descuento en una tienda de moda; Paolo Guerrero promocionando una tienda deportiva del centro, vestido con el jersey de una selección peruana que acababa de llevarse el segundo lugar en la copa América; 2×1 en los helados San Juan en Barrancos; una modelo en bikini comiendo pollo rostizado y papas a la francesa, sugiriéndole a los receptores con voz sexy que Rico Pollo es el mejor de todo Perú; compre una y lleve dos cajas de aspirinas en Incafarmacia; aviso del gobierno peruano donde se advierte que el Museo de Arte permanecerá cerrado por mantenimiento; nueva tienda de novedades en Miraflores; la selección olímpica pidiendo el apoyo a toda la ciudadanía para los Juegos Panamericanos que se celebrarían en Lima dentro de tres semanas, Cuidemos a nuestros invitados. Después un fondo negro que anunciaba el fin de la secuencia.

Lima es una ciudad demasiado cosmopolita para la forma de manejar de sus habitantes: de un lado tiendas de Bershka y Nike y, por el otro, conductores lanzándose abruptamente sobre los peatones sin importar el verde del semáforo, como si buscaran el homicidio. Lo caótico de no respetar las reglas de tránsito baja de categoría a cualquier ciudad, dijo una amiga al regresar de Nueva Deli en silla de ruedas por culpa de un motociclista. Y el tráfico aglomerándose en su avenida principal, atacado por vendedores que ofrecen a los enfurecidos conductores, incluido mi taxista, Inca Kola tamaño miniatura y chocolates Sublimes a un sol.

En esa hora que duró mi trayecto desde el aeropuerto pude ver dos choques por distancia, tres golpes a vendedores ambulantes, una riña entre dos conductores y a mi conductor riendo mientras me decía que para ser las nueve de la mañana había sido un viaje muy tranquilo. Yo sujeto al asiento como aferrándome a la vida.           

Me hospedé en un departamento en Miraflores a dos cuadras de Larcomar y a una hora en autobús del centro, bastante retirado para mi gusto aunque los buenos restaurantes y bares lo compensaban. Lo bueno de Lima está en Barrancos y Miraflores, ahí está la diversión. Al centro solo se va durante el día. La verdad es que en las noches se pone muy peligroso, a mi hermano le acaban de arrebatar el celular la semana pasada. Frente a mi cama había una ventana que muy pocas veces me mostraba el sol. En su lugar, un manto gris que me hacía creer que siempre eran las siete de la tarde. En lugar de rayos solares, lo que me despertaba era el frío que se introducía por una pequeña abertura que dejaba entre las persianas para no sentir el encierro. Intentaba ocultarme de las corrientes usando las sabanas como escudo. Solo cuando el frío y la soledad me eran insoportables salía a la calle. Nunca era después de las nueve de la mañana.

La gente de Lima es áspera, ocultos en sus pensamientos, fundidos en el transporte urbano y en intentos de meditación interrumpidos por el interminable sonar de los autos. Cubiertos de sacos y bufandas para soportar la corriente helada que se introduce por los orificios y congelan las entrañas. En estas temporadas siempre hace frío, no puedo salir sin mis guantes, la artritis hace que mis manos me duelan, tócalas. La gente no se atreve a hablar entre sí, la temperatura les hace olvidar el contacto humano. Yo no soy peruano, soy argentino, hace tres años vine a Lima a estudiar gastronomía. No pude terminar pero todo está bien. Toco la guitarra en algunos bares de Barrancos y tengo algunos proyectos interesantes. Sígueme en Instagram. Reconocí la soledad en el tumulto, esa misma que siento en mi ciudad cuando olvidamos que dentro de cada hombre hay humanidad. Ayer nació mi quinto hijo. No es que yo sea muy huachafo pero las mujeres siempre me son fáciles. Con esta es mi segundo pero con la primera nos aventamos tres. Deja te enseño las fotos de una princesa que traigo loca. Qué sustancia se encuentra dentro del hombre que lubrica nuestras almas y hace movernos a ritmo de las palpitaciones del corazón. Mi sueño es convertirme en una chef profesional, viajar por el mundo dando muestras de mis mejores recetas, teniendo mi restaurante aquí en Miraflores: comida fusión que combine lo mejor de Perú con lo mejor del mundo. Ahora nos podemos besar, pues empezaré a creer que eres homosexual. Hay veces en que lo único que necesitamos para volver a recordar que somos humanos es un abrazo.

Era mi sexto día en Lima y mi cuerpo ya era un bloque de hielo. Aprovechaba las largas rutas al centro para trazar en una Moleskine (regalo de Alan Sobrino antes de su mudanza a Los Ángeles) el boceto de Los días y las noches, crónica sobre mi visita al Museo Italiano y al barrio cultural de Barrancos. Esa mañana en particular me sentía inspirado. Opté por quedarme en Miraflores y buscar un café donde pudiese trabajar. Sentía que los últimos toques del boceto tenían que hacerse en un espacio cómodo, alejado del sube y baja de la ruta #21. Conforme avanzaba la escritura en una cafetería que se jactaba de tener los mejores granos de todo Lima, mis ánimos se iban disipando. La desventaja de la inspiración y su efímera existencia. El americano ya era cercano a un frappé y había quedado estancado en la descripción de un bar que exponía fotografías —bastante explicitas— de la tortura estudiantil durante la dictadura militar de Juan Velasco. Perdí el ánimo y las letras fueron remplazadas por círculos y cuadros. Brisas heladas y el cielo no dejaba de ser gris. Un sorbo al americano escarchado e insistí inútilmente en narrar la imagen de un estudiante siendo fusilado en la Universidad de San Marcos. La inspiración tiene una fecha de caducidad muy próxima. ¿Qué pensó el fotógrafo al ver el cuerpo del joven arrodillado ante el cañón? ¿Qué pensó el joven al sentir el metal en su nuca? Después ya no surgió nada más.   

 La mandíbula que vibra por las corrientes que golpean. Solo llegó a mi mente el cáncer de mi padre. La garganta cerrándose y la orden de un té de manzanilla. Solo llegaron mis deudas en México y los recibos sin pagar. El líquido amarillo hirviendo. Solo llegaron mil y un razones por las cuales debía economizar en mi viaje por las montañas peruanas. La sensación de una pisca de tierra atrapada en la boca de la garganta. Solo llegaron los fragmentos agradables de una relación que acababa de terminar: noches de cine y tragos en el West. El té y su poca utilidad para aliviar mi garganta. Solo llegaron los fragmentos horrorosos de una relación que acaba de terminar: pleitos y ataques de celos por mi viaje solitario a Perú. El cielo que no dejaba de ser gris y quedé fundido en el asiento de hierro y en profundas meditaciones que me hicieron perderme en recuerdos y tiempos inexistentes.      

Habría quedado atrapado en ese trance (no sé cuánto tiempo) de no haber sido por un matrimonio que me dirigió la palabra. Se habían sentado en la mesa contigua e instantáneamente reconocieron mi mexicanidad por la camisa del Cruz Azul que traía puesta: 24 años sin ser campeones. Ellos venían de Tlaxcala, tenían una pequeña ferretería en el centro y estaban celebrando su quinto aniversario recorriendo Sudamérica. Nuestro próximo destino es Río de Janeiro, me muero por bailar zamba. Me invitaron a sentarme con ellos. Habían aterrizado hace dos días y se quejaban de la dificultad para cruzar las calles. Aquí no respetan el color verde ni a los pasos peatonales. Pedí otro café y guardé mi Moleskine sintiéndome a salvo por dejar de lado mi fatídica redacción. Seguí escuchando sus anécdotas sobre la cena, el lenguaje, el ceviche peruano, los productos de las tiendas y demás temas que no pararon de llegar por más de dos horas. La comida es una versión inferior de la mexicana pero los meseros siempre te la sirven sonriendo, no importa el tipo de restaurante. Me invitaron a continuar la charla en un bar de Barrancos por la noche. Acepté e intercambiamos información. Sentí que mi cuerpo de hielo se derritió cuando antes de marcharme ambos me dieron un abrazo.

He ahí que en el distrito de Miraflores, en un café de la Avenida José Larco, comprendí que la sustancia que lubrica el alma del ser humano no es otra cosa que la extensión de otra alma que te cobija y, de alguna forma u otra, esa interacción con otros es lo que nos vuelve humanos.        

Lima
16 de julio, 2019

Ficha del autor
Jorge Iván Chavarín. Escritor. Ha publicado crónicas y ensayos en las revistas Terrario, Akáes, Fricciones, La Sombra y Timonel. Colabora con críticas y reseñas viajeras en Booking.com, Google (área de crítica de Maps) y Airbnb.

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