SEMBLANZA
Aramis Franco es licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Director y guionista de los films Una enfermedad conveniente, Olor a viejo y La torre negra por los cuales ha obtenido reconocimientos a nivel regional. En 2009 dirigió el documental Las 600 familias, coproducido por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Dirigió los documentales Camino de Luz, Escultor del Viento y El trovador del Campo para el Museo Casa de los Pérez Meza entre 2009 y 2012. Asimismo, dirigió el documental Tres días de folclore para el Instituto de Cultura, Turismo y Arte de Mazatlán en 2015.
Compilador y editor de Retazos, bosquejo de once escritores y un ilustrador durante el periodo 2014-2024. Sus cuentos han sido publicados en las antologías Oscuridad y silencio (Gold Editorial, 2023) y Reflejos de otro mundo (Grupo Editorial Letras Negras, 2023). Colaboró en el poemario Infinita soledad (Gold Editorial, 2023). Becado en 2023 por El Colegio de Sinaloa con el Estímulo Artístico Antonio Haas en narrativa. Su primera novela, La fragata, fue publicada en 2023 por El Instituto Sinaloense de Cultura, ISIC. Becado en PECDA Sinaloa 2024 en la categoría de Letras. Coordinó y editó el libro Game Sense (Letraria, 2024). Actualmente, es profesor de guionismo, análisis cinematográfico y medios de comunicación en la Universidad Autónoma de Sinaloa.
¿Cuáles son tus principales preocupaciones en la escritura? Hay dos constantes que procuro mantener: la primera es que mi proceso creativo de narrativa sea algo agradable, que permita a mis tiempos y a mis capacidades desarrollar una escritura de la cual sentirme orgulloso. Sin prisas. La segunda constante es la divulgación de la literatura a través de eventos y gestión de espacios para promover a otros autores y otras letras
¿Cómo es tu proceso creativo? No es nada del otro mundo, pero sí soy sistemático. Cuando una idea me invade, procuro realizar siempre una escaleta de la totalidad de la historia, sobre todo cuando escribo novela. Una vez terminada la escaleta a profundidad con descripción por capítulos como guía, procedo a escribir. Una novela me toma alrededor de dos años terminar en un primer borrador. Luego, procuro encontrar algunos lectores beta que me ayuden con sus opiniones para continuar con el proceso de pulido, estructura y revisión.
¿Qué autores han servido como influencia o modelos para tu obra? Entre mis referencias a las que siempre regreso están Michael Ende, Terry Pratchett y Tolkien como literatura fantástica; de autores mexicanos mis favoritos son Enrique Serna, Paco Ignacio Taibo II y Elena Poniatovska.
¿Puedes compartirnos algunos de tus proyectos de escritura en los cuales estés trabajando? Los crímenes Kuleshov, novela que propuse para el PECDA, es en la que me encuentro trabajando. Es una novela noir que retrata los intentos de una detective por capturar a un asesino que convierte sus crímenes en escenas de películas. Es un tanto gráfica y explora la psiquis humana y los motivos sociales detrás de cada acto.
¿Qué temáticas, procedimientos de escritura o autores recientes son de tu interés? En los últimos años me he enfocado mucho en los estudios sociales y en textos ensayísticos alrededor de la cultura pop, el cine, los videojuegos y la literatura. Sin embargo, mi vena de ficción literaria sigue palpitando, mis ejercicios y lecturas giran en torno a la estructura de los diálogos y la narrativa fluida.
¿Qué opinión te merece la actualidad de la literatura en Sinaloa? Es un caldero de letras y plumas emergentes que buscan sus espacios de divulgación y apoyo.
Muestra de obra
El asedio a la fortaleza de Uhll
Al caer la noche del octavo día, la impenetrable fortaleza de Uhll fue puesta a prueba. Esa noche comprobamos que tan inexpugnable era en realidad la construcción de más de mil años de antigüedad. De una arquitectura y decoraciones que rayaban en la exquisitez humana, la noche bañaría de sangre las paredes a ambos lados de las grandes murallas. Jamás atraco o asalto alguno había intentado cometer tal proeza, sin embargo, los Ticián ya eran reconocidos ampliamente por sus habilidades, pero sobre todo, por su perseverancia.
Apenas ocupaba el cargo de abater otorgado por el Consejo hacía poco menos de un año atrás, sin embargo, las guerras son crueles y duraderas, las filas sarrias mermaban más de lo que querían reconocer los hidalgos generales. Los abaters entramos en las disputas, aún y si apenas tuviésemos un par de estaciones de entrenamiento, el resto lo tuvimos que aprender en el campo de batalla.
Aún no me deshacía de mi broche rebeco y ya marchaba a la guerra.
La primera noche fue tan dura como el resto de las cien que vinieron consigo. Ya fuera durante el alba o al llegar el ocaso, las hordas Ticián arremetían contra las enormes murallas de la ciudad. Las catapultas marcaban cual ritmo de tambor los ataques incansables de las tropas, y las flechas bañaban la ciudadela en lluvias punzocortantes. Por doquier reinaba el pánico y el temor, pero los sarrios éramos entrenados para mantener la calma y la serenidad incluso bajo los cielos más huraños. Ahora que lo pienso, más que mantener, soportábamos la carga de los embates. Qué difícil es pensar cuando día y noche escuchas el grito de dolor y furia de tus compañeros.
Los ciudadanos habían sido enviados a las fosas situadas bajo la protección de la tercera torre, justo detrás del patio principal, en la plaza de armas. Fui uno de los encargados de situarlos ahí. Mujeres y niños llorosos me preguntaban constantemente si estarían bien, si las murallas soportarían, si los sarrios no cederíamos. Al principio respondía que sí, al final, no podía sonreír ni para mentirles.
Los primeros sistenarios fueron brutales, cientos de sarrios cayeron bajo el yugo Ticián y las filas defensoras, contabilizadas al inicio en poco más de doce mil hombres, poco a poco iban perdiendo espadas.
Para suerte mía, tuve la fortuna de combatir codo a codo con grandes guerreros. Los Hidalgos, peleadores incansables de grandes habilidades, realizaban las hazañas más osadas que haya visto en mi vida. Jamás entrenamiento alguno fue tan complicado como lo fue para mí entrenar tras aquellas paredes de roca. Los Secones hacían gala de sus capacidades deductivas y de organización, guiando los combates y produciendo nuevas y osadas formas de arremeter contra el enemigo y defender la ciudad. Jamás creí capaz de tal ingenio a nadie hasta que vi cómo ellos planificaban todo.
Apenas tenía dieciséis. No había visto mucho, la fortaleza fue más que suficiente.
En más de una ocasión vi cómo penetraban las puertas y los sarrios defendían sin cesar, en ocasiones durante días enteros, las entradas caídas a manos enemigas, hasta que los Ticián cedían terreno y las puertas eran selladas de nueva cuenta. Aun no entiendo cómo pudieron hacerlos retroceder, pero observar todo desde lo alto de las torres era muy diferente a estar en el fragor de los filos. Mesas y puertas interiores fueron destinadas a la fabricación y reforzamiento de las puertas principales.
No había ocasión de entablar amistad con algún compañero de armas, pues cuando apenas te familiarizabas con alguien, o tan sólo te aprendías su nombre, éste perecía la noche siguiente, o se perdía entre las calles y callejones de la ciudad acorazada. Los sistenarios se convirtieron en estación y pronto se me ordenó abandonar mi puesto de arquero en la torre oeste para apoyar al norte, donde los embates eran mayores. En la zona tuve la buena estrella de pelear brazo a brazo con uno de los más grandes sarrios que combatieron hacía el final de las guerras. Ugo Enemeredén había cedido hacía años ante una daga asesina, y los nuevos y más jóvenes se alzaban victoriosos, forjando sus nombres, labrando sus destinos.
El Urior Pablo Gedeón Raiquen era de los más reconocidos durante esos días peligrosos, y tuve el honor de observarle en combate y entablar más de alguna conversación con él. Venía con buenas recomendaciones por lo que pude escuchar del resto de los sarrios y de un linaje dentro de la Orden que se extendía hasta la fundación de los éthats por el padre Ader. Sin embargo, poco se sabía del hombre salvo un par de hazañas de poca importancia. No pasó mucho tiempo hasta que Raiquen se labró el apodo de El sarrio del Este. Pude percibir sus cualidades y temores, como también sus manías. En más de una ocasión observé a Raiquen besar un amuleto que cargaba consigo siempre antes de iniciar batalla, y al parecer, le daba tan buena suerte, o mejor habilidad, no lo sé, que era más que sorprendente, un verdadero deleite ver como movía su cuerpo en una cadencia acompasada y mortífera.
Cuando él entraba a la batalla, el resto daba un paso atrás. No había necesidad de avanzar a su andar, simplemente le seguíamos.
Un día, de los pocos que tuvimos de descanso, le pregunté sobre su amuleto. No hablaba mucho y por aquellas fechas, las batallas habían decrecido el número de sarrios tras las murallas. El ánimo decaía por los suelos. El asedio había azotado nuestras puertas por poco más de una estación y apenas me estaba acostumbrando a pasar cierta hambruna, propuesta por los secones ante el poco alimento para resistir lo largo y duro de la batalla, cuando me vi sentado al lado de Raiquen, hombre al que admiraba más de lo que me gustaría admitir.
Al preguntarle por su amuleto, simplemente me contestó que él no creía en la suerte, sólo en la paciencia de los hombres y en la fortaleza de sus almas, le cuestioné entonces el por qué le besaba cada día al amanecer. Guardó silencio, tal vez más de lo necesario, no respondió. En ese momento estalló de nueva cuenta el ataque y todos nos dirigimos a defender las murallas.
Las batallas continuaron y las muertes no cesaron. Los generales optaron por usar viejas cuevas debajo de la tierra para intentar sacar a los civiles que permanecían ocultos en las fosas. Fui asignado a llevarlos por dichos ductos, pero el día de la encomienda me cambiaron de nueva cuenta. No me avergüenza reconocer que sentí una profunda decepción.
El año casi acababa y con él nuestras provisiones. La desesperación se notaba en los ojos de los sobrevivientes, pues el supuesto apoyo proveniente de Árgona y de Uzbek no llegaba. Uhllut ya había sufrido demasiado y Ángol y Thino se encontraban muy lejos como para responder el llamado con prontitud. Sólo promesas vacías en cartas traídas por cuervos tan negros como la noche más persistente.
Cuervos, ¿por qué tenían que ser cuervos? el ave representativa por antonomasia de la desesperación y la muerte. ¿Qué había pasado con los habituales mirlos de la Orden? Al parecer los sarrios estábamos escasos de aves mensajeras de mejor virtud y significados más benevolentes con la causa. No cabía mi queja ante las muertes tan desiguales y sangrientas que día a día tuve que soportar.
En uno de los tantos amaneceres que sobreviví en la ciudad, volví a encontrarme con Raiquen, y le vi realizar su rutinaria pasión por el amuleto, pero un mar de flechas cayó sobre nosotros y al correr por refugio, noté como se le caía de las manos. Él, sin detenerse a recogerle, corrió a las murallas, cogió arco, flechas y respondió el ataque. Yo recogí el amuleto y lo guardé para devolvérselo, pero entre las prisas de la guerra y las necesidades propias de este tipo de momentos, hicieron que olvidase por completo el objeto.
Pasé poco más de una estación sin ver de nueva cuenta al urior Raiquen.
Poco a poco me hice de la misma tradición que él, y aunque no era mío lo adopté como tal y le besaba cada mañana antes de que el sol despuntara por encima de las enormes murallas de piedra. Durante mis momentos de descanso, que eran escasos, miraba detenidamente el amuleto, y noté que su extraño color aguamarina en ocasiones se tornaba en un ámbar precioso con un pequeño centro más oscuro que apuntaba al oeste. Siempre al oeste. Esto me hacía recordar el hogar y me daba fortalezas para continuar con mi labor para con la Orden.
¿Sería esto lo mismo que El sarrio del Este sentía?
Cuando los refuerzos llegaron el asedio ya tenía más de dos años, con más pena y tristeza que gloria, confieso en éste, mi manuscrito, que para sobrevivir, tuvimos que recurrir a la carne de nuestros hermanos caídos. Mentiría si dijera que me abstuve de probarla, pero no fue así.
Fue un amanecer glorioso ese día en que vimos llegar las banderas amigas.
Los Ticián se retiraron a las montañas y pudimos reabastecernos de comida y demás necesidades. Fue entonces cuando me reencontré con Raiquen y le devolví su amuleto. Le noté tan cabizbajo por la falta del amuleto que me pareció de tal importancia para él al grado de hacer merma en su estado de ánimo, aunque hoy que reflexiono más a fondo, considerar un simple amuleto como la fuente de fortaleza de un hombre me parece exagerado. Sin más, se lo devolví, y le di las gracias por el préstamo sin permiso previo, él lo cogió con una sonrisa, tocándome el hombro. Cuando lo tomó, noté que su color aguamarina natural pasaba a aquel color ámbar el cual me hacía añorar y noté una curiosidad que creo digna de mención en mi crónica.
El centro ámbar oscuro no apuntaba al oeste, sino que en su mano noté como indicaba notoriamente hacía el sureste, hacía el Árgona. Noté una sonrisa de satisfacción en su rostro y advertí cómo le llenaba de bríos el observar aquel extraño amuleto. Recordé que en estas tierras hay tantas cosas sin explicar, y bajo los cielos rojos de aquellos días, eran aún más evidentes las cosas fuera de lugar. Así que no cuestioné ni indagué más en aquel extraño objeto. Sólo diré que al parecer, Raiquen lo llevaba el día que ganó la Guerra. Pero no me consta de primera mano.
Con las fuerzas sarrias reagrupadas nuevamente, se llevó a cabo una sesión para tomar decisiones de ataque y fue cuando ocurrió lo impensable. El responsable de la victoria, si se puede llamar así al hecho de resistir los embates, el hombre que mantuvo nuestro orgullo intacto y nuestro valor a flor de piel, delimitaba, claudicaba de las líneas de defensa. Pablo Gedeón Raiquen tomó una decisión que asombró a todos: decidió partir hacía el desierto de Sazchka.
No sé por qué designios los dioses Eolum y Emun optaron por dirigirle en aquella dirección, pero él se mostraba más que seguro en ello.
Al fin de cuentas era un simple urior y los hidalgos a cuyo equipo pertenecía habían fallecido ya. Jamás conocí a otro hombre que hiciera tan buen uso de la oratoria y la retórica, y pudiese enfrentarse a tantos hombres en disputa verbal y salir airoso. Se le cuestionó grandemente por la decisión, pero él se mantuvo firme, argumentando que las guerras se ganaban con algo más que espadas y lanzas.
Hasta el día de hoy ignoro el significado de aquellas palabras, mejor dicho, no he encontrado otra razón de victoria en las guerras que no sean las armas. Obviamente pequé de inocente, pues Raiquen sí que sabía de lo que hablaba.
Él partió hacia el desierto y nosotros a las montañas.
No le volví a ver hasta el día que atravesó las puertas de Dia, la capital Ticián, con la bandera roja de la paz.
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