La Primavera, un cuento de Jesús Rivas

No podía dejar de ver las rayaduras en las puertas por los perros. El acabado de barniz se despedazaba como un reptil y dejaba al descubierto el proceso de fabricación. La madera volvía a ser primitiva. Cedro salvaje, pensaba Ana. ¿Y por cuánto dinero? Soltó angustiada al carpintero. A dos mil quinientos cada puerta. Éste respondió. ¡Mendigas gentes! Querrán mucho a los perros para el gasto. ¿Y cómo van a quedar? Agregó después del silencio. No pueden quedar como antes, oiga. Son detalles que nunca salen ya. Lo mejor es darle con laca industrial. Darle una maquillada. Apresuró el hombre jugando con su cinta de medir. ¡¿Aparte?! ¿Pero sí va quedar bien? Suspiró.

Construyeron la casa quince años atrás. La constructora había quedado encargada de petrificar en el tiempo los muebles. Otorgar excelente material y pintura en los acabados. Entre todo, la laca industrial había sido descartada. Recordaba que era la opción barata, que amarilleaba, que con los años sería anémica, cansada de revestir. No. Quería lucir la madera eterna y sólo el barniz Polilak lo prometía. Así la aconsejaron los de la constructora. Quiero el acabado con Polilak, amor. Dijo a Javier. Y esa chingadera qué es. Respondió su esposo mientras despejaba la vista de una factura dejada en la mesita de noche. El mejor acabado para los muebles. Ya me dijeron. Pero no resultó serlo para una casa en renta, que ahora despoblaba entre personas que la ocupaban y se iban. 

Javier le dio la tarea: Vete a Culiacán unas semanas. Contrata gente para que te repare todo lo que se tenga que reparar y te tumbe todo lo que se tenga que tumbar. Él sólo sabía de emulsionantes, de obtener ácido esteárico en el laboratorio y regresar con las manos apestosas a guantes de látex. Ella recibía un beso en la frente por las noches y lo miraba dormir mientras esperaba que el olor se dispersara. El esposo no se había involucrado en la construcción de la casa. Ana pensaba a veces que un día lo encontró habitándola, que apareció entre los cuartos como parte de las decoraciones que había elegido en equipo con la constructora. Para ella fue un alivio regresar de la Ciudad de México, acelerar por la carretera y estacionar la Explorer 2005 en la cochera. La casa la había encontrado como un elefante blanco siendo abrazado por un manto de pelos grises, verdes y negros. Y en el interior encontró una primavera de polilla y humedad reclamando los muebles que ya no eran de nadie. Debía asistir al carpintero tanatopractor. Así se lo dijo, maquillaría y pausaría la descomposición. Al bajar de su carro supo que tendría que velarla, dejarla presentable y atractiva sin que causara repulsión ante el sepulcro. Así la mostraría a nuevos huéspedes, nuevos inquilinos que terminarían por enterrar su casa.

Y no te dejes. Que no te chinguen. Los carpinteros son bien largos. No les sigas el rollo en nada. Son detalles y ya. Y cóbrales lo del depósito a los cabrones que te rentaron antes. Le llamó Javier al llegar. Ella colgó sin responder nada. Después pensó que de los dos, él se dejó. Esa vez se presentó en la cama sin el apeste a látex provocándole asco. Si no había trabajado en el laboratorio, entonces había estado con otra. A ella también se le antojaban otros hombres. Pero ni las noches ni las mañanas de silencio la habían aventado al impulso. Javier posaba con la cara sin color alguno, sin la rosácea que el laboratorio de cosméticos le había regalado. Ana terminó de quitarse los aretes y se acercó a la cama en una distancia ensanchada, que solo la ralentizaba al encuentro final. ¿Te acuerdas de Yaki, la hija de Luz? Que siempre se la trae cuando no tiene con quién dejarla. Acortó su esposo antes de que llegara al colchón. ¿Tenía algo que ver la hija de la que limpiaba? Sí. Respondió. La niña ayer contestó cuando sonó el teléfono. Colgó llorando enseguida. Luz la regañó por andar de metiche. Y qué bueno, porque la niña sí es metiche. Le gusta mucho andar por todos los cuartos y quién sabe qué otras mañas tenga. Después de regañarla y que el coraje se le bajó, la niña siguió llorando. Como asustada. Luz le preguntó ahora sí qué por qué seguía llorando y le dijo que un hombre le había hablado muy feo y que le dijo una palabra que no podía decir. Después de todo, Luz la consoló y la hizo hablar. A la niña le dijeron: pásame a tu papá, pinche putita. Ana permaneció en silencio, descifrando sin entender. Después miró las manos de su esposo temblar al momento que le pasaba una hoja de papel sucia y arrugada. Ella leyó: 

Ya te ubicamos. No nos quieres contestar y te estas asiendo pendejo. No as pagado la cuota y a la otra no ai aviso. Vamos actuar. 

Me lo pegaron en el carro. Después de subirme lo leí y me agarraron por atrás. Me pusieron un cuchillo en la garganta.Mostró Javier su cuello a Ana. Una franja negra de sangre seca la saludó.No le vi la cara, no pude moverme. Me dijo que si por qué no contestaba las llamadas. Era un morro, Ana. Una voz de morro y nervioso. Quieren que pague una cuota. Le hablé en chinga a Erick, mi primo el licenciado, lo conociste en la boda. Dijo que la neta sí nos metimos en un broncón. 

¿A cuánto me cotiza todo? Preguntó Ana rendida. Lo había estado desde muchos años atrás. Como atrapada en aquel cuarto aquella noche de aquellas palabras. Estática como los muebles que siempre imaginó. Pero a diferencia de ella, su alrededor no había quedado inerte. Lo primero fue desprenderse de los carros, encerrarlos en la casa de sus padres. No les había dicho la obviedad, que los habían amenazado y estaban huyendo. Intentaron preguntar, opinar. Ella prefirió sólo disculparse por el estorbo, agregar que volverían por los carros cuando el piso nuevo de la cochera hubiera cuajado. Que se iban de la ciudad. Sacaron la ropa de los closets, vaciaron la sala, el comedor, la cocina y almacenaron el resto. Mañana le mando el presupuesto total.Salió de la casa el carpintero. Wendy y Ali ladraron a su paso. Sus perras se reunieron con ella. Desorientadas, con las narices comprometidas al suelo que no terminaban de conocer, se subieron en sus muslos y la empaparon. Nunca las había visto así, sedientas, sin reincorporarse la lengua al hocico, desprendiendo el olor a grasa animal. Ana pensó que ni siquiera habían estado ahí de cachorras. Eran sus cuerpos defendiéndose de agentes extraños, del clima al que no estaban acostumbradas: era el Humaya a las doce del día en combustión. Como Venus en la pintura de la sala. Pero no eran diosas, eran dos perras apestosas. Su compañía. 

*

Despertó en medio del cuarto sobre un colchón en el piso. Lo había adaptado para dormir. Se imaginó desmembrada en el centro de aquel oasis. Los días restantes fueron convirtiéndose en la nueva cotidianidad a la que su esposo la había mandado: arreglar cada cosa que no sirviera. Disfrutaba tener una rutina. El matrimonio le había enseñado que, lo no convencional, era peligroso. Como aquello donde tuvieron que dejarlo todo. Antes de regresar al sur abrió el cuarto donde estaban las pertenencias nunca llevadas. Llamó a Yaki para que le ayudara a limpiarlo. Ahora adulta, había compartido el oficio de su madre. Ambas fueron vaciando los estantes, algunos intactos y otros colapsados, vencidos por la gravedad ante la inutilidad de estar sin qué sostener. Encontró su álbum de bodas. Miró al novio y a la novia, felices y comprometidos a la vejez. Los dos se habían conocido por las amistades de su familia. Él debió haber sido el sobrino de un amigo de su papá, no lo recordaba. A sus padres les había alegrado la idea de su matrimonio. Ana entendía poco del oficio de Javier. Entendía poco de sus gustos, de sus momentos de enojo, de su felicidad o de sus celos. Realmente lo fue así durante los primeros años de matrimonio. Hasta que después descubrió. Pensó que Javier era un culón. Lo era por no haber defendido lo que tenían, por haberla metido a eso. Quizás lo hubieran matado sólo a él. Ella hubiera sido viuda. Con el tiempo se hubiera adaptado. O quizás hubieran matado a sus padres. No tenían hijos. Jamás hubiera entendido lo que era perder a uno. No hubieran llegado a su banqueta por pedazos los restos de un hijo, o hija. No hubiera tenido que pasar por reconocer su cuerpo, rastrear sus restos, como lo harían sus perras, o los perros que arruinaron sus puertas. En cambio, hubieran sido los restos de sus padres, ¿pero no era ese el orden natural de las cosas? Verlos morir. O a su esposo, lo hubiera enterrado. Hasta que hubiera esperado su turno. La familia finalmente hubiera desaparecido. La casa no hubiera caído, hubiera sido puesta en subasta. A buen precio. Causa: asesinato de un matrimonio. Ana sintió que, con los años, Javier la exilió de La Primavera. 

Yaki también le ayudó a limpiar una canaleta tapada. Ana le sostuvo la escalera mientras la muchacha sacaba el cúmulo de hojas y mugre con las manos. La escalera reposaba sobre un barandal de cristal. Yaki había vacilado en aceptar la tarea, pero finalmente fue convencida. Ana pensaba que iba a salir poco lastimada de un golpe. Incluso al resbalar, se hubiera podido levantar, correr o mover las nalgas mientras bailaba, que regresarían a su anatomía firme. Ella en cambio, hubiera quedado estampada en el piso sin poderse mover. Al caer la tarde hubiera evitado salir a correr, pero el pensamiento de que su vejez llegaba la invadió. Se unió a un grupo de mujeres que corrían por la privada, viejas vecinas, pero no le reconocían la cara. La saludaron como adivinando quién era. ¿Trabajan en tu casa? Preguntó una de ellas. Sí. Respondió Ana, agitada por el trote. ¿Les falta mucho? Volvió a interrogar la mujer. No, no les falta nada. Regresó a su casa. El olor a laca industrial penetró sus poros. El carpintero había dado la última pasada de laca industrial. Se preguntó si estaba acostumbrado al olor de los solventes. Como los médicos al formaldehído, o los sicarios a la sangre. Se desnudó frente al televisor y dejó que el ruido de los comerciales y el aroma la durmieran. Al caer el sueño se preguntó cuándo volverían.

Jesús Rivas. Culiacán, Sin. Lic. En Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Autónoma de Sinaloa. Ha estudiado un diplomado en Gestión Cultural, talleres de escritura creativa, clases de inglés, portugués y pintura. En el 2021 fue publicado por la revista española Visor con el cuento Agustín Tirado. 

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