Quiso hablarme, pero ya no pudo. Abría la boca de nuevo con desespero, alcancé a mirar su lengua en un bucle hacia atrás, sentí que se ahogaba. Los ojos fijos parecían desbordarse entre sus parpados. Su respiración agitada movía serpenteante la larga y reciente cicatriz en el tórax. Tomé sus manos con miedo, tristeza y cariño. Empecé a dialogar de su vida, del agradecimiento que sus hijos le profesamos por ser quien era, del cariño de sus nietos con quienes jugó al trompo y las canicas: de las monedas que siempre guardaba en la bolsa de su pantalón para darles a escondidas de nosotros. Le pedí que descansara, que intentara dormir, reiterándole que nosotros íbamos a estar bien gracias a sus consejos y enseñanzas. Mi hermana lloraba acariciándole los pies. En ese momento sentí quebrarme. Continué hablando como si un ventrílocuo moviera mi boca. Le dije, también, que hicimos todo lo posible para que su salud estuviera bien. ¡Papá, jamás te engañamos! Siempre tuviste miedo a esta operación, la cual se realizó con éxito, solo qué, como dijo el médico: “esta cirugía debió realizarse hace años, su máquina ya está muy correteada, es como ponerle una bujía a un motor desvielado”. ¿Si la operación fue un éxito, por qué después de un mes se agravó? Esa fue la respuesta del cardiólogo. Viejo méndigo. Ese día le perdí la fe a los médicos, con el tiempo he vuelto a creer en ellos con cierta resistencia, por la fama de centaveros que se han instituido sin ser oficial, como un secreto a voces.
El monitor de signos vitales empezó a resonar fuerte, el pecho de mi padre subía y bajaba, amenazaba con romper las suturas de nylon. Después se tranquilizó y poco a poco se fue quedando en reposo. Un sonido intermitente en la sala de urgencias marcó un obtuso silencio. Observé la pantalla de reojo, solo duró unos instantes para después quedar en una sola línea: sonora, horizontal y tan recta que pensé iba a atravesarme. Creí ver tranquilidad en la cara de mi padre, solo cerré sus ojos. No sé de donde saqué esa fortaleza, pues aún le lloro.
He tenido la intención de solicitar una autopsia post mortem, tengo la duda si realmente le implantaron aquel día, la dichosa válvula mitral que le podía salvar la vida a sus exactas siete décadas. Además de comprobar, que los cien mil pesos, sólo del costo del dichoso aparato para insertarlo en ese cuerpo maltrecho con el ánimo de que el patriarca de la familia siguiera en este plano terrenal, sea cierto que sí los invirtieron.
No sé si podría hacerlo, después de tantos años quizá ya no quede nada, ni la osamenta, ni el polvo. No estaría de más sacar el cajón metálico, abrirlo, revolver el “polvo eres y en polvo te convertirás”, así con un palito o un rastrillo de madera que se utiliza en la terapia Zen, y ¡Zas! Que me fuera encontrado el fierrito. Le devuelvo la honra al amable médico cirujano de corazón y a sus colaboradores.
Raquel Cota (Sinaloa, 1965). Docente por la Escuela Normal de Sinaloa y Asesor Pedagógico del nivel Preescolar en la Secretaria de Educación Pública. Descubre su vocación lectora desde niña, alternando posteriormente el trabajo docente, con acciones para fortalecer el proceso de formación literaria en diversas instituciones culturales como ISIC, INBAL, IPN, IMCC, Complejo Cultural Los Pinos, El Colegio de Sinaloa y la UAS. En 2020 publicó la novela Al pie de la lluvia de oro.