108: cuento de Nora Patricia Aguilar Soto

108 recuerdos

Recuerdo muy poco los primeros episodios de mi vida, mi cerebro ha girado en diferentes polos, un siglo ha pasado por mi blanca cabellera. Hoy cada cabello podría verse como un día de mi existencia, en ellos está la historia, la felicidad, la tristeza y los recuerdos que ahora me abandonan en diferentes capítulos. Sí, mi cabello no puede ser otra parte de mi cuerpo más fiel que ellos. Recuerdo cuando me soltaba la trenza a los diecinueve y el viento necio los alborotaba hasta enredarlos, como si fuera fácil pasar el peine después. Cuando mi esposo lo acariciaba y lo comparaba con la negra noche, lo peinaba despacio y nunca pensamos en aquellas supersticiones, no cepillar el cabello por las noches porque corrías el riesgo de quedar viuda. A los veintidós enviudé. Ahora pienso que él se aferró tanto a mi cabello, que las demás muertes fueron su responsabilidad. Quizás en unos días cuando lo encuentre por aquí, porque supongo que será al primero que me encuentre, le reclamaré el haberme dejado sola en tres ocasiones, le diré que mi cabello lo fui cortando y después se fue cayendo poco a poco.
La lucidez que ahora me acompaña no es más que una nueva vida, es un paisaje de colores tenues que se van acomodando en forma paralela para que yo camine entre ellos, los colores flotan como humo y puedo tocarlos. Mi piel blanca y mis manchas hepáticas son camufladas por el naranja, el verde y el azul turquesa; el amarillo parece entrar por mis fosas nasales. Este recibimiento al nuevo universo ya lo imaginaba.
Cuatro años sentada en una mecedora, comiendo papillas de garbanzo y manzana, agua fresca del pozo que tenía en el patio trasero de la casa junto al gallinero. Aún podía sentir ese sabor a raíces y larvas que me dieron vida en este siglo.
Después, recostada en la cama por dos años, no fue tan fácil. Había una manguera conectada a mi boca de vez en cuando, supongo que era para alimentarme. Ahora tengo mi boca cerrada y no es necesario el alimento.
Me casé de nuevo a los veintiséis, ¿por qué no? Era viuda, quién podría impedirlo. Cumplí el mandato divino de ser fiel hasta la muerte, sola no me podría quedar.
Esta boda no fue como la primera, con aquel vestido blanco arrastrando hasta el suelo, con un velo que cubría mi cara y unos guantes de seda que escondían mis delgadas manos. No hubo una tiara de perlas, ni pastel de vainilla. Tampoco un vals que sonara en la pista y que abrazados al compás de la música nuestros ojos se vieran diciendo todo el sentimiento habitado en dos corazones.
Acudimos al registro civil y después a la iglesia. El cura nos dio la bendición y, de nuevo, hasta que la muerte nos separe. La fiesta fue de dos, no quisimos hacer alboroto. Al día siguiente ensillamos la mula y el caballo, nos fuimos a recorrer la sierra y volvimos cuando los alimentos empezaron a ser necesarios después de veinte soles.
La tarde en que nos casamos comimos tamales, los había preparado un día antes, se asustó cuando le mostré la forma de darle tatahuila al pato para que muriera. Reí como una tonta. No podía creer que un hombre de pueblo no supiera tomar a un pato por el pescuezo y darle vuelta hasta que le tronara. Después, meterlo a la olla con agua hirviendo para quitarle las plumas. Y tan dispuesto que estuvo para comerse los tamales, ni los huesos de las aceitunas dejó.
Intento mover los dedos porque siento que algo se filtró arriba, quizá donde está el cristal. Me molesta esa partícula en la punta de mis pestañas del ojo derecho. No puedo; ya no puedo mover las manos, no las podía mover desde hace un año, pero al menos podía quejarme. Unos gemidos, los más fuertes que salían de mi garganta, aunque la boca la mantuviera cerrada, hacían que mi nuera entrara renegando a la habitación y gritara: ¡Adolfo, trae el vaporub y sóbale los brazos a tu madre!; nunca pedí que me sobaran los brazos, no podía hablar, no sé por qué asumían eso cada vez que jadeaba.
Solía usar el vaporub en ocasiones cuando mi esposo se enfermaba de gripe, se lo enjarraba en el pecho, luego en la espalda y en la planta de los pies, le ponía los calcetines y le amarraba una pañoleta en la cabeza con hojas de san Juan, así la fiebre y la constipación se iban en cinco horas.
Al día siguiente ya se levantaba, pedía su taza de té, de la yerbabuena que cultivaba en el jardín junto al corral de los patos.

Cuarenta y dos años tenía cuando él murió. Llegué a pensar que era una conspiración de los extraterrestres, vi muchos. Algunos al atardecer, otros en las madrugadas de insomnio y antes de que el sol me sedujera. Debí observar más de diez naves espaciales en toda la vida anterior. Algunos en el pueblo suponían que venían de otros planetas y yo les creí. Eran redondas con ventanas alrededor y se observaban en el interior algunos seres de cabeza grande.
Pero al final supuse que la responsabilidad era de Rafael, mi primer esposo. Él se llevó todo lo que habitaba en mí: mis sueños más porfiados, los anhelos y las palmeras, nunca más volví a probar los dátiles.
El pueblo entero me acompañó en el funeral de Gabriel. Lo velamos en la casa, lo recostamos sobre una manta blanca que fui bordando para esa ocasión, desde que las gripes empezaron a pronunciarse más seguido.
Adolfo fue corriendo esa misma tarde hasta la botica para comprar cuatro cirios, los colocó alrededor de su cabeza, me dijo que era la simulación de una corona, que su padre era un rey. Tanto como uno no lo fue, pero sí un buen hombre. Producía mucho en la huerta y los ricos del pueblo le daban algunas monedas de plata por los costales de zanahoria, cebolla, maíz, papa y tomate.
Sus brazos eran anchos, había mucha masa muscular en ellos, a veces me cargaba desde el pozo hasta la puerta principal de la casa, tiraba las botas en el camino porque me gustaba mover los pies rápidamente, como cola de sirena. Él me quitaba la peineta y mi cabello le envolvía la cara, era guapísimo. Los patos y los guajolotes se alborotaban y le picoteaban los pies, dando pequeños saltos los esquivaba.
Cuando Adolfo llegaba de la escuela, le ayudaba con las tareas, se sentaban en la piedra grande y redonda que dejaron a propósito los peones que construyeron el cerco cuando la casa pertenecía a mis padres, yo tenía cinco años. Hace ciento tres años de eso.
Siento las pestañas pesadas, no hay nadie aquí abajo que limpie mi cara, ya no escucho ruidos que vengan del exterior. Las pláticas, los murmullos y algún llanto difuminado se dejaron de escuchar hace más de una hora.
Sepultamos a Gabriel. Nuevamente era una viuda con un hijo y con mucha vida por delante. A los ocho meses di a luz, jamás supe que había quedado embarazada del difunto.
Empecé a trabajar en el huerto, supliendo el trabajo de mi esposo; le mostré a mi hijo la importancia que era salir adelante y trabajar duro. Terminó sexto grado y las cosas quedaron así. No había más qué estudiar, el pueblo era pequeño y todos trabajaban en sus tierras.
Cinco años después alojamos a un forastero que venía del sur. Había viajado en barco desde niño y nos contó que había recorrido gran parte del mundo. Le alquilé un cuarto a cambio del trabajo en el huerto que ya había crecido lo suficiente, mientras que Adolfo se dedicó especialmente a criar puercos. Los mataba y vendía la carne a muy buen precio. Una noche contamos el dinero que habíamos ahorrado, era bastante. Hice una bolsa con piel de cerdo y en ella metimos todas las monedas y algunos billetes, la enterramos en el piso de tierra del excusado para que el forastero no sospechara.
Cuando llegó un nuevo sacerdote al pueblo, fue a visitarme. Alguien le comentó que había un hombre viviendo en mi casa y me dijo que debía casarme con él, que Dios y las personas no estaban de acuerdo que una pareja viviera junta sin casarse. Me rehusé al principio, no éramos pareja. Hablé con él y le dije lo que el cura me había sugerido; el forastero se sorprendió, pero Florencia, mi hija huérfana, ya le decía padre.
Adolfo se perdió en la sierra por cuatro días. El sacerdote no tuvo compasión, le dejó caer la noticia de tajo, pero volvió cuando las tripas se le pegaron en el espinazo y no tuvo otra más que aceptar. Mató un puerco y me compró en la botica una diadema de alpaca.
El forastero había encargado un vestido que nunca supe de dónde se lo trajeron, ni cuánto le había costado. Era de encaje blanco abotonado por la espalda formando un cuello alto y tenía un camafeo con mi foto. Era extraordinario. La gente del pueblo asistió a la ceremonia por invitación del cura. Muchas mujeres murmuraron cuando me vieron entrar.
Adolfo había regado por dos días el corredor y los pocos que asistieron pudieron bailar, comer carne de cochino con mi receta especial de adobo con ajo y limón, también se embriagaron con cerveza de cáscara de papa. Otros alucinaban bebiendo agua de yerbabuena con gotitas de agave y trozos de jengibre.
Nos fuimos adaptando con el tiempo, mi hijo se convirtió en un hombre y se casó, me dio cinco nietos, mientras que Florencia dijo que nunca se casaría porque no quería enviudar, tenía la costumbre de cepillarse por las noches.
Un día el forastero no amaneció. Adolfo lo buscó por todos los alrededores y parecía que la tierra se lo había tragado. Después de tres lunas regresó en un flamante auto y cargado con ropa, muebles y muchas otras cosas que jamás supe que existían. Después de ese tiempo ya me había dado miedo ser nuevamente una viuda. Pero no pasó mucho tiempo, el forastero empezó a toser mucho, todas las tardes, después en las mañanas y luego en las madrugadas; empezó a escupir sangre. El cura vino a verlo y le escribió una carta al médico que se encontraba de vacaciones. El médico regresó después de treinta días, pero el forastero se encontraba en cama, ya vomitaba mucha sangre que también salía por sus fosas nasales.
Tenía los ojos hundidos, sus ojeras estaban marcadas como si fueran una pintura tétrica. Murió. Murió de una anemia aguda, también tenía agua en los pulmones, dijo el boticario.
La vida ya no podía ser peor, una maldición había caído en mí desde que Rafael murió. Como si ese amor eterno que nos juramos lo reclamara en cada casamiento. Y él no se pudo imaginar siquiera cuánto lo amé y lo extrañé, por eso quiero verlo, sé que lo veré aquí.
Mi hijo ya está viejo y Florencia es una solterona. Solo espero que mis nietos se porten bien con ellos, porque ya no estaré para protegerlos aunque sea con mi presencia.
Después de que el forastero murió, Adolfo me dijo que no pensara en casarme de nuevo. ¿Acaso crees que no lo pensé antes que tú? Era evidente: no me casaría nunca más. Enviudé en tres ocasiones y no fue nada fácil.
Mi huerto se secó y los animales se los llevó mi hijo. Hizo una pequeña granja y allí los encerró a todos, mi casa se veía sola a excepción de los patos, nunca permití que los sacaran del terreno. Entre las cosas que me había traído mi difunto marido cuando se perdió, había una máquina de coser. Eso lo tomé como distractor. Les fabriqué ropa a todas las mujeres del pueblo y remendaba alguno que otro pantalón.
Me dediqué a la costura hasta que cumplí los cien. Adolfo no quiso que cosiera más. Tuvieron que adaptarme lentes, y prefirió que mejor descansara y viviera en su casa. A los cien empecé a sentir que ya era una anciana. El día que los cumplí, me hicieron una fiesta. Un enorme pastel con cien velas, un gran baile y toda la gente del pueblo asistió. Las mujeres que conocí de mi edad ya se habían marchado a este mundo y en la fiesta solo pude platicar con personas mucho más jóvenes. Después de ese evento ya no recuerdo a los que venían a visitarme de pueblos vecinos: sobrinos, nietos, bisnietos; quizá.
Supongo que ahora ya se marcharon todos, pero me siento confortable, tengo en mi cabeza la tiara de perlas plastificadas que me regaló Rafael, el rosario de plata que me obsequió Gabriel y un camafeo en mi cuello abrochando el primer botón de mi vestido blanco. Siento que camino de puntitas y el color amarillo lo sigo sintiendo en la nariz. Hay una luz blanca al final de los colores y parece que veo una puerta. Hay mucha paz en este universo, no hay ruidos y siento un ligero frío. Todo está tranquilo a excepción de la partícula en mis pestañas. •

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