Por Karen Limón Castillo
“Entendemos, mi cuerpo y yo, que el espacio ya no es nuestro; tampoco es del dolor, es de los dos. Y hay que aprender a compartirlo.”
— María Luisa Puga, Diario del dolor
El año pasado llevé mi cuerpo al límite. Quería verlo todo, vivirlo todo. Me convertí en un ser errante, en un caracol que lleva su casa a cuestas, pero con prisa. Quise meter mi vida en una mochila y andar sin descanso. Pero el cuerpo, harto de mis abusos, decidió rebelarse. Primero con señales sutiles: una rigidez en el cuello, una molestia al cargar la mochila. Luego con la imposibilidad de moverme, de girar la cabeza, de levantarme de la cama.
Aun así, no me detuve: me obligué a cumplir mis expectativas y las de los otros, hasta donde el cuerpo y mi necedad lo permitieron. Entrené artes marciales, hice la tesis, fui a fiestas, competí en jiu jitsu, viajé y subí el sendero del Vía Crucis hasta la Sacra di San Michele.
Si bien en un principio los doctores no diagnosticaron la hernia cervical, había señales de que se trataba de una lesión fuerte, pues hasta las tareas más sencillas, como sentarme a escribir, se volvieron complejas. A pesar de ello, obligué a mi cuerpo a continuar y a hacer todo lo que no debería hacer, hasta que el dolor se instaló como un huésped indeseado, que no se iba, ni siquiera con cócteles de antiinflamatorios. El dolor reveló que mi cuerpo siempre estuvo ahí, incluso cuando me dediqué a ignorarlo.
Interludio: Historia y simbología de las hernias discales
Mi caso no es único; desde hace milenios, las hernias han sido conocidas y estudiadas. Las primeras representaciones aparecen en figuras fenicias, en relieves egipcios que muestran a trabajadores con hernias umbilicales y hasta en momias de faraones como Ramsés V o Merneptah. Incluso en el Papiro de Ebers, del 1500 a.C., se les menciona como afecciones asociadas al esfuerzo físico.
Las hernias han tenido un lugar en el imaginario por lo que representan: un exceso que escapa del cuerpo. Etimológicamente, hernia proviene del griego hérnos, que significa “brote” o “vástago”: una rama que crece, que sobresale. Es una fuga del límite corporal, el fracaso de la contención. Representa aquello que el cuerpo ya no puede retener: esfuerzo acumulado, carga emocional, un peso excesivo que busca salir en forma de líquido.
A diferencia de los personajes que aparecen en los relieves egipcios, cuyas hernias son muy visibles, la mía no lo es. Sin embargo, está ahí. En mis días más graves, comprimió mi médula espinal, al grado de que me era imposible girar el cuello o cargar incluso una bolsa con mi cartera. El cuerpo, como plantea Groddeck, escenifica una verdad profunda: lo que no puede decirse con palabras encuentra una forma en la carne.
La dolencia tiene, también, una dimensión política, como lo señala Susan Sontag: “La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más onerosa. Todos nacemos con doble ciudadanía, en el reino de los sanos y en el reino de los enfermos”. Así, me vi obligada, de pronto, a presentar mi pasaporte al reino de los enfermos. Un territorio desconocido donde el tiempo se dilata, las actividades cotidianas se vuelven proezas y la incomprensión de los otros pesa tanto como el malestar físico.
Mi cuerpo dejó de importar para el mundo productivo. Las miradas ajenas, los consejos no solicitados, se sintieron como una colonización del dolor: nadie sabe qué se siente, pero todos tienen algo que decir y muchos sospechan que exageras. Como si el sufrimiento que no es visible fuera imaginario.
En una sociedad que exalta la productividad, el dolor no tiene cabida. Como dice Brenda Navarro, “todo cuerpo vulnerable no es sino la consecuencia de una concepción de Estado que delega su responsabilidad en las personas y silencia todo aquello que no aparenta la imagen de salud, fortaleza y ‘normalidad’ que se necesita para ser considerada sujeta de derechos”. En ese contexto, el cuerpo que sufre se convierte en testimonio incómodo, en disonancia, en resistencia.
Escritura como insubordinación
A veces la escritura es el último refugio. Un rincón del lenguaje donde el cuerpo, lacerado por el dolor físico o emocional, aún puede manifestarse. No para encontrar la cura, sino para seguir nombrándose desde el malestar, desde la incomodidad de existir con un cuerpo doliente que no encaja en el ritmo de la sociedad ni del capitalismo.
María Luisa Puga escribió Diario del dolor desde un cuerpo que se convirtió en su única narrativa posible. Brenda Navarro en el prólogo del libro señala que “el dolor físico que no permite tener ninguna perspectiva del futuro no era algo ajeno a sí misma, sino que era ella”. Encarnar el dolor, fundirse con él, es algo que vemos a lo largo de este diario, y que experimenta quien lidia con el malestar físico, que negocia con él, como si se pudiera llegar a acuerdos, como si respetara ocasiones especiales o fechas límite.
Así, me convertí en esa tensión acumulada en cada músculo del cuello. Fui la torpeza para girar, el miedo a moverme, la rigidez como única forma de huir del dolor. Pero no era más que un placebo: mientras no me movía, estaba mejor. Después, la poca movilidad que tenía se esfumaba.
María Luisa Puga incluye en su diario un instructivo para tender la cama, porque para un cuerpo enfermo las tareas que antes se hacían de forma automática se convierten en procesos. Se complejizan. Hay que encontrar los pasos para realizarlas. Hay que ir más lento, sobrepensar lo que antes no se pensaba.
Al leer el instructivo de Puga recordé la serie de pasos que yo seguía para pararme de la cama. Era un reto, ya que cuando estaba acostada sentía el cuello desarticulado. Era incapaz de cargar mi cabeza, pues su peso parecía excesivo. El dolor llegaba hasta el omoplato derecho, que se sentía como si fuera un ala rota. Para levantarme, usaba el tren inferior: colocaba las manos tras los muslos para impulsarme con las piernas, arrastrando el resto del cuerpo con ellas. Una vez sentada, el buró servía como apoyo para lograr ponerme de pie.
Al llegar a este punto, advertí que había ignorado a mi cuerpo. Tuve que llegar al límite para reconocer las violencias que cometía contra mí misma. Ahora me escucho, me cuido. Ha sido un proceso lento y arduo: recuperar el movimiento, soportar los juicios, aprender a decir no, aumentar la musculatura del cuello, de los hombros, de la espalda, porque sólo me dieron dos opciones: una operación riesgosa o estar siempre en movimiento, fortalecer hasta que mis músculos fueran capaces de sobrellevar la hernia. Elegí la segunda y con ella el compromiso de mantenerme activa de por vida.
Quien me conoce sabe que no sé estar quieta, que bajar la velocidad fue más difícil que el dolor mismo. Pero he avanzado, ya estoy haciendo mi vida normal: trabajo, viajo, practico artes marciales. Aun así, hay días en que basta un asiento inadecuado o un giro mal hecho para recordarme mi fragilidad.
No escribo a modo de reclamo ni para buscar compasión, lo hago porque durante meses minimicé el malestar ante los demás, para evitar incomodarlos. Escribo porque sólo yo conozco la magnitud de mi padecimiento y cómo afectó mi vida diaria: tuve que cambiar la mochila por una cangurera y un pantalón cargo, salir huyendo de las reuniones para evitar que el dolor me dejara inmóvil, aprender a vivir con un límite que antes no existía y que dificultaba hasta las acciones más simples.
Escribo porque no soy la única persona que convive con el dolor, que comparte con él un cuerpo y que ha tenido que lidiar con la incomprensión de los demás. Tenemos que aprender a nombrar el dolor, la enfermedad, a decir no estoy bien, o hasta aquí puedo, a escuchar el cuerpo antes que a los demás, a quienes no lo habitan y que, por lo tanto, lo desconocen.
Después de una larga e incierta recuperación, decidí que no volver a descuidarme. Mi integridad es primero. Hablar desde un cuerpo sano es sencillo; lo difícil es habitar este vagón lento, este presente que no permite prever el futuro. Como dice María Luisa Puga: “Soy este presente raro y largo que no me permite ver hacia dónde se dirige y en el cual estamos contenidos Dolor y yo como incómodos pasajeros de un solitario vagón de tren”.
Por fortuna, no he estado sola en este viaje. Agradezco a Marie, a Moni, a Laura y a Clara, quienes me cuidaron cuando estuve lejos de mi país y me hicieron sentir abrazada. A mi familia y a Jessi que me acompañaron en la rehabilitación al volver a casa. Gracias por sostenerme cuando ni siquiera yo fui capaz de hacerlo.
Concluyo este texto enfatizando la importancia de escuchar el cuerpo, de respetarlo, de tenerle paciencia, aun cuando la incomprensión de los otros se interponga. Nos preocupa cultivar vínculos sanos con los demás, pero olvidamos el más íntimo: el que tenemos con nosotros mismos. Escuchar el cuerpo no significa debilidad, no significa rendición: es habitarse con conciencia y responsabilidad. Es preservarlo para seguir andando.
Fotografía de la Sacra di San Michele por Karen Limón Castillo.
Puedes leer otro ensayo de la autora aquí.

Karen Limón Castillo (Culiacán, Sinaloa). Es gestora cultural, editora, mercadóloga, tallerista, docente y viajera. Es egresada del Máster en Escritura Creativa por la Universidad de Sevilla, donde colaboró como Alumna Interna en el Grupo de Investigación Escritoras y Escrituras. Es licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad Autónoma de Sinaloa y maestra en Marketing Digital por la Universidad Latinoamericana.
Ha organizado encuentros y congresos literarios en México y España. Ha sido profesora de escritura creativa y literatura en nivel preparatoria y profesional, así como tallerista en instituciones y plataformas culturales. Ha editado revistas digitales, plaquettes y fanzines. También ha sido ponente y presentadora de libros en encuentros y ferias internacionales. Algunos de sus textos han sido publicados en la Editorial Dykinson y en revistas digitales. Se dedica, también, al marketing digital y al estudio y aplicación de nuevas tecnologías en la creación de contenidos.
3 comentarios en “Escuchar el cuerpo: entre el dolor y la incomprensión”
Excelente Diario de nuestro cuerpo
Me he caído muchísimas veces y me levanto y porque no también me puedo caer otra vez, pero no sabia de escuchar lo que me pide mi cuerpo y ahora voy a prender y levantarme porque solamente yo se escuchar mi cuerpo y nadie lo conoce como yo
Bellísimo, cuánta fortaleza reside en reconocer nuestra vulnerabilidad ❤️
Escuchar a tu cuerpo fortalece el quererte a ti mismo
El Comprender lo que debes hacer, es el camino a encontrar en tu vida
El llegar a esa felicidad, es el amor propio que vencerá al dolor e incomprensión
Nunca te rindas…..
Saludos