¿Por qué leer poesía? por Tedi López Mills

No logro formular una respuesta que no suene retórica, falsa, discursiva, educativa, sentimental, altisonante, desesperada, demagógica o hasta comercial, como si estuviera en campaña para promover un producto intangible, muy antiguo, venerado en abstracto, ninguneado en concreto, y me tocara a mí ahora hallar el eslogan que dé en el clavo para ponerlo de nuevo a la vista y convencer a un público –lo imagino escéptico– de que se atreva a conocerlo porque la aventura, las sensaciones, serán imborrables e, idealmente, adictivas.

           Y digo producto adrede, pues los poemas suelen estar en libros y los libros tienen un precio y los editores de los libros los exhiben en mesas de novedades con el objetivo de que se vendan. Organizan charlas y lecturas. Diseñan invitaciones; convocan a la gente: “anímese, venga a escuchar palabras que nunca olvidará.” Y los y las poetas presentan sus obras en múltiples ferias y festivales literarios y, quizá renuentes, se transforman en promotores y publicistas de sus propias creaciones que, en la intimidad, consideran sublimes, únicas, marginales, hasta incomunicables. Leen sus poemas en voz alta con una emoción perceptible, a veces vanidosa, y levantan la mirada y advierten que hay muchas sillas vacías y otras con personas que escuchan con interés, quizá perplejas, quizá conmovidas, o que revisan sus celulares y los guardan velozmente cuando se fijan que el o la poeta los está observando con desánimo, aunque no se dejará espantar, seguirá creyendo que la poesía, sus poemas, tienen que oírse no sólo porque son suyos, sino porque pertenecen a un género literario cuya fama o leyenda consiste en que transmite verdades puras, esenciales y sacude conciencias.

         Debo confesar que, por el bien de mi argumentación, me estoy permitiendo una falacia: escribir en nombre de la poesía y de los poetas, como si yo los representara, como si las experiencias fueran una sola, más o menos igual en todos los casos. Y de ningún modo es así. Como en cualquier actividad, entre poetas varían las medidas del fracaso o del éxito y los instrumentos para interpretarlas; es decir, bajo cierta luz el fracaso puede verse como un resultado positivo: son tan complejos y profundos los poemas que concibe tal o cual poeta que difícilmente encontrarán los lectores y las lectoras que merecen. Asimismo, he asistido a numerosas lecturas de poesía en foros abarrotados, con gente llena de entusiasmo, aplausos, vítores, etcétera. Y me he enterado de los comentarios que se hacen tras bambalinas: tal o cual poeta goza de éxito porque sus poemas son simples, emotivos, políticos, coyunturales, confesionales. Además, se insinúa, el énfasis y el gusto con que los lee ese o esa poeta son contagiosos. Así quién no. Y en ambas versiones del fracaso o del éxito hay consuelo y hay envidia. Pues no debe suponerse que en el mundo de la poesía no existe la normalidad de la competencia y de las expectativas; incluso, tal o cual poeta puede modificar su manera de escribir para adaptarse a las nuevas reglas y costumbres, con el propósito muy comprensible de evolucionar en vez de extinguirse.

              Sin embargo, no quiero confundir términos, eliminar diferencias. No es lo mismo la poesía en voz alta, oída, que la poesía en voz baja, leída. Y mi tema se refiere a la segunda, en todas sus manifestaciones y con todos sus vasos comunicantes. Cuando me pregunto por qué leer poesía incluyo “desde Homero hasta Joseph Conrad,” como escribe Gilberto Owen en “Sindbad el Varado”. Y conviene detenerse un instante en los dos autores que menciona Owen, pues ambos relatan historias, en verso, uno, en prosa, otro, y la poesía no se ausenta cuando aparece algo semejante a una fábula o una anécdota, ni viceversa: lo narrativo no desaparece cuando se asoma la poesía. Y pienso que es importante recalcarlo porque uno de los prejuicios (hay muchos) contra la poesía es que no trata de nada o, debido a su estructura, a la versificación, a la retahíla de metáforas a veces sin rumbo aparente, no se entiende de qué trata, lo cual irrita e impacienta a algunos lectores y lectoras porque finalmente los poemas son conjuntos de palabras y todos usamos palabras y no hay ninguna razón de peso (de acuerdo con esos lectores y lectoras) para que, por mera licencia poética, dejen de significar lo que siempre significan. No hay ningún motivo, protestan esos lectores y lectoras, para que algo escrito no se exprese de manera directa y, en cambio, lo haga como a escondidas, obligando a los lectores y lectoras a descifrarlo, a ir conjeturando acerca de lo que hay detrás, por ejemplo, de los siguientes versos de Owen:

Esta mañana te sorprendo con el rostro tan desnudo que temblamos;

sin más que un aire de haber sido y sólo estar, ahora,

un aire que te cuelga de los ojos y los dientes,

correveidile colibrí, estático

dentro del halo de su movimiento.

Y no hablas. No hables,

que no tienes ya voz de adivinanza

y acaso te he perdido con saberte,

y acaso estás aquí, de pronto inmóvil,

tierra que me acogió de noche náufrago

y que al alba descubro isla desierta y árida;

y me voy por tu orilla, pensativo, y no encuentro

el litoral ni el nombre que te deseaba en la tormenta.

El poema, según yo, está y existe entero, autónomo, en la superficie que lo contiene. Se podría examinar, sin duda –cómo cuelga un aire de los dientes, cómo se pierde algo con saberlo–, y podrían hallarse numerosos caminos para arreglar o desarreglar la composición impecable, intensa, que acabo de leerles; la estrofa despierta en mí –ojalá en ustedes– tanta emoción lúcida, visionaria, que carece de importancia comprenderla de cabo a rabo. La poeta estadunidense Emily Dickinson escribió –y la cito en mi traducción literal–: “Si siento físicamente como si le hubieran quitado la tapa a mi cabeza, entonces sé que es poesía.” Tal sensación –la cabeza al descubierto, los cinco sentidos dispersos, pero paradójicamente en alerta– es lo que puede suscitar la lectura de poesía, y funcionaría como una respuesta atinada, por difusa, a la pregunta que hice al principio de este texto. 

             No he elegido como autor tutelar a Owen para quedar bien con Sinaloa, con este espacio virtual de Culiacán. La causa es autobiográfica. Antes de mis 19 o 20 años en muy raras ocasiones leía poemas y, por lo general, lo hacía en contra de mi voluntad, por insistencia de una de mis profesoras, o para librar mis faltas frente a un género literario cuya reputación de dimensiones míticas lo ponía muy por encima de la vulgar prosa que yo consumía a diario: novelas, cuentos, ensayos. El tipo de distracción que me provocaban mis lecturas esporádicas de poesía era angustiante: los ojos pegados a la página, repasando tres, cuatro, cinco versos una y otra vez, pero la mente distante, incapaz de concentrarse porque no había propiamente una trama, sino una forma rígida, cadenciosa, a veces sentenciosa, sin un centro nítido en donde ir colocando la atención, ni hilos conductores que yo pudiera luego recordar y parafrasear. Los poemas, estallidos de luces opacas o deslumbrantes, alteraban mi percepción sin dejar ningún mensaje o rastro nítido, salvo un tedio melancólico, como si el tiempo hubiera pasado en balde, y también cierta frustración porque a pesar de mis esfuerzos, no había conseguido romper esa cascada de cristal, por decirlo en modo metafórico: tantas rimas, tanto sonsonete persecutorio. Y buscaba entonces alguna narración que rescatara las horas que aún le quedaban a ese día, y el volumen de poemas volvía a su estante y el episodio caía en un hoyo negro incómodo, aunque llevadero. Hasta que una tarde en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, un amigo poeta me agarró en un pasillo y decidió dictarme cátedra sobre un tal Gilberto Owen y me prestó su libro y le aseguré que lo leería y lo hice: “Mosca muerta, canción del no ver nada,/del nada oír, que nada es.” Y adquirí el hábito; incluso le inventé un origen y le fui atribuyendo genealogías, como si hubiera estado ahí, invisible, desde el inicio.

            Pero ya estoy poetizando, lo cual demuestra que a estas alturas de mi texto no he podido responder de manera convincente, al menos satisfactoria, a una pregunta que yo misma me impuse: ¿por qué leer poesía? Quizá funcionen mejor los argumentos negativos. Hay un pequeño poema de la autora estadunidense Marianne Moore, que podría resultar útil. Se llama “Poesía” y va así:

A mí también me disgusta.

Al leerla, sin embargo, con perfecto

desprecio, descubro en ella, a fin de cuentas, un lugar para lo genuino.

           Es posible leer poesía con mínimas esperanzas y terminar con la certidumbre de que la lectura fue una suma y no una resta. No creo que a Moore le disgustaran sus poemas, cuya construcción y rigor formal los convierte en objetos irrepetibles, que nadie en su sano juicio podría dejar de admirar. Lo “genuino” es otra cosa porque alude a una categoría moral y eso ya me predispone a toparme con lo que no deseo: parábolas o lecciones enaltecedoras. Por su modestia, prefiero la advertencia del poeta inglés W.H. Auden: “la poesía no hace que suceda nada”. Y yo añadiría: sólo que suceda el poema que en ese momento estamos leyendo. Por ejemplo, este del cubano José Lezama Lima con el que me atrevo a concluir todavía sin respuesta:

Ah, que tú escapes en el instante

en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.

Ah, mi amiga, que tú no quieras creer

las preguntas de esa estrella recién cortada, 

que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.

Ah, si pudiera ser cierto que a la hora del baño,

cuando en una misma agua discursiva

se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos:

antílopes, serpientes de pasos breves, de pasos evaporados,

parecen entre sueños, sin ansias levantar

los más extensos cabellos y el agua más recordada.

Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses

hubieras dejado la estatua que nos podía acompañar,

pues el viento, el viento gracioso,

se extiende como un gato para dejarse definir.

Tedi López Mills nació en la ciudad de México. Ha publicado varios libros de poesía, entre los cuales están Contracorriente (Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares 2008), Muerte en la rúa Augusta (Premio Xavier Villaurrutia 2009 de Escritores para Escritores) y Amigo del perro cojo (Premio Iberoamericano Bellas Artes Poesía Carlos Pellicer para Obra Publicada 2015), además de seis volúmenes de prosa: La noche en blanco de Mallarmé, Libro de las explicaciones, La invención de un diario, Mi caso Rimbaud y Cascarón roto. En 2021 se le otorgó el Premio Bellas Artes de Literatura “Inés Arredondo”. Su libro más reciente se titula No contiene armonías.

Imagen de portada: “Páginas en blanco” de la artista Guadalupe Aguilar.

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